La luz se iba haciendo cada vez más mortecina, las personas seguían ahí, no se veían entre sí, solo estaban amodorradas en el sopor de otra tarde de calor, a veces, uno de ellos exclamaba cierto tipo de lamento y otro le contestaba casi sin mover los labios ¡umjú!
Era mediado del mes de noviembre, todos hermanos de sangre, luego del trabajo se sentaban en ese corredor donde las únicas que tenían algún tipo de movimiento eran las moscas. María, la hija menor de uno de ellos, iba de un lado a otro, llevando comida o recogiendo los trastos, ninguno de ellos se preocupaba por seguirle los pasos, era lo mismo cada día, una rutina aprendida sin nada nuevo que aportar.
El hijo de ella había llegado de vacaciones, sus clases en la universidad habían terminado, pasaría navidad con sus padres en esa finca. Él sabía que no había nada divertido en ese pueblo salvo las peleas de gallo o los toros coleados, algo que no le gustaba, pero siempre iban muchas muchachas y sería entretenido. El día anterior se había encontrado con su amigo de infancia, Rubén y le había regalado unos cohetes para que los utilizara en la fiesta del domingo. Pero él no se había aguantado y cuando estaban los viejos casi dormidos con sus sombreros encima del pecho, hizo sonar uno de los petardos, solo para ver si estos tendrían algún tipo de reacción. De un salto se habían puesto de pie, casi al mismo tiempo, mientras María reía a carcajadas, pero ellos volvieron a sus asientos haciendo un movimiento de hastío. En ese pueblo nunca pasaba nada.
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