Crónica del genocidio en Gaza

in #genocidio3 months ago

Mario Reinoso

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En esta crónica descarnada, Mercedes Reinoso nos describe en forma de diario vivencial los sucesos acontecidos durante la invasión y el genocidio en Gaza.

Quiero compartir con ustedes un fragmento del artículo:

I. El quiebre (octubre 2023)

El ruido fue lo primero. Un rugido metálico que desgarró la madrugada del 7 de octubre de 2023. No era un bombardeo rutinario, era una andanada masiva de cohetes lanzados desde Gaza hacia el sur de Israel. En pocos minutos, las sirenas se multiplicaron como un eco interminable: Sderot, Ashkelon, Ashdod. El aire olía a pólvora y a miedo.

Lo que parecía otra escalada más se transformó pronto en algo diferente. A media mañana, se supo: comandos de Hamás habían atravesado la frontera por tierra, aire y mar. Irrumpieron en kibutz, bases militares, carreteras. El muro que separaba dos mundos —Gaza e Israel— se vino abajo de un golpe, y lo que apareció detrás fue la crueldad desnuda.

En el kibutz de Be’eri, entré días después con un grupo de periodistas y soldados. Las casas eran esqueletos de ladrillo chamuscado. En el suelo quedaban zapatos infantiles, cuadernos abiertos en páginas con dibujos, juguetes que nadie recogería. En una cocina, aún se percibía el olor de pan a medio tostar, como si la rutina hubiera sido cortada en seco por la irrupción de la muerte. Allí, decenas de personas fueron ejecutadas en cuestión de minutos.

En el festival de música Nova, en el desierto, la escena fue aún más brutal. Jóvenes que habían llegado a bailar bajo el amanecer fueron alcanzados por ráfagas de ametralladora. Vi mochilas abiertas, botellas de agua volcadas, carpas atravesadas por balas. Más de 250 murieron en aquel campo que se convirtió en cementerio improvisado. Algunos sobrevivientes me contaron cómo se escondieron bajo los cuerpos de sus amigos para fingir estar muertos. Uno de ellos, un chico de 23 años con la camiseta ensangrentada, me dijo: “Escuchaba cómo respiraban los que estaban vivos todavía, y cómo poco a poco dejaban de hacerlo. Yo decidí dejar de respirar también, aunque me quemara el pecho. Fue lo único que me salvó”.

La crueldad tomó forma también en los secuestros. Rehenes —ancianos, niños, mujeres— fueron arrastrados hacia Gaza en motocicletas o camionetas. Vi un video grabado por un vecino de Sderot: una madre y sus dos hijos pequeños eran llevados a rastras. El mayor, de unos nueve años, intentaba cubrir a su hermana con el brazo, como si ese gesto pudiera detener el curso de la historia.

Ese día, más de 1.200 israelíes murieron. La cifra fría no alcanza a describir lo que pasó: fue la irrupción de un dolor colectivo que marcaría no solo a Israel, sino a toda la región.

Yo, que había cubierto antes guerras, entendí al caminar entre los restos que lo que había ocurrido no era solo un ataque armado, sino una fractura moral. La sensación era la de un mundo que había perdido las reglas mínimas de la convivencia. Lo repetían los sobrevivientes, una y otra vez: “No es que mataran. Es cómo mataron”.

Ese 7 de octubre quedó grabado como la fecha en que se rompió el muro. No solo el de hormigón que separa Israel y Gaza, sino el muro frágil que contenía, a duras penas, la idea de una rutina. A partir de entonces, todo sería desmoronamiento.

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