El lado oculto del mar
En el viaje estuve muy callada y quise pasar desapercibida. Aunque todos sabían de lo de Arturo, preferí achacar mi silencio a un leve dolor de cabeza que no existía. Cuando llegamos, nos servimos unos tragos y algunos pasapalos que compramos en la vía. Entre chistes y anécdotas, las botellas quedaron vacías y como a mí me dio algo de calor, me zambullí en el mar y nadé frenéticamente hasta separarme bastante de la orilla.
Lejos de todo, me detuve y como si hubiese esperado aquel momento por mucho tiempo, comencé a llorar como una niña. Algo en mí estaba roto y por eso sentí que me hundía. El abismo del mar, aunque oscuro y fatal, me atraía. Así que me comencé a sumergir sintiendo que ya nada dolía. De repente volví a ser niña y nadé entre algunas especies marinas. El azul era tan azul y brillante que parecía de mentira, y las olas como brazos eran tan tiernas y reconfortantes como unas caricias.
De repente, como si hubiese estado abajo toda una vida, emergí del agua sintiéndome menos dolida. Nadé rápidamente buscando compañía y cuando llegué a ellos, mis amigos, me recibieron con una sonrisa. Desde ese día, cada vez que me siento mal o me siento perdida, voy al mar y nado, y encuentro allí siempre algo de valentía. Es como volver al vientre materno y recibir, de aquel líquido vital y salado, un poco de armonía.