Marcel Proust, o la memoria sensible del tiempo

Hace dos días fue el centenario de la muerte de uno de los pilares de la renovación de la novela moderna (o contemporánea), Marcel Proust. Fallecido el 18 de noviembre de 1922, muy joven, a los 51 años, este eminente escritor francés signó para siempre la novelística con su dilatada obra En busca del tiempo perdido.

Desconozco los eventos que en conmemoración de esta importante fecha han debido iniciarse en Francia, pues es, indudablemente, un aniversario que debería honrarse en grande. Algo pude leer en esta nota de prensa.


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Retrato de Marcel Proust a los 21 años de edad, por el pintor Jacques Emile Blanche -
Fuente - Dominio público


En busca del tiempo perdido es una magna novela; en ella Proust narra una vida en la que la exploración del pasado actúa como el ánimo que empuja al encuentro con el presente. Consta de siete volúmenes, elaborados entre 1913 y 1919; algunos de ellos fueron publicados después de su muerte. Esos libros son: Por el camino de Swann (1913), A la sombra de las muchachas en flor (1919), El mundo de Guermantes (1921), Sodoma y Gomorra (1922), La prisionera (1925), La fugitiva (1927) y El tiempo recobrado (1927).

Reconozco que tengo una deuda personal con Proust, ya que, por las ocupaciones y presiones del tiempo objetivo, muchas veces no deseadas, no he podido completar la lectura de toda su novela: me esperan unos tres volúmenes para los que ruego me alcancen los años restantes de mi vida.

Sobre la significación y trascendencia de esta magna novela se han escrito numerosos ensayos, tesis y libros; de modo que no pretendo hacer aquí nada verdaderamente nuevo. Solo quiero aprovechar la fecha para realzar esta figura y su importancia en la literatura moderna, toda vez que advierto mucha desinformación entre usuarios de la plataforma que incursionan en la escritura literaria. Y lo haré centrándome en citas de su primer libro, Por el camino de Swann, particularmente de su primera parte: ”Combray”.


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Pintura de Caillebotte. Probable ambiente de Combray. - Fuente - Dominio público


Como se ha dicho, esta novela tiene un carácter autobiográfico, aunque no expuesto directamente, sino a través de un narrador que podríamos asumir como alter ego del escritor empírico, es decir, Marcel Proust. Precisamente, uno de los aportes de esta novela será la apertura a esa modalidad en la que la novela es autorreflexión de la vida propia y del arte, usando un monólogo indirecto, rasgo que, sin duda, marca la novela contemporánea, junto al uso de la analepsis o flashback (vuelta al pasado) y el cambio de la perspectiva narrativa. Toda la obra, como se puede suponer, está marcada por un poderoso subjetivismo, lejos del realismo, donde las hechos y las cosas son presentadas desde una perspectiva impresionista, en un tempo lento, como tendría que ser en una personalidad que fue influida por la tesis de la “duración” (durée) del filósofo francés Henri Bergson, del cual fue alumno.

Curioso que en las primeras líneas del capítulo Uno, el narrador diga: “(…) me parecía que yo pasaba
a convertirme en el tema de la obra”. Esto asoma el carácter personal de la obra, y cómo la propia vida se torna objeto de la ficción.

Seguiré con algunas citas de interés, que ilustran el sentido de la obra en ese fluir de la conciencia que se manifiesta como memoria afectiva.


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Fuente

Me volvía a dormir, y a veces ya no me despertaba más que por breves instantes, lo suficiente para oír los chasquidos orgánicos de la madera de los muebles, para abrir los ojos y mirar al calidoscopio de la oscuridad, para saborear, gracias a un momentáneo resplandor de conciencia, el sueño en que estaban sumidos los muebles, la alcoba, el todo aquel del que yo no era más que una ínfima parte, el todo a cuya insensibilidad volvía yo muy pronto a sumarme.

(…) pero entonces el recuerdo —y todavía no era el recuerdo del lugar en que me hallaba, sino el de otros sitios en donde yo había vivido y en donde podría estar— descendía hasta mí como un socorro llegado de lo alto para sacarme de la nada, porque yo solo nunca hubiera podido salir; en un segundo pasaba por encima de siglos de civilización, y la imagen borrosamente entrevista de las lámparas de petróleo, de las camisas con cuello vuelto, iban recomponiendo lentamente los rasgos peculiares de mi personalidad.

Esa inmovilidad de las cosas que nos rodean, acaso es una cualidad que nosotros les imponemos, con nuestra certidumbre de que ellas son esas cosas, y nada más que esas cosas, con la inmovilidad que toma nuestro pensamiento frente a ellas.


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Fuente

Así ocurre con nuestro pasado. Es trabajo perdido el querer evocarlo, e inútiles todos los afanes de nuestra inteligencia. Ocúltase fuera de sus dominios y de su alcance, en un objeto material (en la sensación que ese objeto material nos daría) que no sospechamos. Y del azar depende que nos encontremos con ese objeto antes de que nos llegue la muerte, o que no lo encontremos nunca.

Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no; pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho y no debía de ser de la misma naturaleza.


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Magdalenas - Fuente

Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tilo, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa), cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria no sobrevive nada y todo se va desagregando!; las formas externas —también aquella tan grasamente sensual de la concha, con sus dobleces severos y devotos—, adormecidas o anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia.

Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más, persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.


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La perspectiva de este personaje narrador –entre el sueño, la duermevela y el insomnio– ya adulto nos ofrece una visión de las cosas tocada por la subjetividad inestable, oscilante, en la que el recuerdo es quizá la verdadera realidad. Envuelta en una sensorialidad delicada, se nos entrega una reconstrucción del pasado vivido que se renueva en la evocación provocada por la sensación; en este caso, el sabor y el olor del té y de la magdalena, que lo retrotrae a su infancia feliz; pero será también el sonido, la mirada y el tacto, en otros momentos del texto.

Como hemos dicho, en Proust el mundo se configura en realidad presente iluminada por la memoria sensible, emocional, por la cual somos “seres-aquí”, con historia corporal, anímica, afectiva, y no unos disociados, desnaturalizados.


Referencias:

Proust, Marcel (1979). En busca del tiempo perdido. 1. Por el camino de Swann (9ª ed.). España: Alianza Editorial.
https://es.wikipedia.org/wiki/Marcel_Proust

Si estás interesado en leer Por el camino de Swann, puedes acceder a una versión digital en:
https://biblioteca.org.ar/libros/133600.pdf
https://www.elejandria.com/libro/link_descarga_libro/1742/4141

Existen varios filmes basados en la vida y obra de Marcel Proust; entre los que conozco, dos filmes de ficción: Celeste (1980) de Percy Adlon (ver enlace) y Un amor de Swann (1984) de Volker Schlöndorf (ver aquí).


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Gracias por su lectura.



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