El Baco (mi primera novela) 52

in #spanish3 years ago

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Damián se apaciguó al creer que a Emilio sólo le interesaban las palabras y sus florituras filológicas, semánticas o fonéticas, haciéndose un mundo en su intencionalidad de buscar El Baco y los pergaminos originales que había traducido el presunto abogado de Honorino el Viejo; asimismo dejó bien sentado que no trataría el asunto con Clara ni con Leo, pues deseaba para sí, con fruición desmedida, la originalidad del hallazgo.
Emilio, del mismo modo, se instaló en el convencimiento de haber engañado a Damián acerca de sus pretensiones: la historia y el arte, para él, quedaban relegados a un segundo plano, y así, lo único que podría investigarse sería un aspecto de la historia de la lengua a través del trabajo de Clara, y por lo tanto, le dejaría el camino abierto sin interumpirle la búsqueda de El Baco. También pensaba que, con estas cosas, últimamente se estaba ablandando y no debería olvidar los desprecios que Damián y sus compañeros de bando le habían proporcionado sin venir a cuento. Se había deslizado —y este era el hilo que había dejado un poco suelto— al proponerle a Damián que podrían llevar a cabo la investigación trabajando juntos; por lo que cambió el rumbo de su propósito, concluyendo que una buena fecha para comenzarla en solitario serían las vacaciones de la Semana Blanca que se avecinaba.

59
Se apresuró Emilio a llevar su «Peugeot 505» al garaje y tenerlo revisado para meterle varios miles de kilómetros de una tacada, siguiendo las rutas marcadas por los topónimos e hidrónimos reflejados en los escritos, para dar alcance a su vellocino de oro; por el contrario, Damián prefirió postergar el viaje a tierras leonesas hasta el próximo verano, no fuera a ser que el duro clima se convirtiera en enemigo, como le sucedió a las tropas napoleónicas en su más ignominiosa derrota: recordaba sus clases de Historia impartidas a los alumnos de primero…
Doce horas justas ocuparon el viaje de Emilio desde los ríos Guadalhorce y Guadalmedina hasta el Bernesga, incluida la comida y dos paradas en gasolineras. Como ya era de noche y se encontraba cansado, no dudó en alojarse en un hostal lujosísimo, donde, en otros tiempos, siendo presidio con mazmorras, don Francisco de Quevedo escribiera «Los Sueños». Nunca se había visto en otra igual con tanta reverencia de los botones. Delante de la excelsa fachada, jardines versallescos y una pulcritud fulgurante en aceras y calzadas llamaron la atención del granadino de la peluca. Se decía a sí mismo: mira tú por dónde, un alpujarreño nacido en tierra de moros y cristianos se encuentra investigando en León a los moros, cristianos y báquicos. ¡Cuántos hay que piensan que sólo existieron moros en Andalucía! Este y otros pensamientos le asaltaban entre el lujo de los doseles medievales, durante el insomnio, que llegó a prolongarse por más de dos horas y media. Leyó varias veces los escritos hasta aprenderlos de memoria pensando que podría figurar en los anales de la historia como autor de un gran descubrimiento para la cultura española. Tantos sacrificios y sinsabores, tantas privaciones así como las tardes eternas debajo de un flexo entre libros y papeles, o las horas muertas de consulta en archivos y bibliotecas estaban dando el resultado más sorprendente. Cómo no lo iban a dar si habían confluido talento y constancia en una misma persona…
Al día siguiente, para que no le disminuyeran demasiado los caudales, se despidió del Hostal de San Marcos con algo de melancolía, pues se había regustado en las alfombras gruesas; y se lanzó a la búsqueda de pinturas de Romano González o de su criado Caspe; o Castrellus, como había leído en una esquina de la última fotocopia del cuaderno. Se detuvo en esto porque se leía, textualmente, algo a lo que nadie le había dado importancia:
(«Tengo que corregir el nombre del siervo del pintor Romano González, porque algunas letras están borradas; pero con la lupa se ven bien los restos de tinta. La primera letra no es una «C», sino una «G». La «a» se lee perfectamente, pero la «s» no es tal, sino que es una «r». La «p» no es «p» sino una «s» larga. La «e» se lee perfectamente y la «a» final, es la que más trabajo me ha costado descubrir. Por lo tanto no pone «Caspe» sino «Garsea»; y al lado, en letras diminutas, pone «Castrellus». O sea que el nombre del pintor verdadero era: «Garsea Castrellus», nombre mucho más excelso que el del maestro; de tal manera que el que pintaba era el tal Castrellus; y Romano González era el que cobraba los dineros.»)
Le llamó la atención el nombre de un pueblo: Benavides; y de otro: Mansilla de Moros, lo mismo que el río Moro. Llegó al río Esla y en vano preguntó a casi todos los vecinos de Mansilla de las Mulas por El Baco. La respuesta más grotesca fue la de la señora Engracia, que al oír aspiraciones fonéticas en las eses de las palabras, supuso que también confundiría Baco con bajo; y farfulló con gritillos interrogativos: «¡Ay hijo! ¿El dios Baco? ¿No querrá usted preguntar por el Cristín pequeñín que tenemos en la ermita?» Por más vueltas que dio, nadie le proporcionaba respuesta satisfactoria. Recorrió el río y se mojó los zapatos pues venía una buena crecida; que por esta época, con más de un mes adelantado, el deshielo de las montañas se notaba mucho en las riberas. Recorrió la comarca y encontró bodegas que le recordaban grandes toperas excavadas en las colinas de los alrededores de los pueblos; pero todas estaban cerradas, y no encontró a nadie ni entrando ni saliendo de ellas.
Se anonadó mirando el horizonte infinito donde podría hacerse un estudio de manual sobre la perspectiva, apoyada en los postes de telégrafos; estos eran los únicos troncos que se veían alejarse y hacerse muy diminutos con una claridad meridiana a pesar de lo nublado del cielo, con colores grisáceos mezclados con azules ultramares y azules cobaltos, que contrastaban con los ocres de los surcos o de los barbechos y con los bermellones pálidos de los tejados de los pueblos de la moderna mesopotamia. Recorrió carreteras rectísimas y a cada pastor que encontraba cerca de las cunetas, cuidando ovejas, con una manta parda y un gran paraguas negro, le preguntaba... Ahora los pastores no superan los cuarenta años y tampoco tuvo éxito: nadie había oído jamás ni la más mínima noticia del retablo por el que se interesaba. Cinco días más duró su periplo por plazas y cantinas; el Peugeot 505 lo tenía lleno de barro por todas partes.Ya se daba por vencido cuando en la última posada preparaba los enseres personales antes de volver a Málaga; y el sábado por la mañana, cuando salía camino de la carretera general, aprovechó la ocasión, ya que pasaba al lado de una barbería abierta. Emilio usaba el peluquín, hecho de encargo, para tapar media cabeza, pero cada semana se cortaba el pelo propio con la intención de que no se notara la diferencia de longitud con los cabellos artificiales. Como la operación era un tanto aparatosa, siempre que podía, aprovechaba una barbería anónima y lejana, donde no lo conociera nadie. Durante su estancia en Málaga, se desplazaba a barberías de la costa del Sol para descubrir su media cabeza calva con arrugas profundas y plomizos pliegues con bridas laterales hasta la oreja derecha. Sólo tres personas en la minúscula barbería: el barbero de no más de la sesentena y dos clientes viejos, uno esperando turno y otro en el sillón, encerrado, troncocónico, dentro de un gran paño blanco, como una gran peonza invertida en la que su cabeza fuera el espigo mirando al techo.
—Buenos días —saludó Emilio entornando la puerta—, ¿habrá que esperar mucho tiempo?
Aquellos tres hombres le notaron un acento sevillano. En León no distinguen los distintos acentos andaluces lo mismo que en Andalucía, las gentes más iletradas consideran vascos a quienes proceden de cualquier región al norte de

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