Cuando se apaga el faro | Relato |

in Literatos4 years ago

Cuando se apaga el faro

 

    Un viejo faro en una antiquísima isla, hacia allá se dirigía Román. La marea estaba especialmente tranquila aquella mañana que Julio, un joven empleado de no más de quince años de edad, remó para llevar a Román hasta la orilla. El faro era divisible desde la costa del pueblo, sin embargo al estar ya frente a este, arropado por su prominente sombra, se veía como una monstruosidad.

    —Es grande —comentó Román, fingiendo no estar sorprendido, mientras Julio cargaba con su equipaje.

    El faro era, en efecto, enorme. Se alzaba, al menos, a unos setenta metros por sobre el suelo y abarcaba un cuarto de la envergadura total de la isla donde fue construido. Según escuchó Román, de boca de don Margiotta, patrono del joven Julio y ahora de él, aquella estructura había sido erigida un siglo y medio atrás, una época en la cual los faros requerían atención total por parte de sus cuidadores pues la luz tendía a apagarse, pero él no tendría que vigilar su luz a cada instante, solo debía estar ahí para arreglar fallas menores y, ocasionalmente, reportar fallas de mediana o gran importancia. Comida, sueldo y vivienda solo por estar allí, cumpliendo con un trabajo aburrido. Justo lo que él más deseaba, una vida aburrida.

    —Don Margiotta me dijo que le entregara esto —del bolsillo Julio se sacó un papel arrugado y lo entregó a Román apenas cruzaron el umbral de la pequeña casita contigua al faro, donde el hombre viviría.

    Román cogió el papel y lo leyó:

    «Bienvenido al faro Hércules, Román. Ya has llegado hasta aquí, es mi deber informarte un evento particular: cada noche, a la una y veinte de la madrugada, la luz del faro se apaga por dos minutos. No te alarmes, se compone sola. Cuando ocurra, repórtalo a través del comunicador y espera a que vuelva a encenderse.»

    Aquello era raro. Se suponía que lo habían contratado precisamente para reparar y notificar las deficiencias que pudiera presentar el faro. Si existía una de la que tenían previo conocimiento, ¿por qué no lo habían corregido aún? Román trató de no darle demasiadas vueltas al asunto.

    —Eh, chico. ¿Sabes qué pasó con los anteriores cuidadores? —preguntó a Julio, pues le pareció que el lugar, por dentro, lucía muy cuidado, como si acabaran de limpiarlo.

    —No, señor —respondió este, y se quedó a esperar la propina.

    Román, que no traía dinero, le dio tres latas de granos que encontró en la alacena. Cerró la puerta cuando Julio se perdió a la distancia en el bote y se abalanzó sobre la cama. Tenía que dormir, sabía que la noche era el período más movido en cuanto a actividad náutica, así que debía estar a punto para desvelarse en la madrugada y vigilar el faro.

    El ocaso llegó seguido de la penumbra, y Román despertó cuando su reloj marcó las ocho de la noche. Se levantó, se bañó con agua salada, preparó café, cogió una caja de cigarrillos que tenía guardada en el equipaje y una franela que llevó al hombro, cargó también una linterna que encontró por ahí y arrastró una silla hasta afuera, al pie del faro. Allí encendió el primer cigarrillo y contempló las estrellas. Así estuvo, fumando y tomando café, hasta que solo le quedó uno de sus preciados pitillos de nicotina y el reloj marcó la una y diecinueve de la madrugada.

    En el bolso del equipaje guardaba otras nueve cajetillas, en unos minutos iría a buscar una más. La luz del faro titiló en ese instante, y se apagó de golpe cinco segundos después. Con la linterna alumbró su reloj y comprobó que era la hora que don Margiotta le especificó. «Vale, seguro se pasará en un rato, como dijo Margiotta» pensó y después recordó que tenía que reportar la falla por el comunicador. Pegó un brinco desde la silla, para ponerse de pie, y entró a la casa. El objeto estaba en la mesa de la cocina.

    —Aquí Román a... —recordó que don Margiotta nunca le dijo con quién hablaría. «Alguna central de asistencia ha de ser», supuso —. A quien sea que esté escuchándome. Es la una y veinte minutos de la madrugada, la luz del faro se apagó, tal cual me lo advirtió don Margiotta. Espero indicaciones.

    Nadie respondió.

    —¿Hola? —del otro lado no hubo pronunciamiento alguno. De pronto vio algo: —Pero qué cara...

    Román, asustado, dejó caer el comunicador cuando una luz intensa comenzó a colarse entre la ventana. Resultaba imposible que fuese el faro, no solo porque esta luz emitía un tono verdoso, sino que además provenía desde otra posición, parecía venir directo de la orilla, en dirección al mar adentro. Se tiró al piso y gateó hasta la ventana, asomándose por los cristales comprobó qué emitía la particular iluminación: un objeto metálico, de un tono grisáceo y azulado que, de su superficie, desprendía dicha luz verdosa. De aquella cosa, que Román concluyó después que era una especie de vehículo, caían chorros de agua, así que tenía que haber salido de las profundidades del mar. Para ese punto sentía que tenía el corazón a dos pálpitos de salirse disparado de su pecho. La nave ascendió lentamente y, en un abrir y cerrar de ojos, desapareció dejando tras de sí una estela brumosa de color verde fosforescente. La luz del faro Hércules se encendió apenas se disipó esa bruma. Román revivió el momento en su mente por el resto de la madrugada.

    Apenas el sol se vislumbró en el horizonte, don Margiotta tocó a su puerta. En la orilla Julio esperaba junto al bote.

    —Margiotta —saludó Román.

    —Preferiría que me llamara don Margiotta —respondió este, aparentemente sintiéndose ofendido.

    —Y yo hubiera preferido que me comentara con mayor detalle quiénes serían mis vecinos acá —Román no estaba de humor para cortesías. Margiotta pareció entenderlo en seguida.

    —¿Puedo pasar?

    —Claro... es su faro.

    Con el café recién hecho, que Román acababa de servir, y un par de cigarrillos, que para su sorpresa Margiotta aceptó fumar, continuó la plática. Charlaron sobre temas contractuales, disposición de la comida y cada cuánto podría Román visitar el pueblo, hasta que, una vez aclarados esos temas, dijo:

    —Acláreme algo, Don Margiotta, sobre eso que vi anoche... ¿Qué tan a menudo pasa?

    —Cada día, a la una y veinte de la madrugada, cuando se apaga el faro —respondió sin vacilar.

    —¿Y es lo que creo que es? —preguntó entonces, atento a cualquier ademán o señal de comportamiento extraño que pudiera hacer Margiotta.

    —¿Realmente quieres saberlo, Román? —no hubo mayor reacción en él.

    —Siendo sincero —solo quería un trabajo aburrido y una vida aburrida, justo lo que podía tener ahí —, no.

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Foto original de Pexels | Skitterphoto

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