Desde las Alturas (Relato Corto)

in Literatos3 years ago (edited)

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Fuente: fineartamerica.com

Cómo me gustaba mirar todo desde el alto campanario. Había muchas ventajas al vivir en una catedral así pero sin duda ésta era mi favorita. Sé por el padre Jorge que en majestuosidad no hay otra que pueda compararse, ya que no para de repetirlo en todos los sermones que he escuchado desde que llegué. Todas las mañanas me deslumbraba con la vista desde aquí, la luz viajaba por los tejados al amanecer en un viaje ceremonioso, bañando con el sol cada teja a la vista. La ciudad despertaba bajo mis ojos, llenado de actividad el silencio que reinaba durante la noche. Podía ver como todos iban de un lado al otro, ocupándose de sus asuntos sin ni siquiera percatarse. Era fascinante verlo todo desde aquí arriba, casi como vivir muchas vidas a la vez.

Quería absorber todo lo que podía. Las emociones, los colores, los sonidos, todo me intrigaba. Aún antes de abrir los ojos podía saber que hora del día era solo por el bullicio de afuera. Esperaba con ansia los sábados por la mañana, siempre intensos por ser día del mercado. Los vendedores ofreciendo sus productos a mujeres que regateaban en busca de un mejor precio, caballos inquietos en espera de sus jinetes, niños traviesos correteando por la plaza mientras sus madres realizaban la compra. Todo estaba tan lleno de vida, como si toda la energía de la ciudad se concentrara en ese momento. Era tan fascinante que no podía apartar la vista.

En cambio los domingos los odiaba. El ruido de las campanas me daban jaqueca y los sermones aburrían. Sin mencionar que la ciudad moría ante la vista de quien mirara después del mediodía, dado que todos regresaban a casa al terminar la misa y las calles quedaban desiertas. El silencio reinaba donde apenas hace un día todo era alboroto y algarabía. El contraste era increíble, como si una ola invisible se llevara a todas las almas de repente, dejando a su paso un rastro de tristeza. A esas horas siempre me sentía abatido y terriblemente solo.

Al principio me asomaba por la cornisa para combatir el aburrimiento, pero luego de un tiempo me familiaricé con los vecinos y los transeúntes. Les ponía apodos a medida que los reconocía y casi sin darme cuenta ya sabía sus horarios y sus actividades. Todo aumentaba mi curiosidad y con ella, llegó un anhelo de estar allí, con ellos, experimentando las mismas cosas, los mismos dilemas. Así me prometí a mi mismo salir de esa iglesia e ir al mundo algún día.

A menudo me encontraba fantaseando con ser uno de ellos, soñando despierto con ser alguien completamente distinto. Un comerciante de tierras lejanas, un obrero o un caballero importante, pero de todas las personalidades que adoptaba mi favorita era la del vendedor de pescado. Escuchaba todas esas historias de marinos gallardos enfrentándose a la voluntad del óceano y no podía evitar maravillarme. Todo del mar me atraía al punto de que hasta la idea de estar detrás del mostrador del mercado me atraía.

A pesar de estar decidido a marcharme algo me lo impedía. Una sensación extraña a mi me invadía cada vez que lo pensaba. Sabía que no era por despedirme de los padres y hermanos del monasterio, porque a pesar de quererlos con mi alma sabía que podía vivir sin ellos. Me dí cuenta que no sabia nada del mundo exterior, así que tenia que educarme, formar mi mente para no fracasar allá afuera donde algunos parecían comerse entre ellos ante el menor descuido. Eso es lo que tenia que hacer antes de marcharme. Cualquiera que fuese mi destino debía estar preparado para lo que la vida me esperaba.

Ya ni recordaba cuanto tiempo tenia haciendo esto. De tantas veces que había presenciado esas mismas escenas que sabia ya cual era la mejor forma de cortar el pescado para exhibirlo, cuales eran las mejores épocas para comprar cada verdura y que puestos había que evitar para no ser estafado. Siempre consideré que la mejor forma de prepararme para lo que me esperaba afuera era observarlo todo desde la distancia, para luego no ser ingenuo cuando explorara por mi cuenta.

No podía hacer otra cosa, mi método ya había mostrado resultados. Cuando llegué a la catedral fue como si viviese por primera vez. Todo me abrumaba y no saber que esperar de esta nueva vida me afligía. El sol me quemaba todos los días, el ruido de la ciudad me irritaba y las aves me molestaban enormemente. Pero con el tiempo me acostumbre a mi nuevo ambiente. No sabia cuanto había transcurrido pero me encontré anhelando el calor de las mañanas cuando la lluvia llegaba, conocía cada vendedor solo por el sonido de su carreta al llegar a la plaza y me había hecho amigo de las palomas mientras me hacían compañía.

Poco a poco fui aprendiendo todo sobre mi vida aquí. El horario designado a los rezos y a las tareas, a que hora convenía llegar al comedor para que te tocara una porción mayor a la correspondida, exceptuando los jueves cuando el hermano Juan preparaba su no tan delicioso Borsch de remolacha, cuando venía a confesarse la viuda Luisa cada martes y porque se tardaba exactamente cuarenta y cinco minutos en la sacristía. Lo sabía todo de aquí de tanto tiempo que había pasado en estos muros y por eso me sentía tan cómodo, aun así deseaba marcharme. Era más una necesidad que un capricho pasajero. No obstante, consideraba primordial formarme para superar los peligros que me esperaban en esta nueva empresa.

Mi vida se estaba tornando bastante monótona a pesar de aprender algo nuevo cada día, lo que consideraba invaluable para mi formación. Ya había aprendido los patrones de la ciudad desde aquí arriba. De lunes a viernes casi todo transcurría igual. Llegando al alba unos trabajadores se encargaban de apagar las pocas farolas que seguían encendidas, los comercios abrían sus puertas ofreciendo sus servicios a quien pudiese pagarlos, los obreros iban de aquí para allá con afán mientras que los más acomodados paseaban por los exhibidores con sus compras en las manos. Podía distinguir con solo mirar a una persona en que sector de la ciudad vivía, a que se dedicaba e incluso cuanto ganaba. Y como había observado, todas esas cosas eran útiles a la hora de desenvolverse en el mundo. Se podían cometer errores al juzgar a las personas pero con lo que he estudiado creo que seré capaz de salir airoso.

No solo me dedicaba a observar, también hacia anotaciones precisas de todo lo que veía para luego, al caer la noche, reflexionar sobre lo asimilado. Me intrigaba constantemente sobre los motivos del comportamiento una determinada persona, y en los días siguientes me entregaba a la tarea de hallar respuesta a mis inquietudes. Casi siempre las encontraba aunque no estuviesen a la vista. E incluso más frecuente de lo que me gustaría, la respuesta implicaba aun más preguntas. Por lo que podía dedicar meses en el estudio de una sola persona. Pero no me importaba claro esta, todo era en favor de mi objetivo y cualquier paso ayudaba a profundizar mi educación.

Como estudioso del comportamiento humano había dedicado todo mi tiempo a estudiar la vida alrededor de la catedral ya que dominaba bastante bien lo que pasaba dentro de ella. Pero una tarde de esas en las que miraba hacia abajo sin mucho con que entretenerme me percaté de algo. A pesar de ver todos los días a la ciudad desde lo alto, casi siempre todo transcurría igual. Los personajes a veces eran otros, los vendedores cambiaban con el paso del tiempo, los niños y niñas que divertían mis días jugando en la plaza pasaban a ser con un poco de suerte hombre de bien y señoritas hermosas con vestidos de colores.

También comprendí que las aves que me visitaban todos los días nunca habían comido de mi mano, que nunca había comprado verduras o pescado fresco en el mercado de los sábados, así como sabía que los hermanos trataban de llegar de últimos los jueves al comedor para comer la menor cantidad posible de la comida de juan pero no recordaba que era lo desagradable del gracioso caldo. Sabía como sonaba cada una de esas enormes campanas, y como retumbaban en su pecho pero nunca las había hecho sonar yo mismo a pesar de que todos los hermanos se turnaban para hacerlo. Todas las tardes a las cuatro, mientras todos en la catedral estaban ocupados con sus tareas, siempre compartía un momento con el seminarista Mario mientras se fumaba a escondidas un cigarrillo. Pero si lo pensaba, siempre que se sentaban uno al lado el otro no hablaban. De hecho no recordaba cuando fue la última vez que intercambiaron unas palabras.

De pronto sentí una gota en mi hombro. Me encantaba la lluvia pero esta vez, decidido actuar de una vez por todas quise apartarme, como si de alguna forma este pequeño gesto significara mucho más de lo que era a simple vista, que había llegado el momento de poner en práctica todo lo que he aprendido. Pero al tratar de moverme nada sucedió, mis pies se negaban a moverse. No entendía lo que pasaba. Entre mi pánico traté de calmarme respirando profundo pero mi pecho no se llenaba. ¿Cuándo había sido la ultima vez que sentía el aire en mis pulmones? Lo sentía siempre sobre mi piel, rozando ante la menor brisa pero nunca dentro de mí.

Volví a pensar en las aves sin saber porqué, como uno de esos pensamientos que ronda en la cabeza cuando hay detalles que no percibes a simple vista. Llevaba mucho tiempo observando a las palomas para saber que no le gustaban las personas. En cambio conmigo siempre se habían llevado bien. Sabía que cuando alguien caminaba alrededor de ellas huían pero conmigo siempre estaban muy cómodas. No dejaba de pensar en eso hasta que comprendí que siempre consideré que mis observaciones eran iniciativa propia, mi manera de matar el tiempo, pero quizá era un castigo impuesto y no mi libre albedrío. Ni siquiera recordaba como era mi vida antes de llegar a la catedral o si alguna vez no lo estuve.

Tratando de encontrar respuestas miré a mi alrededor. Siempre las encontraba a través de sus ojos y ahora las necesitaba más que nunca. Dejé de mirar hacia abajo para observar a mi altura y me reconocí a mi mismo en la otra esquina de la catedral. No sabía si era un sueño o un espejismo pero allí estaba yo, con la espada a la cintura como siempre la llevaba. No entendía lo que pasaba, ¿cómo era posible esto? Comencé a fijarme en los detalles de mi otro yo, que no parecía llevar ropas comunes, ligeras y cómodas que se amoldaban a los movimientos. Estas eran diferentes, más rígidas. De hecho no se movían con el viento ni se mojaban con la lluvia que caía sobre nosotros en estos momentos.

Me tomó un segundo pero al final comprendí lo que pasaba. No iba nunca a bajar de mis dominios a explorar el mundo. Nunca compraría el pescado, ni las verduras. Nunca iba a saludar a una dama con una reverencia ni estrecharía la mano de los caballeros cuyas costumbres tanto había estudiado. No zarparía al mar con el único de fin de dominarme a mi mismo. Estaría allí para siempre, observando todo sin poder intervenir porque ese era mi único propósito ante esta existencia fría y dura, como la piedra de la que me habían moldeado sin mi consentimiento, para adornar las vistas de esta catedral.

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Maravilloso relato @azucenastyle ; felicitaciones, excelentes descripciones y ambientaciones de la ciudad y su gente desde una alta torre de la catedral; más de una vez me he quedado observando las estatuas, la expresión que los escultores le han dado al mármol, a la piedra, al bronce y es asombroso cómo en algunos casos se percibe un destello de vida, de otra vida. La estatua, la figura esculpida en piedra que te observa o está pensando. Muy original, cómo logras intrigar al lector para que continúe leyendo al introducir elementos que hace pensar discretamente de que se trata de un ser humano con ciertas deformidades como Quasimodo, el jorobado de Notre Dame que se ve obligado a vivir su cautiverio en el templo. Me ha sido muy grato leer este relato magistralmente escrito con buen gusto que lo hace realmente interesante y grato.

Muchas gracias por tus comentarios

¡Excelente narrativa, me encantó!

Gracias!! Lo aprecio mucho.

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