La última función del payaso
Se detuvo un instante en el descanso de las escaleras del trapecista y se descubrió escuchando, como si el alma fuera un oído inmenso, al animador anunciar el comienzo de la función y a la chiquillería gritar sorprendida ante algunos actos que creían asombrosos. El payaso, debajo de su maquillaje, ocultó su pena y se descubrió sonriendo con el recuerdo de cada función, cada ciudad visitada, cada espectáculo lleno: estar aquí y allá. En algún momento tenía que mirar atrás, pensó. ¿Con que se quedaban los nómadas? Con una puerta cerrada, se respondió amargamente.
Al principio fue color, música, zancos, ferias. Pero en los últimos meses cada vez menos color: ya nadie quería ir a los circos. Entonces los enanos, la chica comefuego, la de plástico, la barbuda, el mago, el trapecista, los leones y hasta las hormigas amaestradas se largaron dejando la carpa más deslucida y sola. El payaso, como una sombra en la noche oscura, tuvo nuevamente la sensación de desarraigo y orfandad: era la sensación de haber perdido las llaves de aquella puerta cerrada del nómada
Como pudo, se incorporó y fue hasta la mitad del circo. Allí cerró los ojos y al abrirlo sintió que estaba en otro tiempo, en tierras lejanas. De nuevo se encendieron las luces y poco a poco fueron llegando los espectadores. Nadie podía faltar a la última cita: el circo era un lugar maravilloso que le daba cierto vestigio de eternidad a la gente. De pronto, el payaso, con los ojos cerrados, alzó la voz y fue el mismo de siempre: dentro de él escuchó en las gradas, la risa y los aplausos del público.
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Entre la tristeza y la compasión, tu relato nos conmueve, @nancybriti. Podría ser una alegoría de muchas vidas y empresas humanas en mengua, ante la cual solo la memoria afectiva o la imaginación alcanzan a dar algún aliento. Un abrazo.