La escena es poética por sí sola.
Un cacique yukpa de Machiques de Perijá, autodenominado “revolucionario” y chavista, en una radio local de esas que el gobierno llama de extrema derecha, denunciando que, por la falta de vialidad en la entidad, se han perdido 5 mil aguacates en lo que va de 2018.
Pero no es cualquier cacique yukpa. Es Sabino Romero, hijo del líder indígena del mismo nombre que fue asesinado en 2013, según la versión oficial, por múltiples disparos efectuados desde un vehículo por sujetos que posteriormente fueron encarcelados. A Sabino padre el gobierno de Hugo Chávez le hizo entrega en el 2009 de títulos de propiedad, que desató un conflicto entre ganaderos e indígenas de la región.
“Hoy, hay 30 comunidades indígenas que siembran yuca, malanga, café y topochos en Machiques de Perijá, estado Zulia, que se pierden en las productivas tierras de esa localidad ganadera por excelencia, por la falta de asfalto a las carreteras que comunican las fincas hacia la ciudad principal”, dice Romero, quien porta una cinta tricolor colgada de su hombro. “Hay 150 sacos de maíz que no se pueden sacar porque no hay vehículos y una carretera que esté en buen estado para transportarlo hasta el pueblo. Han tenido que trasladar lo poco que siembran a caballo o en burro. Como máximo trasladan dos sacos de topochos diarios”.
Aunque no es ésta su declaración más insólita, sino la confesión de que ni él, ni sus hermanos indígenas, saben cómo poner a producir las 845 hectáreas de terreno que les dio Chávez y que eran de “criollos”, como ellos se refieren a quienes no pertenecen a ninguna etnia.
“Necesitamos ayuda técnica de agrónomos porque hay tierras que son de siembra de café o de yucas y no sabemos distinguirlas para darle un tratamiento diferente a cada una. También tenemos pastos que nos han dejado los ganaderos que benefician a los animales para su alimentación, y no podemos eliminarlos”, comenta.
Este es, sin duda, el reflejo de lo que ha sido el desastre de la Revolución Bolivariana desde que Chávez empezó a expropiar empresas o tierras, bajo un desquiciado ideal al estilo de Robin Hood de quitarle al rico para darle al pobre; aunque el pobre no supiera qué hacer con lo que se le daba, nada más para construir una narrativa de presunta inclusión e igualdad, que ha terminado convirtiendo a Venezuela en una nación completamente improductiva y llena de miseria.
Por eso resultó tan risible, y deprimente a la vez, las expropiaciones de Kimberly Clark y Kelloggs, las cuales presuntamente fueron entregadas al “pueblo”, luego de sus dueños las abandonaran. Sobre la primera, ejecutada en 2016, Nicolás Maduro prometió levantar la producción a 100 millones de pañales mensuales, los cuales aún no se han visto a los supermercados. En cuanto a la segunda, el desastre quedó evidenciado en un despreciable vídeo donde el gobernador de Aragua, Rodolfo Marco Torres, entre aplausos y gritos, celebra la producción de la primera caja de cereal tras la intervención.
Pero no sólo se ha buscado construir una narrativa de gobierno bueno con los pobres a través de este estilo de hacer política: también forjar lealtad, como quedó evidenciado cuando se despidió a más de 17 mil trabajadores de PDVSA (47 % de la nómina) en 2003 tras el paro petrolero. Muchos de los cuales, por cierto, se convirtieron en un boom para Argentina.
Hoy en día prácticamente todas las empresas estatales del país están dirigidas por militares ignorantes, pero que son cómodos a Nicolás Maduro. De allí que PDVSA y Corpoelec, dos de las más importantes del país, estén al mando de dos mayores generales como Manuel Quevedo y Luis Motta Domínguez. Porque así debe ser: gente que responda con las armas, no que levante la producción petrolera o resuelva la crisis eléctrica.
Por ello es común escuchar en el discurso de líderes opositores y de un gran número de ciudadanos que el país lo que necesita es gente capacitada en las distintas áreas: economistas dirigiendo la economía, maestros dirigiendo la educación, ingenieros petroleros dirigiendo PDVSA, ingenieros eléctricos dirigiendo Corpoelec. No más militares corruptos en puestos estratégicos destruyendo lo poco que queda para enriquecerse y mantener el poder.
Pero es poco lo que al Estado le importa esta petición, cuando controla todos los poderes públicos y decide qué hacer y qué no hacer sin que nadie lo pueda evitar. Por eso pisa el acelerador con fuerza, sin mirar atrás, en cada una de sus demenciales decisiones. Total, las consecuencias no las sufren ellos sino el pueblo que tanto dicen amar.
Escrito junto a Nazaret Torres para Caracas Chronicles
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