Volver (una ficción sobre la muerte)

in OCD3 years ago (edited)

¡Hola, gente en esta colmena!

Halloween es una víspera cargada de emocionalidad; las almas sensibles recargan su interés por lo sobrenatural y a veces les suceden cosas inexplicables. Hay tanto que florece en la oscuridad.



Imagen libre en Pixabay

Volver

No se podría decir si Amanda Durán estaba viva o no. Lo último que se supo es que había sufrido una apoplejía, luego de lo cual, en algún momento ella y su hermana se habían quedado a vivir solas en aquella casa. Postrada y silente, tenía los ojos enterrados bajo la frente muerta, lejana al recuerdo. A su alrededor, cada memoria vivía un ensueño privado e indiferente recostada en algún mueble de la habitación oscura. Pero pronto todos despertarían y su cuerpo inmóvil empezaría a recordar el corazón palpitante y la sangre fluyendo sin cansarse del periplo eterno y constante.

En este mundo de los vivos, habían transcurrido cincuenta y dos años desde que Víctor, su marido, la había dejado a los cuidados de su hermana; en la primera oportunidad, se marchó a campos más verdes cruzando el mar, ignorando el lazo que aún no se rompía. A su izquierda, la única ventana ahora ciega, solía enmarcar los follajes verdes que bailaban con su modesta alegría sobre el lienzo dorado y azul de la tarde, pero ahora solo había opacidad.

Una mañana hace tantos años todas las ventanas de la casa fueron selladas por orden de Víctor, quien seguía dando órdenes en la distancia y quería preservar todo lo mejor posible para la venta de la casa. “Sí, está bien; todas las del piso de arriba”, Clarita le escuchaba decir a Bertha al teléfono y se preguntaba cómo podían hacerlo, pero sabía que no era su problema, incluso si Bertha era evidentemente incapaz de tener criterio de nada. El señor Víctor tenía poder legal, era quien proveía y disponía de todo; solo él podía administrar el orden de todas las cosas y no podía contradecírsele; Bertha se lo había dejado en claro cuando llegó. Casi una niña, ignorante y supersticiosa, Clarita sabía callar y hacer caso por techo y comida. En esto último ella y Bertha eran idénticas e igual de inteligentes.

Desde entonces siempre era de noche en el piso de arriba. Clarita subía diez o doce escalones y luego decidía que desempolvar los muebles y lavar un baño que jamás se usaba era innecesario en una habitación donde si acaso entraba el aire; la señora no se movía ni hablaba, nunca le respondía más que a su hermana, o al menos así suponía que debía ser. Clarita no veía cómo Bertha la alimentaba o cómo la aseaba, o cambiaba sus sábanas. Todo esto ocurría de alguna forma alguna vez al final de las mismas escaleras que nunca más se atrevió a terminar de subir. Clarita había llegado a la casa hacía apenas cuatro años, pero hacía más de cinco décadas que Amanda había sido confinada. Esto le generaba horror y culpa a la chica, quien poco a poco comenzó a evitar a Bertha; a veces podía pasar un par de días sin topársela y entonces fantaseaba y se perdía en especulaciones de lo que sería una vida normal. La madrugada del 20 de julio, en su cumpleaños número dieciocho, Clarita se marchó llevándose al perro consigo y sin decir palabra; aún no empezaba a aclarar. Afuera la esperaba un taxi; un muchacho se escondía en el asiento trasero. Clarita abordó rápidamente; hubo un beso y una exhalación de alivio. Mientras se alejaba, le pareció ver a una mujer joven observándola desde la ventana del cuarto de la señora Amanda; ella misma había sacado las tablas la noche anterior contando con la indiferencia de Bertha y quien sea que la miraba ahora, o quien ella quizá se imaginaba que la miraba ahora, parecía agradecérselo. Pero Clarita sintió más miedo que curiosidad, así que solo cerró los ojos y desapareció, dejando atrás a Amanda y el accidente de Bertha la noche anterior, que pretendió no escuchar.


Figurative Oil Painting de Patrick Palmer – Creative Commons

Al día siguiente nadie contestó el teléfono en casa de los Durán. Ni al día siguiente, ni al otro. Víctor desistió. Su viaje de retorno estaba pautado para dentro de una semana; pensó que igual no serviría de nada recordárselo a la inútil de Bertha. Llegaría a un hotel y haría la visita el día agendado.

La semana siguiente transcurrió en silencio sepulcral. La brisa empujaba las hojas muertas en remolinos inquietos que rondaban la casa y rascaban las puertas. Por supuesto, nunca faltan, algunos vecinos se lamentaban de cómo la vieja casona de los Durán había perdido su esplendor de antaño. ¿Y en dónde estaba Bertha? Pues nadie nunca quiso saber de la insípida Bertha, ni antes ni ahora, aunque sí era tema de rumores. “¿La habrán internado?” “... ¿Por fin venderían la casa?” Pues difícilmente la habían internado; aún se escuchaban los ruidos de la actividad cotidiana dentro de la casa. Realmente solo los viejos le prestaban atención a estas cosas.

Tal como podía preverse, el 27 de julio a las 8 de la mañana, la puerta de la casa se abrió. La voz alegre de Víctor hizo eco en los rincones más alejados de la residencia: “¡Buen día por la mañana!” Así saludaba al llegar buscando a su prometida en esta misma casa, cuando eran jóvenes y todo, quizá con la sola excepción de Bertha, era diferente y ciertamente más feliz. Detrás de Víctor, entraron dos abogados.

La neblina que separaba a Amanda de su propio cuerpo comenzó a disiparse apenas escuchó aquellos “buenos días” e inmediatamente pronunció su nombre ¡Víctor! El nombre era bien conocido en esta habitación. El cojín que había amortiguado la caída de Amanda, sobre el que había caído su cara y su boca espumeante, la alfombra contra la que habían golpeado sus rodillas cuando su cuerpo colapsó hacía ya tanto tiempo; el espejo que capturó el gesto retorcido, el cuerpo contorsionado, todos conocían el nombre, y ahora se revelaban ante su vista como si justo en ese instante también hubiesen despertado a la vida.

Por primera vez en largo tiempo, la habitación escuchaba otras voces que no fuesen las escasas palabras de Bertha —o de Clarita—. Los sonidos fantasmales subían tímidos las escaleras y se acallaban al llegar a su puerta. Sonaban más lejanas de lo que hubiera esperado. Recordó cuando era niña; se escondía en el ático y se quedaba dormida y el mundo y sus aconteceres parecían una fantasía subterránea; no había prisa por regresar al ruido, a las interferencias, o a las imposiciones de los adultos. Pero muy a su pesar, inevitablemente Amanda regresaba.

Abajo, en la sala, todos esperaban a que Bertha trajera el café para comenzar a discutir los pormenores de la venta de la casa. Nadie notó que había muerto. Y cuando por fin regresó arrastrando los pies con la bandeja vacía en las manos, a nadie le extrañó esto o el hecho de que no dejaba de ver hacia arriba, hacia el final de las escaleras; nadie se percató de la herida en el cuello o de lo gris y pálida que estaba. Víctor quiso evitarse la molestia de tener que dar más explicaciones redundantes sobre Bertha. Así que se sacudió el mal presentimiento que lo había invadido apenas puso un pie en la entrada y subió las escaleras, para revisar el estado del piso de arriba, mientras que los hombres iban palmo a palmo tomando fotos de la casa.

Llamado por su propia voz que resonaba en escenas traídas por viejas memorias, Víctor entró a su antigua habitación; inhaló el aire mustio en un suspiro que nada tenía de amor. Observó los colores de la mañana por la ventana y casi sintió nostalgia. Con precaución, se sentó en la vieja cama y un recuerdo de la Amanda joven y sonreída abordó su pensamiento inerte: palabras sin sonido y un vestido con flores amarillas; trataba de recordar qué año era. Pensó en lo incómodo que se sintió por abandonarla tan pronto pudo sin siquiera esperar a que terminara de morirse. Sin embargo, el dejo de remordimiento pronto fue disipado por el hombre afortunado y aún vigoroso que lo observó desde el espejo, vistiendo jeans y suéter como un universitario. Amanda posó su mano tibia sobre el muslo del hombre distraído y acercándose a su oído, pronunció su nombre de nuevo —Víctor— En un movimiento brusco y temeroso de Dios y del Diablo, el hombre llegó de un brinco a la puerta y al pasado. Quiso salir, pero el pomo de la puerta se le quedó suelto en la mano. La voz lo había estremecido; tal vez muy ronca, ciertamente fantasmal, pero era su voz; y aunque no era posible, allí estaba ella, con los brazos extendidos hacia él, sin haber envejecido ni un día. Víctor se sacudía las orejas, los hombros, las piernas, como si le corrieran arañas por el cuerpo; sacó el pañuelo y se frotó la pierna con vehemencia, justo allí donde Amanda había posado la suya. Con los ojos muy abiertos revisó, incrédulo, la tela de pana de su viejo pantalón; examinó sus manos de muchacho y de la nada, revivió la mañana del 3 de abril de hacía cincuenta y dos años, cuando escuchó la voz de su hermosa y joven esposa por última vez. Revivió la irreverencia de su carácter, su rápida huida a las pocas semanas. Ni siquiera se había despedido. No sintió culpa, aunque si un profundo miedo de las represalias que ahora este espectro seguramente se preparaba para tomar.

Me debes cincuenta y dos años, Víctor. Te fuiste sin avisar y sin dejar rastro. Morí la misma tarde en que me abandonaste, pero debías saber que a Bertha le daría igual. Ella misma está muerta ahora y aún no se ha dado cuenta. Supongo que algunas personas no cambian jamás. Claro que lo sabías bien. “Bertha, la inútil”, “estúpida Bertha”, “Bertha como muerta”. En esas manos me dejaste y luego mandaste a hacer una tumba de esta casa entera. Cincuenta y dos años, Víctor.

Amanda abrió el armario y sacó un vestido de flores amarillas que aún le quedaba como en su mejor día. Se peinó el cabello, se calzó unos tacones y se colgó un bolso en combinación. Bertha le abrió la puerta desde afuera. Antes de dejar la habitación, volteó a dar una última mirada a su esposo y le dijo: “Vuelvo en un rato”, las mismas palabras que él le había dicho la última vez que tuvo el valor de verla.

Las hermanas Durán bajaron las escaleras y al llegar a la sala, Amanda les pidió amablemente a todos que salieran de la casa, pues tenía una cita que atender. “Ya la casa no está la venta.” La confusión fue mucha, pero irrelevante. Amanda salió detrás de los huéspedes indeseados y al cruzar el umbral sintió que el sol la reconfortaba; pensó en dar una vuelta por las calles, a ver qué tanto había cambiado todo. Se despidió de Bertha y le dijo que ya podía descansar. Los abogados aún no se marchaban; estaban en la acera de en frente hablando muy alto, tratando de comunicarse con Víctor por celular, pero solo se oía estática. Los vecinos comenzaron a asomarse.

La jovencita que se había presentado como la esposa de Víctor, la difunta Amanda Durán, parecía haberse esfumado apenas cruzaron la puerta.

Mientras Amanda se alejaba, imperceptible a los ojos de los vecinos curiosos, Víctor logró abrir la ventana y comenzó a pedir auxilio, pero nadie lo escuchaba. Nadie lo veía. Faltaban muchos años para que comprendiera lo que se sentía estar muerto en vida, pero al final lo haría.


Imagen libre en Pxfuel

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