El Baco (mi primera novela) 34

in #spanish3 years ago

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Damián le preguntó:
—¿Qué es el Santra Social Protestán?
—Bueno, po... como aquí Cáritas pero muncho mehón. Allí viví durante toda mi estancia en Ginebra.
El Centro Social Protestante era un lugar lóbrego, constituido por barracones prefabricados de madera y «poliéster», llenos de literas; cada una con una taquilla y un cajón. Allí compartían una taza de váter y una ducha cada diez emigrantes. A las cinco de la tarde, después de freír unas salchichas por turno riguroso y calentar la leche, sentados en sus catres se disponían como las gallinas a esperar la noche, que era lo único que se hacía corto cuando no llovía, porque la mayor parte del invierno, los más sensibles pasaban noches de insomnio ante el pertinaz ataque de la lluvia sobre el techo.
Contando su vida Juan, interrumpió Alfonso Sierra las vueltas de la multicopista y le recordó:
—Pero allí comías, que en España no habías llevado plato caliente a la boca hasta que hiciste la mili; y cuéntale, cuéntale a don Damián dónde aprendiste a leer.
Juan torció levemente la cabeza, y con una tímida sonrisa contestó:
—Algo de verdá tiene lo que dice Arfonzo, pero no es ezacto. Lo que paza ez que no zé decir lo que ziento.
—Se lo digo yo, don Damián. Este hombre, un desgraciao por la mala cabeza de su padre, y gracias a don Francisco Franco Bahamonde, aprendió lo que sabe y tuvo un porvenir. Aprendió cuatro o cinco idiomas y hoy es quien es. ¿Es así o no es así? —requería Alfonso a Juan, quien torcía la cabeza al otro lado sin cesar en su perdida sonrisa.
—Tampoco fue como tú dices, Arfonzo; porque mi padre, todo el mal que había hecho antes de que lo fusilaran, es que era republicano.
—¡Pues ya ves! ¿A quién se le ocurre, meterse a republicano con una familia que sacar adelante? Hoy, gracias a nosotros, los franquistas, tenéis libertad, tenéis democracia, pero sin perder la compostura, porque el restaurador lo dejó todo atado y bien atado.
Don Damián no encontraba ocasión de intervenir y sólo preguntó:
—¿Por qué, Alfonso, dice usted que Franco fue el restaurador? ¿Usted cree que él restauró las libertades? ¡Vamos, hombre...! Las libertades, las restauramos los que luchamos en la Universidad durante duros años de persecución.
—¡Pero, hombre! —repuso Alfonso Sierra Borrego—. Parece mentira que, siendo usted profesor, no se dé cuenta de que al Rey lo puso Franco. ¿O ya no se acuerda usted? Y creó la Seguridad Social y tantas cosas. —Damián no se sentía a gusto con la conversación, e intentaba cambiar de tema. Juan, inmóvil, se balanceaba sentado en el taburete—. Además, venció al comunismo; que ese era su principal objetivo. Bueno, lo vencimos, porque aunque yo era muy niño, me acuerdo perfectamente que colaboraba en todo lo que podía. ¿Qué hubiera pasado en España si en vez de ganar los nacionales «fueran» ganado los comunistas? Pues que estaríamos pasando hambre como en Rumanía o en Alemania del Este; ¿o, es que no lee usted los periódicos? Usted, don Damián, yo no sé si su familia de usted, tendría posibles, pero la mayoría de los estudiantes que hoy son profesores, médicos, abogados, lo son gracias a Franco. Mire, yo soy sargento de la Guardia Civil; y si hice carrera, ¿por qué fue? —Se le encendían las venas más superficiales a medida que iba subiendo el tono de voz en su convencido monólogo—. Y tú, Juan, dile a don Damián cuándo dejaste de pasar hambre.
Cortó Damián al punto diciendo:
—Mire, Alfonso, si dejar de pasar hambre implica tener que marcharse al extranjero... ¿Usted cree que eso es mérito de alguien?
—Hombre, pues... vaya... ¿Se cree usted, don Damián, que este hombre empezó a tener una vida digna por sus méritos? Mire ahora: conserje, igual que yo que soy suboficial; el más señorito de los conserjes.
Juan seguía balanceándose sin hablar, recordando, a la vez que miraba de medio lado al militar, aquellas tardes grises, sentado en el borde de la litera de abajo, dejando pasar los años; también recordaba el prado en el que tanto rocío pisó al salir cada mañana, la nieve del invierno, a Rosana la italiana con la que llegó a hacer el amor una vez, quedando amargado y célibe para el resto de sus días: —«Espagnolo de merda, eiaculatore precoce»—, aquella voz estridente por la que sigue pasando vergüenza, los cincuenta francos suizos que le costó la habitación del hotel, el reloj que, con el azoramiento del caso, se dejó olvidado en la mesilla de noche, y aquellas «ubres» que nunca podrá olvidar. Y las sempiternas canciones de Antonio Molina y Manolo Escobar que tanta emoción le llegaban a producir.
—¿Qué tal se portaban las putillas suizas, Juan? —continuó Alfonso en tono más relajado y esbozando una pícara sonrisa—. Porque tú, maricón no eres. Sólo hay que verte mirar a las niñas de COU en la primavera. Se te ponen los ojillos coloraos. ¿Eh?
Juan seguía mirando al infinito, apesadumbrado porque alguien se hubiera percatado de sus miradas de reojo disimulado a las alumnas, cuando entraban y salían del centro; y mientras Alfonso volvía a su multicopista intentó Juan una venganza que pasó desapercibida por lo inocente:
—Esta tarde, a las ziete, te toca a ti quedarte para cerrar, porque, en el zalón de actos, ze celebrará la prezentación de un zindicato.
— A las ocho he de ir con mi mujer al ginecólogo, de manera que es todo lo que puedo esperar; además ya hace una semana que tiene concertada la cita.
Antes de que tocara el timbre de salida de la última clase de la tarde, distintos sindicalistas habían llegado al vestíbulo donde se intercambiaban saludos, formándose corrillos que se confundieron con la multitud en el momento en que los alumnos abandonaban las aulas.
Algunos profesores comenzaron a ocupar las primeras butacas a la vez que no pocos chicos y chicas de tercero y COU. La mesa presidencial la componían dos secretarios provinciales de acción sindical, un secretario de organización y otros dos o tres cargos menores de los que llenan la cabecera sin más cometido que el de hacer bulto.
En el pasillo contiguo al salón, Alfonso paseaba nervioso fumando cigarro tras cigarro. El silencio se apoderó súbitamente del recinto sin más voz que la del conferenciante, que al fondo se podía oír clara y exhortativa: «¡Vosotros sois una clara representación del profesorado progresista que hará de la democracia una realidad perenne, y los conceptos de solidaridad y justicia social los transmitiréis a vuestros alumnos con los que podremos contar, y a la vista está, dada su masiva asistencia a este acto entre nuestros militantes intelectuales, que junto con la realidad laboral ostentan la encumbrada labor de seguir transformando este país, para continuar con los que durante la clandestinidad, en la dictadura, algunos de nosotros comenzamos. Que la derecha reaccionaria y cavernícola no tenga ni una sola voz; ni siquiera un eco que resuene. Hemos de abogar por la disolución de las fuerzas represivas y que la Guardia Civil sea eso, civil y no militar, que ni oprima ni reprima!…»
El chirriar de la puerta del Seminario de Historia cesó con la vuelta de llave que dio Damián al abandonarlo.
—¿Se va usted, don Damián? —pregunta Alfonso.
—Sí, hasta mañana, Alfonso. Y que sea leve la espera.
—Hasta las ocho menos cuarto. Ni un minuto más, que yo también tengo derechos. Además con las barbaridades que está diciendo ese buen señor. La verdad es que me está... —bajó el tono de voz mirando a todas partes— tocando los cojones. ¡Qué sabrá él lo que es la Guardia Civil! Y ahí lo tienes, arengando a los niños.
—Bueno, Alfonso, no son tan niños. Ya dijimos que sólo asistieran los de tercero y COU; y esos ya tienen los «güevos» negros para saber utilizar su libertad.
—¡Qué libertad ni libertad! Arengar a los niños como el capitán de mi compañía hacía con nosotros. Eso es lo que pretenden. Les quedan diez minutos porque cierro el Instituto. ¿Usted cree, don Damián, que favorece algo a la enseñanza el que se mezcle la política en los Institutos? Yo, desde luego, no soy quién para decidir nada, pero me parece una barbaridad. Ya ve usted qué van a sacar esas criaturas de ahí.
—Bueno, bueno, pero eso no es política; dése usted cuenta de que son los representantes del sindicato.
—¿Qué más da? Si todo es lo mismo. En definitiva, política.