En los confines de una tierra diabólica - Relato

in Cervantes3 years ago


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Uno a uno caen, derrumbados por heridas de envergadura considerable. La acción ocurre con velocidad de rayo, y es un rápido vistazo el que puedo dar antes de dedicarme de lleno a la batalla. No obstante, es suficiente. Sé que muchos de esos cuerpos tendidos en el suelo no volverán a levantarse.

La garra me roza la mejilla, esquivada por milésimas de segundo. Ha sido un arduo trabajo el que hemos realizado, empiezo a notarlo en el cuerpo, aunque en la euforia de la batalla el cansancio parece evaporarse y ser relevado por energía voraz. Pese a todo, no doy lo mejor de mí, solo lo suficiente para mantenerme a salvo por unos segundos más. Si soy optimista, minutos. Pero, ¿Cuántos?

Entierro la hoja de la espada hasta el final, siento cómo se hunde en la carne de mi enemigo sin rostro. Se desploma frente a mí, y su lugar lo ocupa otro, y luego otro, y después vendrá otro. A veces atacan muchos al mismo tiempo, no conocen eso que llaman «honor», solo saben de violencia, sed de sangre, de las ganas irresistibles e incuestionables de matar.

El único fin: devorar. El de nosotros, despejar. Erradicar de la tierra a las criaturas que tanto mal han causado, por el simple hecho de escuchar la crueldad habitante en sus cuerpos, porque no en sus corazones. Corazones no poseían.

Había sido grande el escuadrón enviado a los confines de estas tierras despobladas de humanos, dónde se reproducían y de las cuales salían las criaturas que nos atacaban. No obstante, se había reducido en la masacre. Los cuerpos de mis amigos y amigas quedaron desperdigados por suelos fríos y desolados, sin digno sepulcro.

Con toda probabilidad, ese es el destino al que me dirijo. No hay vuelta atrás, el camino se abre hacia el frente.

Las criaturas se juntan, como lágrimas que salen a borbotones, y salen de las rocas, los árboles altos, sin ramaje, de la tierra. Parecen brotar de todas partes, del mismísimo infierno. Me parecen invencible entonces, un mal imposible de combatir. ¿Qué había sido todo esto? Vinimos a pelear por nuestra causa, aceptando que podíamos morir, pero, ¿habíamos ido a morir por nada?

Nuestras espadas se llevaron a muchos de esos seres infernales y sin embargo ahí están, brotando como agua de una fuente, una que nunca va a cerrarse.

Los miro paralizado, apretando con fuerza la empuñadora de mi espada, sabiendo que ya no hay nada que hacer. Pienso en morir luchando, agotando mi último soplo de fuerza, y luego pienso en descansar. Descansar como lo están haciendo mis amigos caídos.

Imagino mi cuerpo sin vida varado a la intemperie, el sol me da en la frente, haciendo calentar la sangre que había quedado de mis heridas. Extrañamente, no es algo doloroso ni terrorífico de imaginar. En mi imaginación la muerte representa el descanso, la paz, la tranquilidad. Y sabe Dios cuán cansado estoy.

Antes de echar a correr hacia mi final, veo cómo las criaturas desvían su mirada hacia el espacio tras mi espalda. Pienso en volverme, pero antes de hacerlo, sombras corren por mi lado. Pronto resuena el sonido de una batalla que había cesado momentáneamente.

Estoy sorprendido, mi pecho se llena de emociones. Llegaron más escuadrones de mis compañeros, luchadores de trajes ceñidos, de relucientes armas y voluntad de acero. Instante de estupor, contemplo el verdadero milagro. Nuestra causa no está perdida, las muertes no han sido en vano.

Alguien me pone la mano en el hombro. Levanto la cara, buscando quién.

—Lo has hecho bien —dice un compañero y amigo. Me aprieta fuerte, para que preste atención—. Ahora, descansa.

Contemplo su espalda alejarse al campo de batalla con la visión borrosa, mientras caigo sentado en el suelo, como si las fuerzas sobrehumanas que me habían mantenido en pie me abandonaran de golpe.

No me esfuerzo siquiera en limpiar mis lágrimas.

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