Lucía: Tus mentiras | Relato |

in Literatos2 years ago


Lucía - Con fondo.png
Fotografía original de Pexels | Ksenia Chernaya

 

    Las gotas de sudor frío le bajaron por la frente. Respiraba con dificultad y un escalofrío acababa de recorrerle la espalda.

    —¿Rodrigo, estás bien? —preguntó su esposa, que despertó por el repentino espasmo de su marido.

    —Estoy bien, Ana —respondió. Apenas recobraba el aliento —. Fue solo una pesadilla.

    Acababa de soñar con la señora que atendió esa tarde, una anciana en bancarrota, cuyas tierras acababan de sufrir un incendio que consumió todo. La aseguradora donde él trabaja se negó a cubrir los gastos y ella le culpó de llevarle a la ruina, tal como pasó realmente. No obstante, en el sueño la mujer no se limitó solo a insultar, gimotear y escupir. Serpientes comenzaron a bajar por sus faldas, se arrastraron y comenzaron a enrollarse en él, hasta cortarle la respiración casi por completo, mientras la mujer decía algo que, por su peculiar forma de hablar, resultó incomprensible. Sin embargo logró recordar algo:

    —«Tus mentiras me quitaron lo que más quiero, y ahora te arrebatarán lo que más amas» —susurró, citando a la anciana.

    Vio de reojo a Ana, en su rostro esgrimía una expresión de preocupación.

    —Iré a ver a la bebé—dijo en voz baja, posiblemente para romper la tensión del momento.

    —Te acompaño.

    Ambos fueron a la habitación contigua, donde dormía la pequeña Lucía. Su quinto cumpleaños se avecinaba y ninguno de los dos podía creer lo rápido que pasó el tiempo. Conversaron por intervalos toda la noche en ese cuarto, casi entre susurros para no despertar a la niña.

    —¿A veces no sientes que, sin importar cuantos problemas tengamos, pareciera que todo se resuelve solo con verla?

    —Sí —era la razón de vivir de ambos, Rodrigo lo sabía muy bien.

    Todo lo que hacía en su día a día, desde que Lucía nació, lo hacía pensando en ella. En todo lo que quería darle, en que quería ser un buen padre. Amaba a Ana, y nunca dudó de que ella lo amara a él también, pero siempre estuvo convencido de que el amor por un hijo es algo diferente, más puro y más fuerte que cualquier otra cosa que alguien pudiera sentir por otra persona. Un sentimiento que nace desde las entrañas y que jamás podría desprender.

    —Es nuestra niña —dijo y, por alguna razón, en ese instante recordó las palabras de la anciana: «...te arrebatarán lo que más amas». Tragó seco.

    Horas después llegó al trabajo. El jefe, el ostentoso Don De Santis, le llamó a su oficina. Rodrigo suponía la razón del llamado: él era, en pocas palabras, el corredor de seguros que menos pérdidas registraba a la empresa. En ese entorno “pérdidas” significaba que la aseguradora terminaba haciéndose responsable económicamente de los daños que pudieran sufrir las pertenencias de algún cliente, y a él nadie le sacaba un centavo.

    Platicaron por un par de horas, acompañados de un escocés, sobre varios beneficiarios que Rodrigo atendió en el pasado, hasta llegar a la más reciente, la anciana del día anterior.

    —¿Cómo se llamaba? ¿Joriana, Arianna?

    —Georgiana —respondió Rodrigo. Pronunciar su nombre le causó cierto malestar.

    —Sí, eso —De Santis, por el contrario, parecía regocijarse al recordarla —. Te digo, Rodrigo, esa mujer nunca falló una cuota, y todavía no entiendo cómo carajos hiciste para hacerle creer que la compañía no estaba obligada a cubrir eso del incendio en su finca —dijo, y rebuznó una carcajada seca, un sonido digno de un burro como aquel con el que compartía tragos y, en el fondo, despreciaba profundamente.

    —Qué le puedo decir, Don De Santis, tengo un gran poder de convencimiento.

    —Sí que lo tienes —vertió otro trago de escocés en los vasos y lo propuso un brindis —. Es por eso que creo que ya es hora de que subas un escalón más en este negocio. ¿Te gustaría eso?

    Salió de allí con una sonrisa de oreja a oreja y un ascenso. Se tomó el resto del día libre y al día siguiente comenzaría en su nuevo puesto como asesor en jefe. Llegó al trote al estacionamiento y subió hasta su auto. Antes de encenderlo sonó su teléfono, Ana llamaba.

    —¡Mi amor! —no podía esperar para contarle las buenas nuevas —. Justo estaba por llam...

    —¡Rodrigo! —le interrumpió, sonaba horrorizada —¡Dios mío, ven rápido! ¡Lucía no está! ¡Hay mucha sangre! ¡Por favor ven rápido! —sollozó.

    Y «te arrebatarán lo que más amas» penetró, como una daga afilada y venenosa, dentro de la mente de Rodrigo.

    Llegó a la casa en un parpadeo. Se sorprendió al no ver ninguna patrulla y por un segundo pensó que quizá Ana habría encontrado a Lucía. Que todo quedó en un susto. Abrió la puerta, cruzó el umbral y otro escalofrío partió desde su nuca hasta el resto de la espalda.

    —¿Ana? —dijo en un tono de voz muy bajo. La incertidumbre lo mantenía alerta y, a la vez, aterrado.
Subió las escaleras y se paró frente a la puerta del cuarto de su hija, que estaba entreabierta. Una vez allí tragó seco y terminó de abrirla poco a poco. En las paredes y el techo resaltaron los enormes manchones de sangre, al igual que en la pequeña cama de la niña, sobre la cual estaba sentada Ana, también manchada en sangre. Ella sostenía una cosa pequeña, cubierta de pelaje negro y áspero, en su regazo.

    Aquello bien podría haber pasado por un perro, al menos a primera vista. Al acercarse un par de pasos más Rodrigo soltó un grito de horror y la cosa que su esposa acurrucaba saltó y, en dos brincos, alcanzó una esquina entre el techo y la pared.

    —¡No! —intervino Ana cuando Rodrigo se quitó un zapato para lanzárselo a la criatura — ¡Es Lucía! —dijo. Él la miró desconcertado, esperando el remate de lo que creyó que sería una broma de muy mal gusto.

    —¿De... de qué estás hablando?

    —Te digo que es Lucía —los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas —. Ella se asustó cuando entré al cuarto, por eso no la encontraba —«Enloqueció» pensó fugazmente Rodrigo —. No me mires con esa cara —siguió diciendo y, en una mezcla entre ira y tristeza, exclamó: —¡Rodrigo! ¡No me mires así! ¡Te digo que es tu hija! Es tu hija... es nuestra... es nuestra pequeña —repitió entre llantos.

    —Ana... —«Debemos buscar a nuestra hija. Esa cosa no puede serlo» estuvo a punto de decir cuando un sonido voló hasta sus oídos: «Papá».

    Ambos voltearon la vista, asombrados, hacia la espantosa bola de pelos que colgaba del techo: «Ma... má. Pa... pá —a pesar de la distorsión en las palabras, y la dificultad con que las pronunciaba, sin dudas aquella era la voz de su Lucía —. No... pe... pe... leen».

Continuará...

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Quizá lo digo muy seguido, pero esta vez sale desde lo más sincero que hay en mí: Este es uno de los cuentos que más he disfrutado escribir y, con certeza, el más largo hasta ahora. Ya tengo lista la segunda parte, que publicaré en los próximos días luego de darle los retoques finales.

Juan Pavón Antúnez

 

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Éxitos mi amor, me encantan tus cuentos, amo estar a tu lado cuando los escribes ❤️

Gracias, amor de mi vida. 💖

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