El cuaderno de Paola │Capítulo IV

in Literatos3 years ago

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En la segunda reunión del club hablamos sobre los cuentos que la maestra nos había mandado a leer. Todos estaban a gusto con la reciente lectura, incluso Wilson, a quien dediqué una mirada interrogante cuando dijo que se había entretenido mucho.

—Me alegra saber que todos han leído los cuentos, niños —dijo la maestra, caminando entre las mesas de la biblioteca—. Hoy leeremos un poco también, para que vayan dominando el leer en voz alta ante un público. Aparte de eso, les tengo una propuesta.

—¿Una propuesta? —preguntó Carlos.

—Sí; pero antes me gustaría saber, ¿cuántos de ustedes escriben?, ¿alguno ha escrito un cuento alguna vez?, ¿tienen un diario o algo parecido?

Estuve a punto de confesar que escribía en mis cuadernos de la escuela; aunque, ¿quién podía creerme si después de un tiempo arrancaba las hojas y quemaba todo lo que escribía? Y si hablaba con franqueza y luego me preguntaban por qué lo hacía, ¿qué podía responderles?

Por un instante creí que nadie levantaría la mano, pero Jesús nos sorprendió a todos.

—¿Escribes cuentos? —le preguntó Wilson de súbito.

—No —respondió Jesús.

—Cómo crees tú que va a estar escribiendo cuentos si apenas ayer leía la biblia —dijo Carlos riendo.

—La biblia está llena de historias, Carlos —dijo la maestra secamente. Luego le preguntó a Jesús—: ¿Qué escribes, corazón?

—Mis pensamientos, maestra.

La maestra sonrió.

—Me parece estupendo. ¿Alguien más escribe? No importa si son pensamientos o versos cortos. —Su mirada se posó en cada uno de nosotros, hasta encallar en la de Wilson, quien bajo el rostro de inmediato, como si lo hubieran pillado haciendo algo vergonzoso—. Bueno, parece que nadie más lo hace. —Sonó decepcionada, como si esperara más de nosotros—. Aun así —dijo—, quiero proponerles algo. Escuchen con atención, niños. Como todo club de lectura, nuestras actividades no deberían ir más allá de leer y comentar lo leído; pero no quiero aburrirlos. Si dejamos que esto se convierta en algo rutinario y predecible, al cabo de unas semanas ninguno de ustedes querrá volver. Entonces, ¿qué les parece si escribimos un poco? —Su cuerpo se movía con gracia alrededor de la mesa en cual estábamos sentados—. Aunque puedan pensar lo contrario cada uno de ustedes posee una gran imaginación y una riqueza interior cuyo contenido sería muy útil para actividades creativas como la escritura.

—En mi interior solo tengo órganos, maestra —dijo Carlos, riendo de nuevo.

—¡A eso me refiero! —exclamó ella, chasqueando los dedos y señalando al futuro comediante—. En este caso, Carlos me ha interrumpido, pero intentaba ser ingenioso. Y aunque su sentido del humor es un tanto… es un tanto peculiar, a veces ese ingenio nos hace reír a todos.

—Si escribe como habla, matará de aburrimiento a quien lo lea —dijo Jesús con aspereza.

—Te apuesto a que escribiría mejor que tú —replicó Carlos.

—Ya está bueno, niños. Esto no es una competencia ni muchos menos un cuadrilátero para que se estén peleando. Tienen que aprender a llevarse bien.

—Yo solo intentaba ser ingenioso, maestra —dijo Jesús, sonriendo perversamente.

La maestra se le quedó mirando, como el personaje de una caricatura que es derrotado con sus propios trucos, y cuando ella iba a abrir la boca para decir algo, pregunté:

—¿Sobre qué escribiríamos, maestra?

—Sobre lo que gusten —respondió, restando importancia a lo que había dicho Jesús—. Pero tiene que ser una historia, niños. La idea es que no se cohíban y dejen volar su imaginación.

Todos nos mostramos de acuerdo y ella se ofreció para ayudarnos con lo que estuviera a su alcance. Después leímos un rato, comentamos lo leído, reímos con algunas ocurrencias de Carlos, sufrimos silencios incómodos debido a más comentarios ácidos de Jesús, animamos a Wilson para que leyera poesía, aplaudimos tras el espectáculo y hablamos un poco sobre el arte poético. Al finalizar la reunión nos despedimos de la maestra, que parecía feliz de estar con nosotros.

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Eran alrededor de las tres y media cuando salimos de la biblioteca. El sol comenzaba a retirarse entre un montón de nubes grises que lo cortejaban, mientras el cielo permanecía claro en varios puntos lejanos, salpicado de nubes amarillentas y blancas, como si dijera al mundo y a sus habitantes que luz y oscuridad son dos caras de la misma moneda. Caminábamos en silencio, en dirección hacia nuestras casas. Wilson iba encorvado y cabizbajo, con el bolso pegado a la espalda, dando largas zancadas que lo hacían caminar lento para no dejarnos atrás. Carlos parecía molesto; desde que la reunión había empezado no dejó de cruzar indirectas con Jesús, quien ahora se mostraba indiferente. Yo en cambio no podía dejar de cuestionarme cosas sobre la vida de Jesús, a pesar de su actitud.

—Jesús… —dije.

—¿Qué? —replicó.

—¿De verdad escribes a modo de diario?

—No, no escribo a modo de diario y tampoco llevo un diario, solo escribo mis pensamientos y ya —respondió groseramente.

—¿Y eso? ¿Por qué lo haces? —quiso saber Wilson, sin dar tiempo a que yo replicara.

—Mi mamá me pidió que lo hiciera desde el año pasado.

Ante esta confesión, Carlos se echó a reír burlonamente.

—Ella lee lo que escribes, ¿verdad? —dijo.

—¡Cállate! —gritó Jesús, mirándolo con desprecio.

Los tres dejamos de caminar, sorprendidos. Jesús también se detuvo, a poca distancia de nosotros. Luego Carlos espabiló y le hizo frente.

—¡¿Qué te pasa, chamo?!

—¿Qué pasa de qué? Habla claro —replicó Jesús sin titubear, con la mirada fija en Carlos.

—¡Habla claro tú! —exclamó Carlos—. Siempre que hablo estás llevándome la contraria o buscando meterte conmigo.

Wilson y yo nos miramos, esperando lo peor.

—¿Y qué quieres que haga pues? ¿Qué vaya y me ría de cada cosa que dices? Yo no busco meterme contigo, es solo que no tú soportas que los demás no anden detrás de ti diciéndote lo gracioso que eres, o alabando todo lo que sale por tu boca —dijo Jesús áspera y serenamente, sin desviar la mirada ni un segundo.

—¿Por qué tienen que estar peleando? —pregunté, bastante molesta.

—Paola tiene razón —intervino Wilson—. Es estúpido pelearse.

—Yo no estoy peleando con nadie —replicó Jesús—. Solo digo la verdad.

—¡¿Cuál es tu problema?! —grité.

—No te preocupes, Paola —dijo Carlos—. No necesito que nadie me defienda. Y tampoco pelearé con Jesús por lo que él piense de mí —añadió—. Así que puedes creer lo que te dé la gana, chamo. No me importa.

—A mí tampoco —dijo Jesús, con la misma indiferencia y serenidad de antes. Luego siguió caminando, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, sin voltear atrás en ningún momento.

Los tres nos quedamos perplejos, observando cómo se alejaba, hasta que se desvió del camino principal en la siguiente cuadra.

—¿Qué le pasa a Jesús? —preguntó Wilson, sin dirigirse a nadie en especial.

—Tiene miedo —comentó Carlos—. Actúa como mi papá dice que actúan los que son víctimas del miedo.

—¿Y cómo es eso? —pregunté.

—Finge ser fuerte para no mostrarse débil —respondió Carlos.

—¿Tú dices? A mí me pareció lo contrario —observó Wilson.

—Sea como sea es un tonto —dije—. No entiendo cuál es su problema.

Nos pusimos en marcha de nuevo, sin hacer más comentarios al respecto, entregados a nuestros pensamientos. Por mi parte, no dejaba de preguntarme por qué Jesús era tan intratable, como si la cercanía de otros le produjera úlceras.

Cuando llegamos a la esquina donde nos separábamos, Wilson le preguntó a Carlos:

—Chamo, ¿a qué se dedica tu papá?

—Es policía —respondió Carlos.

—Ya... —dijo Wilson. Luego se llevó la mano a la quijada como si pensara profundamente o intentara recordar algo—. ¡Casi se me olvida prestarte el libro, Paola! —Sacó de su bolso un libro negro, del tamaño de una libreta, y me lo dio.

—Obra poética de Vicente Gerbasi —leí en voz alta.

—¿Poesía? Pensé que era otra cosa —dijo Carlos.

—Sí, poesía —replicó Wilson ruborizado—. Ojalá te guste, Paola.

—Gracias, Wilson. Lo leeré con calma este fin de semana y el lunes te cuento que tal me pareció.

El pequeño gigante sonrió. Luego nos despedimos.

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Al llegar a casa no pude dejar de pensar en Jesús y en lo que estaría haciendo. Preparé un poco de arroz para mi tardío almuerzo, freí varias tajadas, calenté la carne molida que Mamá había cocinado la noche anterior y unas caraotas que tenían días conservadas en la nevera. Rayé queso encima del plato recién servido y me senté a comer en la mesa de la sala con la televisión encendida.

Era la hora de los programas interactivos dirigidos al público adolescente. Mientras comía, observé cómo dos muchachos de quince años buscaban una moneda en un estanque lleno de pelotas de plástico, hacían la carrera del huevo y la cuchara, disparaban agua a un objetivo lejano que debían derribar, respondían preguntas sobre cultura general, desafinaban al cantar canciones populares en la sección de karaoke y comían perros calientes en exceso para ganar el premio mayor, que en esta ocasión era una consola de videojuegos y un ordenador, ambos de última generación. No obstante, a mitad del programa apagué el televisor porque no aguantaba a sus locutores: hablaban de forma ridícula, como si el espectador fuera un descerebrado.

Luego eché un vistazo al libro que me prestó Wilson. Busqué en el índice los títulos de los poemarios reunidos y me llamó la atención el de Poemas de la noche y de la tierra. Leí a consciencia Tristeza nocturna, Delirio nocturno y Tormenta humana de ese poemario. En esto llego Mamá y me encontró en la sala con el libro abierto y el diccionario enciclopédico a un lado. Me preguntó cómo me había ido y le comenté sobre los eventos del día, sin dejar de pensar en Jesús, a quien vi engullido por la tormenta de cual hablaba el autor en el poema antes mencionado: «Oscuro, extraviado, sobre las arenas del mundo».

Después de cenar, me senté frente al papel, a solas en mi cuarto, y empecé a escribir mi cuento. No tardé mucho en sentir que no podía hacer lo propuesto: borraba y cambiaba la primera frase a cada rato. Era como si la maestra me hubiese dado un bonito vestido de seda y yo no supiera usarlo sin que la tela se ensuciara, debido a lo grande y holgado que me quedaba; pero no estaba dispuesta a rendirme: si no escribía al menos un párrafo, no dormiría.

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Al cabo de un rato salí a tomar agua y me sorprendió ver, en el reloj digital del microondas, que eran las once y media. Tenía más de una hora «escribiendo». Mamá estaba sentada en una de las sillas de la sala, con sus lentes de lectura puestos y un documento en la mano. En la mesa había una enciclopedia jurídica, tres carpetas amarillas, una taza de café humeante. La puerta que daba hacia el porche estaba cerrada.

—¿Cómo va tu cuento, mi amor? —me preguntó Mamá cuándo le pasé por un lado.

—Bien —mentí. Abrí la nevera y llené un vaso con agua—. ¿En qué caso trabajas, mami?

—¿De verdad quieres saber?

—Sí —volví a mentir. Rara vez le preguntaba sobre sus casos; el año anterior lo había hecho y no pude dormir bien durante días tras escuchar con detalle de qué era acusado su cliente: violación y homicidio múltiple.

Ella se quitó los lentes, depósito el documento en la mesa, bebió café, e intentó esbozar una sonrisa. Parecía exhausta.

—No entraré en detalles para no asustarte —dijo—, pero es sobre una mujer que mató a sus dos hijos con una escopeta y luego se suicidó. Los vecinos dicen que lo hizo porque no tenía nada para comer, y porque el marido la había dejado a la deriva. Ahora la familia de ella alega que el marido la maltrató y drogó en más de una ocasión y que esto terminó por trastornarla. Quieren meterlo preso, pero hasta que no se confirme que él abusaba de ella no pueden hacer nada.

—¿Y tú estás buscando pruebas para encarcelarlo?

—No. Yo lo estoy defendiendo a él, cariño.

—¿Y tú qué opinas, mami? ¿Crees que es inocente? —pregunté al recordar una conversación que había tenido con ella hace tiempo, en cual me confesó que a veces odiaba su trabajo porque sentía que defendía criminales, aunque si no lo hacía, no habría comida en la mesa.

—Lo creo —dijo—, hasta que se demuestre lo contrario. Ahora ve a dormir, mi amor, que ya van a ser las doce de la noche.

—Y tú, ¿no vas a dormir todavía?

Mamá lanzó un suspiro.

—Aún tengo mucho por hacer.

—Bueno, está bien. Qué descanses, mami. Bendición. —Le di un beso en la mejilla y la abracé.

Cuando iba a apagar la luz del cuarto para acostarme, se me ocurrió algo y corrí a escribirlo. Era un párrafo pequeño, pero lo suficientemente largo para contrarrestar el mal sabor de boca que me habían dejado la historia contada por Mamá y mis infructuosos intentos de escribir. El Dios de aguas tranquilas había nacido.

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¡Gracias por leer!

Las ilustraciones utilizadas son de mi autoría. Si quieres saber cómo fueron creadas, te invito a leer Sobre El cuaderno de Paola. Allí encontrarás todo lo referente a ellas, además de un apartado que se llama Anexo de bocetos, el cual se actualiza minutos antes de la publicación de cada capítulo con los dibujos de prueba que las precedieron.

Capítulos anteriores: I, II, III.

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.


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