La Rosa de Auschwitz (Mascotas de Mengele)

in Literatos2 years ago

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(Imagen diseñada por mi en Canva)

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A pesar de que Hanna podía desayunar, almorzar y cenar lo que quisiera, además de dormir entre sábanas de seda sobre un colchón mullido, apenas probaba bocado cuando el hambre era demasiado apremiante como para soportarla, pero en cuanto cedía era inevitable tener que lidiar con un terrible sentimiento de culpa. No sabía si sus padres o los Eisenberg tenían hambre o frío, ni siquiera sabía si estaban vivos, y eso le arrancaba de a poco las ganas de continuar.

Semanas atrás, el día de su llegada al campo vio cosas tan espantosas que nunca había imaginado que pudieran suceder, esto provocó que se formulara una pregunta ¿cómo el ser humano podía someter a su propia especie a tanto sufrimiento?

De igual forma comenzó a odiar hasta su propia idiosincrasia... los alemanes no merecían llamarse seres humanos, sino «demonios», habían convertido a Alemania, Polonia, Dinamarca, Noruega, Bélgica, Holanda, Luxemburgo, Francia, Yugoslavia y Grecia en un enorme infierno al que llamaban «Tercer Reich» cuyos regidores eran verdugos, y de esta forma planeaban expandir las fronteras de su infierno hasta adueñarse de todo...

Cuantas veces soñó con el fin de la guerra y poder vivir en paz junto a Benjamin, y en cambio había terminado encerrada en un campo de concentración y exterminio, prisionera de un psicópata, rodeada de crueldad, sufrimiento, gritos y agonía... era demasiado —pensó Hanna mientras el sedante de Mengele hacía su trabajo.

Odiaba estar en ese lugar, odiaba cada rescoldo de esa maldita casa, odiaba la sonrisa de satisfacción de Schneider mientras la contemplaba, y sobre todo odió no poder hacer nada cuando lo sintió acercarse para besarla.

Ese mismo día, en cuanto la muchacha se calmó y quedó completamente rendida a causa del sedante, Schneider salió directo hacia la oficina de recepción, llevando consigo la lista de nombres que Hanna le proporcionó después de la amenaza. No obstante luego de ordenar a varios de sus subordinados escrutar todas las listas de prisioneros recibidos en la última semana, no pudo hallar a ninguno de ellos. Esto no le pareció extraño ya que pensó que probablemente habían sido enviados a otros campos como Chelmno o Treblinka. ¡Qué más daba! Donde quiera que estuviesen debían estar probablemente muertos o sufriendo a diario, tal y como lo merecían. Lo único que de verdad debía interesarle era que tenía a Hanna consigo.

Sin embargo ella estaba consciente de que tenía que aparentar preocupación ante él para no generar sospechas, así que al día siguiente lo encaró para preguntarle por la familia judía, a lo que él respondió, fingiendo satisfacción desde luego, que había acabado con cada uno de los miembros. Por obvias razones Hanna sabía que él estaba mintiendo, pero no tenía más remedio que seguirle la corriente para darle credibilidad a su propia historia, y por lo tanto se deshizo en llanto...

—¡Malvado! —gritó llena de ira y rencor—. ¡No debiste hacerlo!... ¡No tenías ese derecho.

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Después de la terrible experiencia al llegar, Hanna no salía de la casa, pero en una ocasión se le ocurrió que tal vez podría plantar algunas rosas en la fachada, valiéndose de la técnica que Benjamin le había enseñado durante el confinamiento. De esta manera no solo se sentiría todavía más conectada a él mientras trabajaba, sino que pensaba que cuando ellas crecieran, tal vez su belleza le brindaría un poco de esperanza a los prisioneros. Dedrick se lo permitió sin chistar porque necesitaba que ella se ganara su confianza y para eso tenía que mostrarse como un ser noble.

Ella cortó un par de tallos de las rosas de la maceta, los preparó como ya sabía y los dejó en un recipiente con agua por dos días, posteriormente los plantó en envases con tierra y los dejó a la sombra por cinco días cuando empezaron a salirle brotes. Ella tomó la aparición de éstos como una buena señal, eran como el renacer de su esperanza y por lo tanto sonrió por primera vez desde que llegó a ese lugar.

Al verla trabajar en su pequeño rosal todos los días junto a su inseparable maceta blanca, tanto los prisioneros que lograban verla a lo lejos como los guardias comenzaron a llamarla «La Rosa de Auschwitz»

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Con el pasar de los días, Schneider intentó todo tipo de acercamientos con ella, quería ser correspondido en sus sentimientos ya que consideraba una gran humillación el que ella lo rechazara constantemente. Le había mostrado su lado amable y comprensivo para ganarse su confianza, había sido paciente con ella, tal vez demasiado, pero no podría ignorar su naturaleza violenta por demasiado tiempo...

—¿Por qué no cenas, querida? —preguntó en una ocasión en que Hanna, como siempre se negaba a comer—. ¿No lo reconoces? Es Schweinsbraten, el mismo plato que tú y tu padre prepararon para mí cuando fui a cenar a tu casa.

Hanna asintió sin decir nada más.

—¿Qué sucede? —volvió a preguntar él, comenzando a molestarse.

—Nada, solo no tengo apetito.

—¿Por qué? —preguntó él dando un puñetazo en la mesa que la hizo sobresaltar.

—No quiero...

—Es por tus malditos judíos, ¿verdad?

—Por todo —espetó Hanna—. No me gusta este lugar y lo sabes, además estoy preocupada por mis padres, no he sabido nada de ellos en semanas, no sé si están bien o mal...

—Están perfectamente, ya te lo he dicho muchas veces.

—Pero a mí no me consta.

Él salió del comedor y se dirigió a su despacho, pero a los pocos minutos la llamó con un grito. Hanna salió del comedor también y se dirigió al lugar de donde provenía la voz del Kommandant.

—¡Por aquí!

Ella encontró al hombre parado detrás de su escritorio con el auricular de un teléfono en la mano.

—¡Espera un segundo! —dijo a la persona que estaba al otro lado de la línea. Luego le ofreció el auricular a Hanna—. ¡Toma, es tu padre!

—¿De verdad? —preguntó ella con voz esperanzada.

Él enarcó una ceja por toda respuesta pero la muchacha no pudo más con la incertidumbre, así que tomó el teléfono...

—¡Diga! —habló.

¿Hanna? —se escuchó al otro lado de la línea.

Sin duda era la voz de su padre con un tono de sorpresa.

—¡Papá! —exclamó Hanna con voz trémula. Por primera vez en mucho tiempo sintió una gran alegría al escuchar aquella voz—. Papito, no puedo creerlo... ¿Cómo estás? ¿Cómo está mamá? —dijo entre sollozos de emoción. Su corazón palpitaba a toda prisa.

E... estamos bien, ambos... ¿pero y tú?

—¿Te han golpeado de nuevo, papá? ¿Hacen trabajar demasiado a mamá?

No... no tanto, hija mía pero háblame de ti... ¿dónde estás?

Hanna miró a Dedrick que la observaba atentamente con una expresión adusta, signo infalible de una amenaza silenciosa. Era muy astuto y probablemente intuiría lo que Franz le estaba preguntando, entonces ella comprendió que él no deseaba que su paradero fuese revelado, aunque ella estaba segura de que su padre lo sospechaba...

—Donde tú imaginas —respondió ella para hacerse entender por él y afortunadamente así fue.

No puedo creerlo pero ¿cómo estás?... ¡Hanna!

Ella escuchó una segunda voz que habló con autoridad.

¡Es suficiente! —dijo—, ¡Deja que hable tu mujer!

¿Hanna?

—¡Mamá! —expresó la muchacha en medio del llanto—. Me alegra saber que están vivos.

Estamos bien, mi amor pero necesitamos saber de ti.

—Los extraño mucho, mamá.

—Pero ¿dónde y con quién estás?

¡Ya basta! —gritó al otro lado la voz autoritaria.

Hanna corroboró que había ciertas preguntas que no debían hacer, pero al menos le complacía haber escuchado las voces de sus padres.

—¡No, mamá! Solo quiero que sepas que estoy bien y...

—¡Dame eso! —espetó Schneider, arrancándole el auricular antes de colgarlo—. ¡Vuelve a la cocina! —ordenó con voz autoritaria.

Hanna obedeció, tratando de conservar en su memoria la voz de sus padres para usarla como bálsamo, al menos estaban bien, estaban vivos.

Schneider entró al comedor detrás de ella e intentó abrazarla, pero nada más al sentir los brazos del militar alrededor de su cintura, Hanna se estremeció apartándose, sencillamente no lo soportaba. Entonces él la tomó con rudeza del brazo y en un movimiento certero la hizo girar para obligarla a darle el frente.

—Crees que soy un monstruo pero acabo de demostrarte lo contrario —dijo mientras ella lo miraba con miedo—, ¿y aun así me desprecias? ¿Quién demonios te crees que eres? —gritó.

—¡No lo comprendes! —respondió Hanna, tratando de zafarse de su agarre.

—No, no lo comprendo, cualquiera en tu lugar estaría agradecida —respondió el hombre acariciándole el rostro, sin dejar de dedicarle esa mirada desquiciada—. ¿Acaso no merezco un premió, Hanna? Pude dejar que tus padres murieran y no lo hice —dijo con voz susurrante, atraiéndola más hacia él—, siguen vivos. Tu padre se dedica a la cocina, su gran pasión, ¿no? Y tu madre le echa una mano. ¡Sí! Dejó de trabajar en la lavandería... Sin embargo eso podría cambiar, ¿sabes?

—¿Qué? ¿Qué quieres decir? —preguntó la mujer con voz nerviosa.

—Tus padres tienen mucho que agradecerte porque de no ser por ti, los habría aniquilado desde que recibí la llamada de Liebehenschel, ¿lo comprendes? Pero tú... insistes en rechazarme como si yo fuese un pedazo de escoria.

—¿Qué demonios quieres? ¿Qué te agradezca por no asesinarnos?

—Por ahora me conformaría tan solo con una pequeña muestra de cariño —susurró el hombre cerca de su oído, rememorando los miles de momentos vividos junto a ella en sus sueños—. ¡Bésame!

—No podría hacerlo —respondió ella tratando de apartarlo, pero él le tomó las manos y las pasó por detrás de su cabeza para forzarla a abrazarlo.

—¿No podrías o no quieres? Se buena conmigo, querida... tus padres te lo agradecerán.

Dedrick no pretendía forzarla más porque cuando lo hacía sentía el orgullo lastimado y eso lo desquiciaba, por esta razón aflojó el agarre, lo que pretendía era hacer realidad de alguna manera las escenas de sus sueños con ella.

Hanna entendió la amenaza perfectamente y se sintió tanto asqueada como acorralada, pero no tenía otra opción, así que para terminar con su tortura lo más pronto posible tomó a Schneider por la nuca y lo besó en los labios. Fue un beso rápido y carente de emociones que si bien no dejó contento al Kommandant, ella estaba segura de que no le había desagradado del todo, al fin y al cabo había recibido mucho más de lo que él podría esperar de ella.

Al sentir el suave contacto de sus labios, Schneider se estremeció, por unos segundos se sintió mucho más excelso pues era ella quien lo besaba, ése era tan solo el comienzo, la chispa que necesitaba para encender la llama del amor en ella, quizá fuese cuestión de tiempo para que ella terminara siendo la esposa perfecta, sin embargo el efecto de aquel beso se fue perdiendo. Hanna comenzó a bajar los brazos y cuando él abrió los ojos pudo observar su expresión de incomodidad, esto lo enfureció, tenía que hacerle pagar el desprecio de algún modo...

—¡Terminarás rogándome que te perdone! —dijo tomándola por los cabellos.

—¡Auch! —exclamó la muchacha esbozando una mueca de dolor—. ¡No me lastimes, por favor!

Por instinto la liberó, pero en ese instante comprendió su derrota, unos segundos atrás creyó tener el control absoluto sobre ella, estuvo casi seguro de haber descubierto la fórmula perfecta para subyugar su voluntad, sin embargo terminó por descubrir que había sido lo contrario, era ella quien, aun sin saberlo tenía el dominio absoluto sobre él, porque más que su desprecio no soportaba verla sufrir, y el tono suplicante de su voz fue como una daga ardiente, pero necesitaba drenar la furia que tenía por dentro... la cólera que le había generado el sabor de la derrota y del desprecio al mismo tiempo, tenía que hacerlo de algún modo...

En ese momento descubrió a una de las mucamas del aseo que estaba en el pasillo que conducía al comedor, la muchacha estaba fingiendo lustrar unos adornos, pero él estaba seguro de que ella estaba espiando, entonces encontró la oportunidad perfecta y se fue directo hacia ella.

—¡Ven aquí! —ordenó con voz potente.

Ella estaba petrificada de horror.

—¡No, Dedrick! ¿Qué vas a hacer? —gritó Hanna cuando lo vio aproximarse a la mujer como un león a su presa.

Él atacó a la pobre mujer, derribándola de un puñetazo y cuando cayó al suelo continuó agrediéndola a patadas.

—¡Basta, Dedrick! ¡Te lo ruego, no más! —dijo Hanna intentando retenerlo pero él la empujaba para volver a arremeter.

En ese momento llegaron las mujeres que servían en la cocina, atraídas por los gritos de Hanna y la pobre infeliz que Schneider estaba martirizando. La joven cocinera miró a la madre con horror antes de reaccionar...

—¡Sarah! —gritó con desespero antes de abalanzarse contra Dedrick para intentar que éste dejara en paz a su amiga, y en efecto lo hizo pero solo para arremeter contra ella.

Estaba tan furioso que no pensó en nada más, así que sacó su pistola y apuntó a la chica en la cabeza.

—Nunca lo olvides, Hanna... los judíos son escoria —espetó antes de disparar contra la pobre muchacha que cayó a los pies de su madre.

—¡Nooooo! —gritó Hanna al ver que él volvía a levantar el arma, esta vez contra la madre que lloraba y lo maldecía.

—¡Tú eres la escoria! ¡Malditos nazis! —gritó la madre.

Otra detonación acabó con los insultos de ella, y una más para deshacerse de la mucama mal herida.

—Vamos a necesitar más sirvientas —comentó el militar como si nada, secándose el sudor de la frente mientras se guardaba el arma.

—¡Eres un demonio! —gritó Hanna apuntándolo con el dedo—. ¡Asesino!

—¡Deja de sentir compasión por ellos! De algún modo tienes que entender que tú y yo somos muy diferentes a esos cerdos —respondió él complacido—. Cada uno de ellos que cae a nuestros pies representa una victoria más para Alemania.

Hanna corrió a su habitación, estaba tan horrorizada que incluso olvidó la agradable sensación de haber escuchado a sus padres después de tanto tiempo. Aseguró la puerta con el pestillo y tomó las flores que estaban en su cómoda, aspirando su perfume en un intento de hacer que éste la trasladara hasta los días más felices de su vida. Quería escapar de ese infierno de alguna manera, un infierno en el que se veía forzada a ver como sufría el pueblo que tanto amaba.

Pero sin importar sus esfuerzos por trasladarse hasta sus días felices no dejaba de preguntarse por su familia judía. Ya sabía que sus padres estaban bien pero ¿y los Eisenberg? ¿Qué sería de ellos? ¿Dónde estaban? ¿Dónde estaba Benjamin? —pensó mientras besaba los pétalos de las rosas— ¿Dónde estaban los niños?...

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Jared y Joshua Eisenberg no podían definir con exactitud su posición, el momento de su llegada al campo había sido traumático para ambos, sobre todo cuando fueron separados de su familia. Difícilmente podrían olvidar los gritos de su madre que poco a poco se fueron confundiendo con los de las demás personas.

Fueron integrados a un grupo considerable de personas (en su mayoría niños) que al igual que ellos eran gemelos, y posteriormente los trasladaron en un camión hacia ese lugar al que los mayores llamaban «Auschwitz»

Los niños extrañaban a sus padres y los más pequeños aún los llamaban a gritos. Jared y Joshua, que eran de los mayores, permanecieron callados, atentos a todo a su alrededor, pero notaron con extrañeza que los guardias que los custodiaban no eran tan agresivos como los de la estación del tren.

Ambos fueron conducidos hasta uno de los edificios de ladrillo donde los recibieron algunos adultos que se encargarían de sus cuidados. Los hicieron bañarse, les dieron ropa nueva y los hicieron sentarse frente a una larga mesa donde estaban unos muchachos al que otros niños llamaban «Padres de gemelos» Más adelante descubrieron que éste era un título que les conferían a uno de los gemelos mayores, encargado del cuidado de los más pequeños. Estos jóvenes les grabaron un número en el brazo, fue un procedimiento doloroso que no obstante no se comparó con lo que ambos experimentarían después...

Finalmente Joshua y Jared fueron llevados hasta una habitación con múltiples camas y juguetes.

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Al día siguiente de su llegada volvieron a ver a ese amable doctor que vieron al bajar del tren. Lucía un uniforme como los militares, pero encima de éste llevaba una bata blanca. Era muy amable, siempre con una sonrisa y ese tono de voz cariñoso y paternal.

En aquella habitación había unos diez pares de gemelos, todos entre los seis y doce años de edad. El amable doctor que venía acompañado de un colega y una enfermera, los hizo formarse en un par de filas y procedió a contarlos, después les pidió que se quitaran la ropa.

Jared y Joshua sintieron vergüenza, sobre todo por la enfermera que acompañaba a los galenos, una extraña mujer de cabellos muy cortos que empujaba un carrito con varios implementos médicos de apariencia escalofriante, pero la voz del doctor les transmitió confianza.

—¡Vamos, no se avergüencen! —les dijo—, solo es un examen y les prometo que será rápido, además al final les daré caramelos, ¿les gustan?

—Sí —respondieron al unísono varios niños.

—De acuerdo, yo soy el doctor Josef Mengele, pero ustedes pueden llamarme «tío Mengele» —dijo señalándose a sí mismo.

Una vez que todos estuvieron desnudos, el hombre se paseó por las filas escrutando a sus gemelos en busca de anomalías u otras características que llamaran su atención, de esta forma dio con un par de chicos que separó del resto.

—¡Fíjate en estas joyas! —dijo a su colega—. Ejemplares con heterocromía, es decir, poseen iris de diferente color.

Al ver a los chicos, la expresión de su rostro demostró la gran emoción que sentía.

Luego separó a otro par de gemelos y posteriormente les indicó a todos que podían vestirse.

Mengele cumplió lo que prometió, así que antes de tomarles a todos la altura y peso repartió caramelos entre ellos.

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Los día sucesivos, Joshua y Jared seguían preguntando por sus padres, pero los mayores solo les decían que estaban trabajando en otra zona, otros niños sin embargo decían que todos los padres habían muerto, esto último asustó demasiado a Jared, pero Joshua supo reconfortarlo, aduciendo que no debía creer en la palabra de esos chicos que no sabían nada.

Ambos ya tenían consciencia como para saber que el lugar en el que se encontraban era el mismo del que habían estado huyendo desde su llegada a casa de los Müller, y poco a poco fueron aprendiendo la razón del temor hacia ese lugar...

Casi todos los días llegaba el «tío Mengele» con sus caramelos, pero también a extraerles sangre. En ocasiones se llevaba a algunos pares de gemelos, estos a veces regresaban y otras veces no, si lo hacían contaban experiencias horribles, diciendo que nunca más querían volver a ese horrendo laboratorio donde los había llevado el doctor.

Otras veces llegaban los «Padres de gemelos» y asignaban tareas simples que generalmente consistían en fregar los pisos o servir de mensajeros. Tanto a Jared como a Joshua les gustaba realizar esta última labor porque así podían preguntarle por sus padres a los oficiales a los que les llevaban la encomienda. No obstante en una ocasión cuando Joshua hizo esta pregunta a un soldado al que le mandaron un memorándum, éste reaccionó con violencia al ver la estrella amarilla cocida en la chaqueta del pequeño.

—Probablemente estén en el horno ¡Pútrido mocoso inmundo! —espetó quitándole el sobre de las manos mientras le daba un empujón que lo lanzó contra un escritorio.

—¿Estás loco? —preguntó su compañero—. Este mocoso viene del bloque especial, ha de ser uno de los gemelos de Mengele. Si te pillan maltratando a uno de ellos te puede ir muy mal.

—¡Ese maldito mocoso es un judío! —alegó incrédulo.

—Es una de las mascotas de Mengele.

En ese momento Joshua no comprendió a qué se refería ese soldado con eso de «una de las mascotas de Mengele» pero desafortunadamente tanto él como su hermano lo averiguarían al día siguiente cuando ambos fueron seleccionados y apartados de la fila junto con otro dos pares de gemelos...

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