El pardo - Relato (1)

in #spanish3 years ago (edited)

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«¡Cuidado con el Guadiana, cuando anochece, los diablos salen de caza!»

Nuño recordó las palabras del viejo mozárabe. Desde lo alto de la loma observaba con inquietud la vasta planicie de aguas desbordadas. La noche anterior, junto a la hoguera, el anciano le había contado historias de ese extraño río que desaparecía bajo tierra y luego volvía a brotar, de la nada. Pero aquello se parecía más a un pantano, un pantano de aguas grises cubierto de brumas. Y muy ancho. Demasiado. Cruzarlo no iba a ser fácil, nada fácil. Tendría que seguir la ribera y esperar que el cauce se estrechase, río abajo, y apareciese un puente o algún vado. Por allí, a poniente, a cuatro o cinco leguas, debía quedar Calatrava. Y enfrente, al pie de la sierra, el castillo de Malagón.

La otra orilla se suponía tierra castellana. En realidad, toda la llanura entre montes era una tierra de nadie; un territorio abierto a razias y cabalgadas de cristianos y de moros. Solo la habitaban los caballeros calatravos y algunos rudos pastores de frontera, que seguían usando los antiguos agostaderos y deambulaban, armados, de un lado a otro.

El día había amanecido apagado, uno de esos días fríos y nebulosos en los que el sol es incapaz de levantar la niebla del todo. Siguió el camino que le habían indicado y anduvo durante horas, cruzando páramos y encinares, intentando evitar las suaves depresiones donde se acumulaba la niebla. Debía de ser la hora sexta, y había caminado por lo menos dos leguas desde el amanecer. Necesitaba descansar un poco.

Inspiró profundamente. Flotaba en el aire el aroma agradable de las jaras y tomillos. No veía senda ni vereda, así que tocaba bajar a tronchamata. Se recogió bien el manto para evitar que se desgarrase y, apartando la maleza a golpe de cayado, empezó a descender por la ladera. Con mucho cuidado; lo último que necesitaba era caer en una madriguera y partirse una pierna en aquellos desiertos. Bastante suerte tenía de seguir todavía vivo y de una pieza.

Nuño suponía que, desde la orilla, podría calibrar mejor la situación. Y aprovecharía para beber un poco y rellenar el odre. Pero, una vez abajo, descubrió que no era tan fácil llegar hasta allí: le cortaba el paso un muro vegetal de carrizos y masiegas. Suspiró, resignado, y avanzó por la tupida vegetación. Se ayudaba otra vez del bastón del mozárabe. Era lo mejor que había sacado del viejo. Aplastaba hierbas y cañas, y evitaba el fango traicionero que aparecía aquí y allá.

Cuando llegó por fin hasta el margen, se vio frente a una especie de laguna abierta de superficie muy tranquila. A un tiro de flecha se extendía otra pared de carrizo, no muy alta, apenas un par de varas. Pero no estaba seguro de que creciera sobre tierra firme. Desde arriba le había calculado al río media legua de anchura, por lo menos. Había distinguido varias islas, pero también cúmulos vegetales de diversos tamaños en mitad de los tablazos. Incluso le había parecido que formaban, a veces, trochas y canales.

Volvieron los sonidos de las aves, enmudecidos durante unos momentos ante su avance. Sus graznidos y gorjeos resultaban perturbadores en ese entorno triste y fantasmagórico.

Escudriñó durante un buen rato el paraje. Había algunos ejemplares de ánades y aves zancudas chapoteando al fondo, ajenos a su presencia. A lo lejos, la niebla hacía desaparecer, poco a poco, el paisaje. Solo alcanzaba a distinguir, en lontananza, el perfil oscuro y difuminado de unos árboles retorcidos. Debía de haber alguna isla por allá pero no alcanzaba a ver bien. Junto a la orilla, el agua estaba cubierta de verdín y tenía una apariencia viscosa. Estaba claro que de allí no bebería.

Se rascó la barba, nervioso. No le gustaba el panorama. La atmósfera deprimente le estaba afectando el ánimo. Conocía las historias de encantadas y hadas moras que habitaban los remansos del Tajo y del Alberche; mujeres hermosas que peinaban sus cabellos junto a la orilla, y que fascinaban con sus cantos a los viajeros incautos, y tejían hechizos a su alrededor.


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Acuarela de Juan Gallego (@arcoiris). El pintor me ha cedido el archivo para acompañar el inicio de esta historia

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Autor: Javier Alcaraván (@iaberius)
La ilustración del encabezado es de Jaime García Mendoza y está tomada del libro de rol Aquelarre, 3ª ed.

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