El cuaderno de Paola │Capítulo VIII - Parte I

in Literatos3 years ago

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El jueves desperté desanimada. Estaba cansada de tanto pensar en las similitudes que había entre mi cuento y la tragedia del Orinoco. ¿Volvería a repetirse lo sucedido? ¿Existía realmente el Dios de aguas tranquilas? ¿O acaso yo…? No quería darle más vueltas al asunto, pero tampoco podía evitarlo. Mientras tanto, Mamá se había sentado frente al espejo de cuerpo completo que colgaba en la pared de la sala para secarse el cabello antes de ir a trabajar. Desde que desperté, estuvo hablando de mis abuelos, a quienes teníamos tiempo sin ver. Recuerdo que yo asentía o callaba ante lo que me decía; conocía de sobra sus quejas respecto a ellos y me daba pereza escucharla o abrir la boca para decir algo.

—¿Qué te parece si los visitamos este sábado? —me preguntó en medio de la conversación.

Yo estaba sentada en la mesa de la sala, desayunando. Levanté la cara del plato y la vi. Ella permanecía frente al espejo, de espaldas a mí, colocándose ganchos en el cabello para manipularlo con mayor facilidad. Nuestras miradas se cruzaron a través del cristal.

—Me gustaría —dije, y miré hacia el plato nuevamente, sin ánimos de conversar.

—A mí también, mi amor —dijo Mamá luego de una pausa en cual supuse que me observaba a través del espejo—. Aunque ellos son los que deberían venir. Y es que siempre es lo mismo. No entiendo por qué son tan orgullosos. Después dicen que…

Su voz desapareció.

Agarré el sándwich de jamón y queso amarillo que estaba a medio comer y le di un mordisco. Mastiqué con fruición, humedeciendo el pan integral con mi saliva, saboreando aquella mezcla de trigo, lácteo y carne porcina. Levanté la mirada y confirmé que no solo la voz de Mamá había desaparecido: una figura borrosa, como una sombra mal dibujada, se hallaba ahora delante de mí, en movimiento.

Todo estaba en silencio, salvo por el ruido que hacía el motor de la nevera. Di otro mordisco al sándwich y me quedé observando a la figura con especial curiosidad. Solo la parte superior de ella se movía y, de vez en cuando, parecía voltearse hacía a mí. Luego otro sonido se mezcló con el de la nevera, como si al ruido del motor, cuyo papel se igualaba al de un chelo, se le uniera uno más sutil y encantador, similar al de una viola. Me sentí cómoda entre aquella sinfonía. Bebí un poco de jugo de naranja y continúe comiendo así por largo rato, sumida en aquel murmullo metálico y placentero, sin apartar la vista de la figura.

Cuando terminé de comer, el sonido de la viola se interrumpió, los contornos de la figura se hicieron más claros y volvió a aparecer Mamá. Se hallaba de pie, de espalda al espejo, con la mitad del cabello recogido y la otra suelta y lisa, viéndome directamente a los ojos, algo desconcertada. El secador de cabello colgaba de su mano izquierda, apagado, mientras que en la derecha sostenía el cepillo de peinar. Abrió la boca y su voz inundó la estancia, opacando por completo a los lamentos del chelo.

—¿Qué tienes, mi amor? ¿Te sientes bien?

—Nada. Solo tengo sueño.

—¿Segura? No habrás tenido otro ataque ayer mientras yo no estaba, ¿o sí?

—No, no te preocupes.

—Si vuelve a ocurrir tienes que decirme, Paola. Porque de ser así, tendremos que ir a donde algún especialista para que te vea.

—Está bien.

Mamá miró hacia el microondas, me dio la espalda y continuó alisando la oscura melena que le llegaba hasta la cintura, pese a que las ondulaciones eran nimias, casi imperceptibles.

—Se me hace tarde —dijo, alzando la voz por encima del ruido que hacía el secador.

Al cabo de un rato, ella se fue a trabajar y yo me quedé esperando a que se hiciera más tarde para ir a la escuela, sumida en el silencio de la casa. Mientras arreglaba el bolso, hojeé la carpeta en donde tenía la historia de los cazadores. Por un instante pensé en coger el encendedor de la cocina y quemar todas las hojas; pero dudaba de la efectividad de tal método: nadie me aseguraba que las cosas fueran a cambiar.

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Ya en la escuela, me alegró ver a Jesús entre la fila de niños que formaban para cantar el himno. Estaba muy serio, con la frente en alto, como un militar que ha dado todo por su nación y espera ser condecorado. Sus ropas viejas y descoloridas eran una muestra de cuánto había tenido que luchar en los mares de la vida cotidiana. El ceño fruncido y los puños cerrados a la altura de la cintura, dejaban en evidencia su naturaleza salvaje. Los zapatos en ambas piernas indicaban que había mejorado; aunque esto lo confirmé después, a la hora del receso.

Eran las nueve de la mañana cuando sonó el timbre. Mis compañeros se levantaron y salieron corriendo por la puerta del salón, formando una estampida de niños, sin prestar atención a los reproches de la maestra Sol que salió tras ellos pegando gritos, con una vianda en la mano, en cual tenía su desayuno, acostumbrada a la escena y representando muy bien su papel. Jesús no se les unió; sin embargo, abandonó la estancia apenas cesó el alboroto. Pensé en seguirlo y hablar con él, pero no lo hice. Miré a través de los agujeros que había en una de las paredes del salón y vi que se dirigía hacia la cancha deportiva: un grupo de niños comenzaban a patear un balón de futbol, supuse que se uniría a ellos. Al final, el salón se vació y aproveché para leer un libro de cuentos de Oscar Wilde que había sacado de la biblioteca esa semana, tras entregar la antología de cuentos de terror y el libro de preguntas y respuestas.

Un cuarto de hora más tarde, Jesús apareció bajo el umbral de la puerta del salón.

—¿Nunca sales a jugar o divertirte? —me preguntó.

—¿Ah…? —dije, haciéndome la sorda. Me encontraba comiendo una galleta de soda, bebiendo jugo de naranja y releyendo El gigante egoísta, un cuento que siempre me había conmovido—. ¿Dijiste algo?

Jesús caminó hasta donde yo estaba y se sentó en el pupitre de al lado.

—En la cancha están jugando futbol los de sexto —comentó.

—Siempre lo hacen —dije.

—No sabía que Carlos jugara tan bien, menos que Larry había regresado.

—¿Carlos juega futbol?

—Sí, ¿acaso no lo sabías?

—¿Crees que si lo supiera te estaría preguntando, tonto?

—Qué voy a saber yo —exclamó.

—Pues no, no lo sabía, chico —repliqué. Di un mordisco a la galleta y cerré el libro de Wilde, resignada a no leer más durante esa hora libre. Terminé de merendar en un santiamén y le ofrecí jugo a Jesús, pero él lo rechazó porque acababa de tomarse como medio litro de café que le había dado Wilson—. ¿Y dónde está Wilson que no lo he visto hoy? —quise saber, mientras me limpiaba las manos y la boca con un pañuelo.

—Cómo vas a verlo si no sales del salón —dijo Jesús.

—Estaba leyendo.

—Siempre estás leyendo.

—¿Qué te pasa? —dije en tono desenfadado—. ¿Acaso quieres pelear?

—No, yo no quiero pelear con nadie, menos contigo… —dijo pensativo— simplemente… —y calló.

—¿Qué? —pregunté.

—Nada. Es que siempre estás pegada a los libros y casi nunca sales del salón, como si el mundo se redujera solo a eso.

—Tienes razón —dije—. Lo que pasa es que así me siento cómoda.

Jesús no hizo más comentarios al respecto, cambió de tema y dijo que Wilson se había quedado viendo el partido de futbol. Me invitó a ver el partido con él y Wilson, pero me negué y le dije que no me gustaba el futbol. Luego recordé que Larry había regresado.

—¿Larry te vio?

—No, cuando salí del salón él ya estaba jugando futbol. Y cuando llegué a la escuela no lo vi por ningún lado.

—¿Tienes miedo?

—¿De qué?, ¿de Larry?

—Sí —dije—. Escuché que quiere vengarse.

—También escuché eso; pero no le tengo miedo. Pelearía con él otra vez si tuviera que hacerlo.

—¿Por qué siempre tienen que estar peleando?

Jesús frunció el ceño.

—Yo no peleé con Larry por gusto —dijo.

—¿No? Y entonces, ¿por qué peleaste con él, ah?

Jesús me miró por un instante y luego desvió la mirada hacia la puerta del salón, sin responder todavía. Suspiró, hizo una mueca y se perdió entre sus pensamientos. Cuando pensé que no diría nada más y se retiraría, me contó todo.

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Acababa de mudarse de Caracas hacía poco, debido a que Juan —su hermano mayor— se había metido en problemas con unos sujetos y lo estaban buscando para matarlo. Víctimas de las circunstancias, sus padres vendieron la casa y compraron un terreno en un rincón tan olvidado como lo era el extremo sur de Carabobo. Jesús pensaba que al mudarse por fin saldrían del barrio y les iría mejor; pero gran parte del dinero fue utilizado para pagar viejas deudas que tenía su padre, y esto los obligó a comprar un rancho en una de las zonas más peligrosas del estado.

Aunque las clases ya estaban por terminar, su madre se encargó de hacer el papeleo para cambiarlo de escuela, y Jesús pudo continuar estudiando sin mayor problema. Ese jueves, cuando llegó por primera vez, lo había hecho muy temprano. No tenía ganas de cantar el himno y se quedó dando vueltas por ahí, pendiente de no ser descubierto, hasta que tropezó con Larry, quien también vagaba por la escuela y huía de los maestros. «¡Es que acaso no ves, maldito negro!», le gritó Larry cuando chocaron. Solo eso bastó. Jesús respondió con otra grosería y los dos se fueron a las manos.

—Él me insultó y yo no me quedé callado —explicó Jesús—. Después se me lanzó encima, pero no sabía pelear: lanzaba golpes a lo loco.

—¿Y tú si sabes? —le pregunté.

—Suelo pelear con mi hermano todo el tiempo. Mi hermano tiene dieciséis y es un poco más alto que Wilson. Antes le tenía miedo, pero con el tiempo aprendí a defenderme de él y a pelear mejor.

—Te creo. ¿Y qué pasó después?

—Me defendí lo mejor que pude de sus primeros golpes y después le metí uno en la cara, recuerdo que me dolieron los nudillos. —Miró su mano izquierda durante unos segundos, como si el dolor hubiera aparecido nuevamente con tan solo nombrarlo—. Luego quise escapar —continuo—, no sé por qué, y corrí hacia un salón que estaba cerca. Él me siguió, tapándose el ojo y gritando como loco. Me lanzó una patada y yo la esquivé. Volví a lanzarme contra él y le di coñazos en la barriga y las costillas. Luego, no sé cómo lo hizo, pero me arrancó el bolsillo de la camisa y eso me molestó mucho; pero también me distraje y él aprovechó y me golpeó en la quijada y el ojo. Entonces caí al piso y él se me lanzó encima y nos arrastramos por todo el salón, ensuciándonos la ropa. Fue allí cuando pensé en mi mamá, en lo que me había dicho sobre cuidar el uniforme, aunque sea viejo, porque no hay plata pa’ comprar otro. Eso me molestó más. Dejé de rodar con él, me levanté y comencé a patearlo en la cara y el pecho. Después oí que una mujer gritaba y sentí que alguien me agarraba por los brazos, era una maestra que estaba como loca también. Cuando me apartaron, vi que Larry botaba sangre por la boca, tenía la cara hinchada y lloraba llamando a su mamá. Después me llevaron a la dirección, y a Larry lo sacaron de emergencia para el hospital.

—¡Caramba! ¿Y por qué no te expulsaron?

—No sé... Quizás porque le lloré y supliqué a la subdirectora para que no llamara a mi mamá.

—¿Y lo hizo? ¿La subdirectora no le dijo nada a tu mamá?

—Sí, me prometió que no lo haría si me portaba bien y no volvía a pelear. Y así fue. No le dijo nada. Pero ese mismo día mi mamá supo lo que pasó. Apenas llegué a la casa y vio cómo estaba mi uniforme y mi cara, me preguntó qué había pasado y le conté todo. Ella no se molestó conmigo por eso. Estaba contenta de que le dijera la verdad. Pero mi papá si me cayó a correazos cuando llegó del trabajo. Si peleara otra vez con Larry, me daría más miedo que mi papá se enterara que pelear con ese chamo.

—Ojalá no tengas que volver a pelear entonces —dije.

Jesús asintió.

—¿Y cómo sigues del pie? —le pregunté.

—Estoy mejor —dijo—. Aun me molesta cuando camino, pero no tanto como los primeros días.

Sonreí.

—Genial. ¿Eso quiere decir que también estarás hoy en la reunión del club?

—Sí, aunque no sé si hice bien la tarea que mandaron, la de la historia.

—¿Por qué?

—Porque no me parece buena.

—¿Puedo verla?

Jesús se levantó, caminó hasta el pupitre que solía ocupar en clases, descolgó su bolso del espaldar de la silla, lo abrió y sacó una pequeña libreta. Volvió a sentarse a mi lado y se puso a revisar hoja por hoja.

—Aquí la tengo —Señaló una página llena de garabatos y tachones, imposible de leer a primera vista.

Sonó el timbre.

Jesús hizo un gesto de fastidio, le arrancó las hojas al cuaderno sin pensarlo dos veces y me las tendió.

—Toma —dijo—. Léela al mediodía, antes de entrar a la biblioteca, y me dices que tal te pareció; pero no te vayas a burlar.

—Tranquilo, no lo haré. No te preocupes por eso. ¿Quieres leer la mía?

Jesús sonrió.

—Sí, claro.

—Tampoco te burles —dije.

—Tampoco lo haré —replicó.

Mis compañeros no demoraron en llegar. Algunos se nos quedaron viendo, sorprendidos de que Jesús y yo estuviéramos juntos, como si fuéramos amigos; pero no les presté atención, estaba contenta de saber que en realidad lo éramos.

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¡Gracias por leer!

Las ilustraciones utilizadas son de mi autoría. Si quieres saber cómo fueron creadas, te invito a leer Sobre las ilustraciones del capítulo VIII de El cuaderno de Paola. Allí encontrarás todo lo referente a ellas.

Capítulos anteriores: I, II, III,IV, V-PI,V-PII,VI, VII.

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