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En Turisupi solo se podía estudiar hasta el sexto grado de educación primaria. Comunmente al alcanzar ese último nivel de estudio en el caserío las niñas se dedicaban a ayudar a sus madres en los quehaceres del hogar hasta el momento en que les correspondiera formar sus propias familias. Los varones tomaban algún trabajo como aprendices o se dedicaban campo adentro a atender la parcela o conuco familiar. Solo algún privilegiado continuaba estudios de Bachillerato y luego la universidad y para ello debía desplazarse hasta Guyana o radicarse en alguna pensión o residencia estudiantil en Caracas, Valencia, Maracay, Mérida o Maracaibo.
En Turisupi la educación formal era impartida por tres personajes en una pequeña escuela rural de solo tres aulas. Los educadores eran: la maestra Carmencita, quien se encargaba de los niños en edad inicial en los grados primero y segundo, la maestra María Isabel (a quien todos llamaban la niña Maribel porque nunca se había casado). Ella era hermana de Servidea, la mamá de La Tula y se encargaba de los pequeños de tercero y cuarto grado, y el maestro Canelón quien enseñaba a los preadolescentes de quinto y sexto grados.
La escuela “Tacusuruma”, contaba, pues, con tres aulas de clase, una oficina para el director, dos baños, un cuartito para guardar los implementos de limpieza y un amplio patio central con una mata de mango altísima en medio. Era el lugar (el patio, no la mata) donde se hacía el “recreo” (En ese tiempo no se le llamaba “receso”), donde se cantaba el himno nacional todos los días, a las siete en punto, en el único turno de la pequeña escuela, y donde se hacían las verbenas, reuniones con los representantes (cada uno llevando su silla, ya que el director no aceptaba que sacaran los pupitres de los salones) y las sencillas festividades para marcar las temporadas de Navidad, Carnaval y Semana Santa.
Si entramos en el salón regentado por el maestro Canelón cualquier día, en la hora de clase, lo encontraremos en su escritorio, hablando desde el mismo a los chicos (ocupaban el lado izquierdo del salón los estudiantes del quinto grado y el lado derecho los de sexto grado) o copiando en el largo pizarrón compartido en dos segmentos por una cinta roja que lo cruzaba en el centro de arriba abajo delimitando así la zona de cada uno de los grados impartidos a la misma hora.
El maestro Canelón mantenía bajo el escritorio, bien oculta para que si se asomaba el director no la viera, una botella de a litro de caña blanca, aguardiente claro o grappa. Porque hay que hacer la aclaratoria que el maestro Canelón estaba alcoholizado y, como en la mayoría de los casos, se negaba a admitirlo.
Desde las siete a.m. hasta las nueve y media, hora del recreo, la botella bajaba cuatro dedos, pero entre las nueve y media (hora en que el director se iba a su casa porque vivía solo con su anciana madre y era el momento en que debía darle ciertos medicamentos, ocuparse de su aseo y “montar almuerzo”) y las doce, la emprendía con furia contra la misma y ya a mediodía quedaban sólo tres dedos de líquido, el maestro Canelón dormía sobre su escritorio y los chicos se escabullían a sus casas sabiendo que a eso de las tres o cuatro de la tarde verían salir al maestro Canelón de la escuela, caminando con aplomo después del sueño reparador, para dedicar el resto de la tarde a programar la clase del día siguiente. Esto lo hacía con total responsabilidad y sobre la fecha, porque le gustaba tener todo preparado “en calientico”.
El maestro Canelón era muy querido en Turisupi y se le perdonaba entre risas lo que en el pueblo llamaban “su único defecto”.
Pero este día el maestro Canelón había dejado la botella en casa, lo que hacía cada vez que tenían examen sus chicos. Entonces pasaba la mañana totalmente sobrio, serpenteando entre los pupitres con mirada de águila para evitar que los muchachos se copiaran unos de otros o se fijaran en esos minúsculos papelitos con datos que muchos estudiantes acostumbran ocultar hasta en los lugares más inverosímiles para recurrir a ellos en las preguntas difíciles y que son llamados en Venezuela “chuletas” y en Colombia “machetes”.
Estaba el maestro haciendo su ronda entre las filas de pupitres cuando el gordito Leo, el hijo de Angi movió su mano izquierda con celeridad para espantar un fastidiosísimo zancudo. Su movimiento, brusco y repentino, hizo que saliera del lugar que ocupaba debajo de la correa de su reloj pulsera un papelito doblado al que la fuerza de gravedad atrajo al suelo y la mala suerte llevó justo hasta los pies del maestro Canelón quien, tomándolo entre sus dedos lo mantuvo allí mientras continuaba su ronda.
El gordito Leo se puso rojo y comenzó a sudar. El maestro Canelón apenas le dirigió una mirada de soslayo. Llegó hasta el fondo del salón y giró, realizó su ronda de vigilancia en sentido opuesto, pero esta vez, al llegar a su escritorio se sentó en él. Leo se pasaba un pañuelo arrugado por la mojada nuca y bufaba sofocado.
El maestro Canelón desdobló el papelito que había conservado entre el pulgar y el índice, lo leyó detenidamente y luego llamó con voz estentórea:
- “ ¡Leo!”
A pesar de haber estado esperando ese llamado hacía rato, Leo se sobresaltó dando un respingo. - ¡Maestro!
- ¡Acérquese acá de inmediato!
Leo se paró frente al escritorio. Ahora sí que sudaba a chorros. Todos sintieron compasión por él. - ¿Qué tiene en el bolsillo izquierdo del pantalón? ¡Responda!
- Los capítulos 1 al 3, maestro.
- ¡Sáquelos!
Leo introdujo la mano en el bolsillo y sacó unas hojas de libro, dobladas y arrugadas. - ¿Y en el bolsillo derecho?
- Capítulos 2 al 5…maestro – Dijo Leo con un hilo de voz, haciendo un esfuerzo increíble para no llorar.
- ¡Sáquelos!
La misma operación. Y así siguió el maestro Canelón preguntando y Leo respondiendo y sacando los capítulos del libro… calcetín izquierdo…calcetín derecho…bolsillo trasero izquierdo…bolsillo trasero derecho…
¡Entonces entendimos! Leo había desarmado el libro y lo había distribuido cuidadosamente por toda su vestimenta. Lo que tenía bajo el reloj era… el mapa del tesoro: la ubicación de cada capítulo del libro.
Boleta de citación y expulsión por una semana (más la paliza recibida en casa) fue el saldo para el gordito Leo que después de este escarmiento nunca más se atrevió a intentar algo parecido.
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