El cuaderno de Paola │Capítulo VI

in Literatos3 years ago

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El martes en la madrugada el cielo se desplomó y llovió a cántaros hasta el amanecer. El aguacero fue tan fuerte y prolongado que no pude ir a la escuela. El patio de la casa era intransitable; se había formado una laguna a pocos metros de la puerta de entrada, que impedía el acceso o salida del lugar. En las calles el panorama era peor; se inundaban tanto cuando llovía que el agua recorría libre cada esquina, subiendo a las aceras en determinados cruces y callejones, impulsada por la fuerza de gravedad, enturbiada y sucia, como si limpiara los pecados de quienes circulan por ellas.

Era una mañana fría y tranquila. Luego de desayunar junto a Mamá, quien tampoco salió de casa, nos metimos en su cama para seguir durmiendo; sin embargo, no paramos de hablar y reír durante el rato que estuvimos allí.

—¿Estás segura de eso? —me preguntó Mamá cuando le comenté que quería ser adulta pronto.

La lluvia repicaba en el techo, dejando escapar una música apacible y hermosa.

—Sí —dije—, me gustaría ser mayor de edad para poder hacer lo que quiera.

—Ay, cariño. No es tan sencillo como parece.

—¿No? Y entonces, ¿cómo es?

—Es… complicado. A medida que vas creciendo, adquieres más responsabilidades y, cuando por fin debes hacerte cargo de ti misma, puede que estas responsabilidades sean las que te mantengan ocupada.

—¿Y eso es malo?

—No se trata de que sea bueno o malo, mi amor; pero si no lo manejas bien, te sentirás agotada a diario. La vida pasará mientras tú solo deseas descansar, darte un respiro.

—¿Y por qué no tomarse un descanso y ya? ¿Por qué complicarse tanto?

Mamá suspiró.

—No siempre es posible, Paola. Por eso hay que disfrutar la niñez y no desear la adultez con tanto apremio. Porque la vida da muchas vueltas y a veces termina llevándonos a situaciones que jamás previmos. Situaciones que exigen de nosotros un compromiso diario, queramos o no, ya que a veces no hay alternativas.

—¿Estás segura de eso? —pregunté burlona, imitando su voz.

Ella soltó una carcajada.

—Por supuesto que lo estoy, boba. Pero eso no significa que algunas responsabilidades no sean gratas. Tú, por ejemplo, cambiaste mi vida por completo. Y no me arrepiento de ello, en absoluto.

Cuando por fin escampó eran más de las diez de la mañana. La música del techo cesó. La luz del sol refulgió en la ventana de la habitación, se filtró entre las cortinas e iluminó las cuatro paredes que nos servían de refugio en aquel momento. Mamá bostezó, se desperezó en la cama, acomodó las almohadas, se arropó hasta el cuello y pidió que la dejara descansar un poco. Así que me fui para la sala, encendí el televisor y comencé a pasar canales.

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El mediodía llegó sin darme cuenta, tras haberme entretenido con un programa de cocina, anunciado por el noticiero de las doce. Entre los sucesos más recientes, estaba un tiroteo que hubo en Petare, Caracas, a altas horas de la noche del lunes, en cual varios policías fueron abatidos. Otro había sido la muerte de un niño a manos de su padre en el estado Zulia. El pobre tenía solo tres años y era abusado sexualmente por su progenitor, hasta que la malnutrición y las contusiones internas pasaron factura. La noticia me dio escalofríos. Pero lo más impactante fue la premisa del estado Delta Amacuro: «Un grupo de turistas murió en las aguas del Delta del Orinoco la mañana de este lunes, luego de abandonar Tucupita, la ciudad capital del estado, con la esperanza de conocer a fondo uno de los ríos más grandes del mundo», decía el locutor de las noticias, antes de contactar con un reportero que se encontraba cerca al lugar de los hechos.

El reportero en cuestión entrevistaba a un hombre de mediana edad, cano y moreno, perteneciente a la etnia Warao, que resultó ser el guía turístico de la excursión y el único en volver.

En un momento dado —aseguraba el viejo mientras era entrevistado—, uno de los turistas enloqueció al ver cocodrilos a orillas del río y comenzó a gritar, como si estuviese poseído por el miedo más terrible que pudiera existir. Sus compañeros intentaron calmarlo, pero fue inútil. Luego de pronunciar algo en una lengua extraña, el turista sacó un revólver y se dio un tiro en la cabeza. Después la locura, como un virus flotando en el aire, se hospedó en la mente de una mujer joven y hermosa que lloraba la repentina muerte de su amigo. Esta mujer, llamada Margaret, cogió el revólver y amenazó a los otros tres —dos hombres y una mujer— de muerte si no lanzaban el cuerpo del suicida al agua. En vista de que ninguno le hacía caso, disparó a la pierna de uno de los sujetos y la curiara se convirtió en un infierno andante. Tras el disparo, el cuerpo fue arrojado al agua, mientras —según el testimonio del viejo— Margaret repetía las mismas extrañas palabras que había pronunciado su amigo.

—¿Y usted no pudo hacer nada para impedir que la desgracia continuara? —preguntó el reportero con especial interés, colocando por enésima vez el micrófono cerca del cansado y curtido rostro de su interlocutor.

El viejo negó con la cabeza y bajó la mirada. Luego explicó que tanto Margaret como el joven suicida estaban perdidos. Ante este comentario el reportero le preguntó qué quería decir con perdidos, y el viejo respondió con voz grave y ronca:

—No había vida en sus ojos.

—¿Y cómo sobrevivió usted? —quiso saber el reportero, en tono acusador.

—No lo sé —dijo el viejo, con aire fatigado.

El reportero preguntó qué pasó luego de que arrojaran el cuerpo del suicida al agua, y el viejo relató que un cocodrilo apareció, se llevó entre las fauces el exánime cuerpo al fondo del río y dejó tras de sí una estela de sangre que se diluyó pronto. No conforme con esto, Margaret disparó en la sien del compañero a quien había atinado antes en la pierna y exigió, con voz fría y serena, que también se deshicieran del cadáver. Los otros dos turistas acataron las órdenes con cara de espanto. Después Margaret volvió a hablar en aquella lengua extraña, se llevó el revólver a la boca, jaló el gatillo y cayó inmediatamente al agua junto con el arma de fuego. En la embarcación solo quedaban el viejo, la otra mujer y el último de los tres hombres que, al ver como los cocodrilos se lanzaban hambrientos contra los cuerpos de sus difuntos compañeros, comenzó a llorar desesperadamente. No obstante, la mujer empezó a reír a carcajadas y se zambulló en el río. Acto seguido, el hombre que lloraba la muerte de sus compañeros se levantó, gritó a la mujer que volviera a la embarcación y, al no obtener respuesta, fue tras ella. Ninguno de los dos regresó —más tarde se supo que estaban casados—.

Al final, el testimonio del viejo fue puesto en duda por las autoridades a cargo del caso y lo declararon como sospechoso de la desaparición de los turistas.

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Apagué el televisor y me quedé paralizada frente al reflejo negro de la pantalla, con el corazón acelerado. ¿Cómo era posible que eso hubiera pasado? ¿Acaso mi cuento tenía algo que ver con la noticia? ¿Era yo culpable de la muerte de los turistas? ¿O tal vez…? Empecé a respirar con dificultad, como cuando me excedía haciendo educación física en la escuela, pero esta vez no lograba calmarme. Sentí que mis pulmones dejaban de responder. Que mi pecho se estrechaba. Y que mi corazón latía con violencia, como si fuera consciente de que las paredes a su alrededor querían aplastarlo. Era espantoso.

Temblorosa, bajé de la silla en cual me había sentado a ver televisión. Intenté quitarme el suéter que usaba para dormir y aún tenía puesto, pero todo se tornó borroso y perdí el equilibrio. Caí de rodillas al piso, sudando, asustada, convencida de que mi hora había llegado.

En ese momento Mamá se despertó y me encontró en la sala. Se acercó a donde yo estaba y me preguntó qué me pasaba, pero no pude responder. Me puso una mano sobre la espalda y me dijo con suavidad que respirara.

—Inhala, mi amor. Eso... ahora exhala. Inhala. Exhala. Poco a poco, mi vida. Inhala. Exhala. No te apresures. Ya, ya… tranquila que ya pasó. Inhala…

Cuando me calmé y logré respirar con normalidad, ella se levantó y caminó hacia la nevera. Cogió un vaso y lo llenó de agua. Me hizo beber del líquido. Después me ayudó a sentarme en una de las sillas y volvió a preguntar qué me había pasado.

—No me pasó nada —respondí.

—¡¿Cómo que nada, chica?! —gritó—. ¡Por Dios santo, Paola, si parecía que te estabas muriendo! —En su voz había angustia y preocupación. Cogió el vaso en cual me había dado agua y lo llenó de nuevo, esta vez para ella. Su cuerpo temblaba mientras llevaba a cabo esta acción, como si se hubiera estremecido desde adentro hacia fuera, y tuvieron que pasar unos segundos antes de que dejara de hacerlo.

—Ya estoy bien, mami, en serio. No te preocupes.

Mamá me miró fijo, en silencio, como si buscara la verdad en mis ojos; miré hacia otra parte para no delatarme. Agarró una silla y la colocó cerca de mí. Tomó asiento, terminó con el vaso de agua y respiró profundamente.

—Sí, si me preocupo —dijo—. Y lo seguiré haciendo hasta que me muera, ¿entiendes?

Asentí.

—¿Desde cuándo tienes estos ataques? —preguntó con amabilidad.

—Es la primera vez.

—¿Y en qué pensabas cuando te pasó?

—No lo recuerdo… —murmuré.

—¿Cómo? No te escuché, cariño.

—¡Que no lo recuerdo! —chillé—. Solo sé que estaba aquí viendo las noticias y de repente no podía respirar bien, apagué el televisor y apareciste tú. —No aguanté más y rompí a llorar, hundiendo la cara en mis manos. Tenía miedo de lo que pudiera pasar a continuación. ¿Acaso había sido yo la culpable de aquella tragedia? ¿Estaba mi cuento relacionado con aquel asunto? ¿Cómo era posible que...?

Mamá me abrazó con fuerza, interrumpiendo mis pensamientos.

—Ya pasó, mi amor. Tranquila. Todo estará bien.

Y al cabo de un rato, las lágrimas cesaron.

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¡Gracias por leer!

Las ilustraciones utilizadas son de mi autoría. Si quieres saber cómo fueron creadas, te invito a leer Sobre las ilustraciones del capítulo VI de El cuaderno de Paola. Allí encontrarás todo lo referente a ellas.

Capítulos anteriores: I, II, III,IV, V-PI,V-PII.

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.


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