Las huellas del roce
Como a las 7 de la noche, todos se reunieron en casa de uno de ellos e improvisaron una fiesta. A pesar del pronto viaje, todos reían esperanzados en los días que vendrían, en las oportunidades que los esperaban. Juvencio, el más joven, había visto a Matildita, una de sus vecinas, mirarlo mucho, con ganas de hablarle, de pegársele al lado, pero él pensaba qué sentido tenía, si ya se iba, si se iba para no volver. Aunque tenía ganas de hablarle, se quedó sentado con los otros riendo y bebiendo.
Fue imposible que en la celebración doña Juanita no diera un discurso ni que don Pancho hablara de su historia de vida. Las mujeres se abrazaron a sus hombres haciéndolos prometer que vendrían por ellas. Los viajeros también prometieron mandar dinero para los muchachitos que quedaban en casa, para la comida, para que se compraran ropita, para que pintaran la casa. La gente brindaba, eufórica, soñando con un porvenir sin tantas necesidades y penurias.
Ya tarde, consciente de que a primera hora el grupo debía viajar, la gente se fue retirando a sus casas. En eso Matildita, llenándose de brío, se le acercó a Juvencio y casi en un susurro le dijo en la oreja: un beso para que vaya y venga, Juvencio, y que Dios lo bendiga. El muchacho sintió cómo la joven le rozaba su mejilla con los labios y su pecho lo pegaba al de ella. Un fuerte estremecimiento sintió Juvencio de arriba abajo. Suspiró sin palabra, sin darse cuenta que con aquel roce se comenzaba a crear en él, el viaje de vuelta.
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