Los ojos que miran el fuego - Relato

in Cervantes • 2 years ago


Fotografía propia

La historia que narraré a continuación representa la parte más importante de mi vida, porque he vivido y vivo acechada por el miedo. Antes, por el que mi imaginación traía, pero ahora es por algo totalmente diferente. Todo esto me ha impedido ser una niña feliz, y una adolescente completamente normal.

Comenzaré por decir que aprendí a temerle a la soledad desde muy pequeña, así que el único momento cuando podía relajarme es cuando estaba en compañía de los demás. Cuando todos se apartaban de mí y me tocaba quedarme sola, así fuera para dirigirme al baño, sufría sobremanera.

Antes sentía terror de lo que acechara en las sombras, de lo inimaginable e indescriptible que me espiaba cuando me daba la espalda. Estaba convencida de que seres extraños me rodeaban, a la espera de que me descuidara para dañarme.

A medida que mi miedo crecía, estos seres se volvían más fuertes, o eso me decían. Por ello trataba de controlarlo, pero era inútil. Siempre renacía y con más fuerza.

Esta vida de terror era prácticamente un secreto entre mi mente y yo, por lo que nadie tenía reparo en contarme historias de miedo, reales o no, que luego me pasaban factura.

A veces no me quedaba de otra que hacerme la valiente y escuchar, todo por no parecer una cobarde frente a nadie, pero bien sabía que luego esas palabras me acompañarían el resto del día, a dónde quiera que fuera, y retumbarían con fuerza cuando estuviera sola.

Cuando dormía solía tener constantes pesadillas, pero al contrario que otros niños, se me hacía imposible levantarme y dirigirme al cuarto de mis padres, para pedir refugio. En vez de eso, me quedaba congelada en la cama, temblando de pies a cabeza, con el corazón a punto de salirse de mi pecho.

En ese entonces abrazaba fuerte a mi peluche, y después de haber combatido contra el sueño durante horas, mis ojos empezaban a cerrarse y despertaba al amanecer.

Mi relación con el peluche que me ayudaba a combatir el miedo empezó a cambiar cuando mi tía me contó una historia particular de su vida.

Al ser una adulta, no dudé ni por un segundo de ella. Los adultos no mienten, y son pocos los que hablan sobre estas cosas.

Me dijo que de niña se había encontrado con un peluche tirado en medio de escombros y cenizas, un poco sucio pero intacto. Le pareció agradable a la vista y se lo llevó, lo limpió hasta ponerlo en buenas condiciones y se enamoró de él.

Era especial por haberlo encontrado de aquella forma, incluso dormía con él al ser de un material suave y cómodo. No obstante, poco tiempo después empezaron a suceder cosas extrañas.

Lo peor que llegó a pasarle fue que un día el muñeco empezó a hablar en una voz baja que subía de pronto, usando frases escalofriantes. Lo curioso de todo esto es que no tenía ningún mecanismo por dentro que justificara su capacidad.

Mi tía creía imaginar cosas, o quizá estarlas soñando, pero cada vez sucedía algo y con más frecuencia que la hacía aterrorizar.

Su madre, que había estado observando cómo el peluche aparecía en lugares diferentes al que lo habían dejado, le creyó y decidió tirarlo junto a su hija, para que viera que ya no la iba a molestar más.

Lo colocaron dentro de un recipiente de basura y le prendieron fuego, pero al volver a casa mi tía recordó las circunstancias en la que había encontrado al peluche: rodeado de ceniza, pero intacto.

En aquel momento supo que el fuego no funcionaría con lo que fuera que estuviera habitando el pequeño cuerpo rosado, y si tenía suerte, no volvería a por ella.

No lo hizo, pero desde ese entonces se negó a tener más juguetes, y los que tenía los donó para no tirarlos al basurero. Después de todo, no se comportaban extraño como aquel que le hizo pasar tan malas experiencias.

—Perdón, sé que no es una historia para dormir, pero es que ese peluche que tienes en los brazos me recordó al protagonista de esta historia. El punto positivo de esto es que no debes tomar nada de la calle, por muy bonito que te parezca, porque no sabes su procedencia o si tiene algo extraño en su interior. ¿Bien? Me quedaré aquí hasta que te duermas.

Esa noche dormí por su presencia, pero al llegar la madrugada, donde el insomnio era puntual en su visita, desperté. El peluche que tanto me gustaba sostener y que consideraba mi guardián estaba cerca de mi pecho, pero lo lancé lejos. Observé.

Los demás juguetes parecían verme desde el estante, con sus ojos artificiales y brillosos. Carentes de vida, pero quizá no de algo más. Algo maligno.

El peluche con el que dormía estaba en el suelo, y cada vez me parecía que estaba más cerca. Su rostro había dejado de parecerme angelical, las sombras desfiguraban sus facciones. La sonrisa tierna era ahora la de un demonio, que esperaba que me descuidara para hacer sabía Dios qué.

No dormí esa vez y tampoco en las siguientes noches. Empecé a verlo, a este y los demás juguetes, con otros ojos. Como si de pronto mi visión se hubiese vuelto diferente, y desvelaban lo que eran en realidad.

Pero un día descubrí que mi tía solo me había contado esta historia para asustarme, no entendía cómo podía disfrutar cuando espiaba a escondidas mi relación con los juguetes de mi alcoba.

A veces entraba a decirme cualquier cosa, y sonreía con malicia antes de tomar cualquier peluche y sujetarlo de frente a mí, imitando voces y diciendo frases extrañas para continuar atormentando mi cabeza.

Escribo esto porque hoy volvió a hacerlo. Esta vez, sonriendo con nostalgia. Diciéndome que solía hacer este tipo de cosas para que me portara bien y no dejara mis juguetes tirados por el suelo, pero al ser yo una niña tan miedosa, había logrado, sin querer, que dejara de jugar con ellos.

El peluche que sostenía en sus brazos al confesar aquello me miraba fijamente, con una sonrisa burlona que se ensanchaba cada vez más. Siempre se había sentido poderoso, porque aunque intenté deshacerme de él, conseguía el modo de regresar.

Esa sonrisa me dijo que tendrá toda la eternidad, de ser posible, para molestarme. Ojalá que mi historia, como la de mi tía, hubiese sido una mentira para asustar niños. Pero como no lo es, sufro, y ya no estoy dispuesta a soportarlo más.

Esta vez voy a tomar medidas extremas, pese a mi corta edad, y me libraré por fin de esta maldición que me ha perseguido durante años.

—Dios mío, esta casa se quemó completamente. ¿Qué pudo haber ocasionado...?

Uno de los detectives negó con la cabeza.

—Se determinó que fue intencional —suspiró—. Hubo dos muertes, el resto de la familia no estaba en casa.

—Qué horrible. Ya está empezando de nuevo este tipo de sucesos que no nos dan descanso. ¿Estás preparado?

—No. Nunca lo estoy para afrontar tantas desgracias. Esta ciudad nunca cambiará.

El detective emprendió el camino hasta su auto, la compañera lo siguió.

—¿Qué llevas ahí? —preguntó.

—El último de los peluches que encontré. Estaban fuera de la casa, cubiertos de ceniza pero intactos. Quizá la chica los lanzó por la ventana para rescatarlos del fuego, quien sabe si esta acción le costó la vida.

La mujer también suspiró, sin entender cómo unos muñecos podían ser más importantes que la vida misma, cansada de escuchar acerca de tantas muertes que no parecían tener lógica, fin, ni piedad.

—¿Qué harás con ellos?

El detective se encogió de hombros, abrió la parte trasera del carro y colocó el último peluche en la caja donde estaba el resto.

—No lo sé, quizá donarlos. Después de todo, alguien sacrificó su vida para salvarlos. Que no los consuma el olvido y que hagan felices a algunos niños, como probablemente hizo feliz a esta chica que no quiso dejarlos morir en el fuego.


Fotografía propia

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