Explorando el Realismo Mágico: Suspiros (Cuento)

in Literatos3 years ago
Hola amigos de la comunidad Hive; hoy me animo a compartirles un cuento que escribí en un momento de exploración escritural con el Realismo Mágico, una corriente literaria tan transgresora de la realidad como comprometida con ella. Particularmente siento una gran fascinación por esos maravillosos autores Latinoaméricanos que van configurando el relato en una fantasía que nos identifica por la realidad viva de su fondo. En mi selección Juan Rulfo, Gabriel García Márquez y Arturo Uslar Pietri son los primeros.

Este texto esta contextualizado en la época del éxodo rural venezolano, momento en el que el trabajo del sector agrícola se vio a la sombra del desarrollo industrial petrolero, y en el que hombres, mujeres y familias enteras debieron desplazarse a centros urbano para tener acceso al trabajo llevando consigo la nostalgia del campo, la tristeza de la distancia familiar y el maltrato del trabajo asalariado. No quiero contarles más… es un placer ser leída por ustedes.


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Fotografía de César Jaramillo (yo soy la modelo)



Suspiros

Para J. M. F.

Desde que Celeste Antonia Díaz vendía café reposado, con el tuche en el fondo, que los compradores debían tomar frente a la casa para devolver el pocillo de peltre, eran famosos los olores de aquel lugar; allí Lucía crecía, adornada por las flores que nacían en el patio cada vez que su madre abría el horno viejo de la casa para sacar los dulces a los que, con fe ciega, confería el poder de sustentar su casa y el de aliviar los corazones tristes.

Sólo los sábados a la llegada de Alberto, siempre delgadito y mal pagado, la casa empezaba a tener un olor ferroso, como si le hubiese caído al agua del café, un pedazo de hierro oxidado que hubiesen hervido por años. Alberto tenía azules los jeans y las ojeras, y la camisa gris de obrero que le iba muy bien con la prematurez de las canas, y con la expresión de perro flaco que ya nunca pudo quitarse y que sin embargo, dejaba espacio para verle la ternura cuando olvidaba, a ratos, su odio terrible por aquel negro pozo; o cuando al no llegar la leche pensaba con nostalgia campesina en un corral; o cuando miraba a su niña regar las matas con vapor de melao, que ella misma recogía en unas botellitas de vidrio que ya nadie usaba, y que él seleccionaba para ella con un cuidado extremo, como el de quien por la noche le pone ungüento a las heridas que el sol por la tarde le puso.

El día que Alberto murió no era sábado, por eso Celeste Antonia Díaz no supo nada, pero el sábado tampoco supo, y el olor a óxido que a nadie le gustaba demasiado, le faltaba como un aliño al día recién amanecido. Celeste Antonia Díaz quedó amarrada al sábado para siempre, era morena y apretada, y cada día de su vida fue desde entonces el día que Alberto regresaría, con las botellitas en un hombro a veces, otras solo, descalzo, gastado por el tiempo pero allí, frente a sus manos dulces y bravas que seguían mezclando leche y anís con papelón o azúcar.

―¡De algo debemos vivir! ―dijo aletargada hacia la nada, con la serenidad de quien mira el mundo sin estarlo mirando― ¡De algo! Y fueron los dulces con los que soñaba la pequeña Lucía al salir de la escuela el pobre remedio de sus preocupaciones.

Al principio sólo unos pocos de lechosa para probar, de a poco otros más con guayaba o parchita, luego otros, y otros más y así. Los vendieron por muchos años y en diferentes presentaciones: de acuerdo a la temporada; de acuerdo a las festividades; o de acuerdo a los niños, que en la cosecha de mamón querían jalea de mango y en la de mango conservas de coco. Otros los hacían todo el año: el dulce de leche, por ejemplo, y los suspiros, que eran además los favoritos de la pequeña.

¡Suspiros! Unos conitos blancos, más blancos que sus zapatos y que los zapatos de todos los muchachos de la cuadra, que podía comer todo el día, y que sin importar cuántos hubiese comido antes, siempre que caían en su estómago ella sentía que le nacían dentro diminutos árboles que le hacían cosquillas en el corazón. Su madre lo sabía y los ponía como trampas de amor en la tristeza de alguna tarde, como regándole con alegre llovizna los caminos que tenía adentro.

En esa costumbre Celeste Antonia Díaz no supo cuándo su Lucía se le volvió muchacha, pero la encontró linda, avispada y frenética cuando la halló peleando con el dueño de la tienda más cercana a la casa de viejos adobes que era su casa: un hombre extranjero, que parecía tener en los ojos un baúl por el que se asomaba un desprecio muy antiguo, y una mujercita indignada, que ni en su furia ni en su vestido podía ocultar su buena salud y su ternura, “un poco como el padre”, pensó, y tuvo la impresión ese día de que eran nuevos los pechos y las piernas de la hija.

―¡Cómo estás de linda, muchacha! ―le dijo con los párpados florecidos―. ―No sería por ese señor ―respondió sonriendo Lucía, sin detener el andar y con el tronco inclinado por el peso de la bolsa plástica cargada de olores para hacer los dulces y regar, como siempre, las matas―.

Había en el aire de esos días un frío penetrante, y un martirio en los huesos de Celeste Antonia Díaz, que callaba como un torturado al que le hubiesen cortado la lengua. Fueron tres meses de dolor insoslayable, y ya empezaban a cantarles los ojos los tristes boleros que no cantaba su boca; fue también ese el tiempo en el que Lucía sintió que la quiso más, con la certeza, sin embargo, de que su amor no era nuevo, era antiguo como la esperanza en el mundo, y bueno, como la esperanza en los hombres.

Pero el diagnóstico no era favorable, la madre empeoró rápidamente, hablaba poco, menos aún se movía, siempre que pensaba en Alberto balbuceaba para sí misma: ―Tú sabes, Celeste, que esas cosas del petróleo a veces son muy peligrosas... Lo agarrarían saliendo y no lo dejaron venir más... A lo mejor llega el sábado y yo así... Recreó para ambas como pudo tantas veces su final, que Lucía no sabía si a su madre en esos días le dolía más la ausencia de Alberto o el esqueleto ingrato que no sujetaba su carne ansiosa.

Se consolaba comiendo en secreto suspiros de otras gentes, pero poco a poco empezó a sentir que se caían las hojas de sus árboles internos, al mismo ritmo que se iban cayendo de a poco los pedazos de su madre; y cuando las manos de Celeste Antonia Díaz terminaron de soltar el dulzor que a rastras sostenían, ya no hubo tiempo. Se halló Lucía en una sequía inminente. No hubo flores para adornarla. Y ni siquiera las cuencas de su sangre le alcanzaron para mantener vivo el follaje de su risa.

Días y días en adelante le cayeron en la cara como pesadas piedras, olvidó los dulces y sus mañas, y la amargaba de la casa vieja la nueva soledad que la habitaba. La piel sedienta se le volvió tierra infértil, y en sus pechos parecía que morían dos pájaros. Así transcurrieron larguísimas jornadas entre soles y sed profunda; años tal vez hayan pasado antes de que los vecinos comentaran ―con la intensión fantástica de un mito― que la vieron caminar frente a la plaza, acompañada por un sol ardiente y cruel que ignoraba a todos mientras la seguía, centímetro a centímetro, como tratándose de una galaxia uniplanetaria, con una aridez en los labios que no podía ser más que la improbabilidad de la vida.

― Está triste ―trataba alguno, a veces, de convencer a los otros―.

― ¡O muerta! ―era la respuesta más habitual―.

― Pero ¿qué estilo tiene ese fantasma, que sale a medio día y con un solaso encima?

Solamente ante un descubrimiento piadoso, comenzaron algunos a creer que podía ser cierto que el tal fantasma, era realmente el humano y desgastado cuerpo de la muchachita que comía suspiros en la acera hacía algún tiempo. Fue una hora antes del meridiano, con su natural sol a cuestas Lucía sintió de repente cómo pequeñas gotas cayeron sobre sus troncos secos, y se evaporaron asustadas y veloces antes de recorrer el cuerpo de los deshojados cadáveres. No supo qué hacer cuando el tacto de su piel reseca le avisó de otras pieles cercándola.

Miró con acelerada respiración: la mano que apenas rozaba su brazo era áspera pero afable; entonces las primeras gotas volvieron a precipitarse, pero esta vez rodaron calmosas por todos los caminos de la muchacha. No estaba loca, no lo estuvo nunca, ni en los minutos más violentos de la ausencia. En cambio estaba rodeada de una rabia viva, que de acero que le hizo una casa en las sienes.

Cuando Lucía reunió fuerzas para quitar de sus ojos la mano y poner en su lugar el rostro de aquella criatura, encontró que su risa era un poco escueta, pero le hacían juego un par de ojos negros espesos, que la devolvieron a las botellitas de Alberto, los dulces de guayaba, las botas de obrero, los amores de Celeste Antonia. La imagen terminó de matarla en un segundo, para resucitarla de inmediato en una inhalación violenta que fuese a morir, como un suspiro, en su rostro.

Por la tarde Lucía regó con agua de la llave las matas que en su casa ya hace mucho estaban secas, y mientras el agua corría de la taza a la tierra, en su cabeza corrían los colores de la gente, los olores de la casa; y quiso ver de nuevo aquellos ojos negros, y otros ojos nuevos que le explicaran qué día y qué noche, y desde hace cuánto. ¡Sollozó y suspiró tantas veces sin poder llorar!, pero sintió que lloraba hacia adentro; entonces llovió para sí misma desesperadamente hasta hallarse de nuevo florecida, hasta que se inundaron sus entrañas y a solas, en una casa de viejos adobes que era su casa, el agua comenzó a desbordarse por sus ojos.


@amarirosil
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La imagen concuerda exacto con Lucia, su historia es desgarradora, pero buena!!

Saludos

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Me alegra que el relato haya movido tus emociones, aunque sea triste, jajaja...
Saluditos

¡Qué belleza de trabajo este, qué imágenes tan hermosas y qué narración tan mágica! Estoy encantando.

¡Mis felicitaciones de todo corazón!

Muchísimas gracias por sus palabras que me emocionan y me animan a deguir compartiendo mi producción literaria aquí en #Hive

¡Todo un placer para mí!


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