El Enigma de Baphomet (304)

in #spanish3 years ago

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Me calmé un poco al oír su voz que me respondía desde dentro: “Pasa, pasa, que estamos entre amigos”.

Me tropecé en la penumbra y me hice daño en los dedos del pie derecho, que me dolieron fuertemente. Seguí unos pasos y descorrí otra cortina que daba a una sala cubierta de alfombras por el suelo, techo y paredes. Dos focos intensos iluminaban el recinto.

¡Me quedé cortado! No sabía qué decirles: ¡Nora y Pablo al lado de otro georgiano muy parecido al del mostrador del garito de arriba, en un subterráneo a ocho mil kilómetros de España!

Por un momento, no me pareció serio utilizar nuestra investigación de Baphomet para estos fines amorosos. La verdad es que me quedé sin habla, estaba sorprendido y enojado. Me acordé del refrán: “hablando del rey de Roma, hasta por la puerta asoma”, lo que me hizo sentirme ridículo, pero no dije nada.

Dudé de mí mismo al ver a Nora tan preciosa, con su eterna sonrisa recibiéndome para darme un beso en silencio, como esperándome a que entrara y revelarme, sin palabras, su recóndito secreto, con su pelo corto: ¡la mujer más encantadora!

Cuando hacía bien pocos días le dije a Clara que tenía que estar permitida la bigamia, no me entendía, y lo tomaba como la broma más cariñosa, pero yo se lo decía en serio porque era mi otro amor escondido. Yo creo que, en el fondo de la sinceridad que ha solido arruinar mis pequeñas cosas, estaba tan enamorado de ella como de Clara y sentí celos de Pablo por momentos. Ahora estaba entendiendo todo el misterio que se había traído Pablo conmigo. No obstante, seguí pensando que estos americanizados no ponen límites ni esperando un niño. Lo que no me encajaba es que Pablo utilizara el dinero del negocio de Alice para esto, aprovechando nuestra investigación de los pergaminos. ¡Es imposible! —me decía a mi mismo—.
¡No puede Pablo haber cambiado tanto! ¡Imposible... imposible! —concluía.

Se acercó Nora a darme un beso y un abrazo diciéndome:

—Ya me ha advertido Clara, que te sería muy difícil empuñar un arma y además nunca has tirado. Ni siquiera en la mili, porque te acogiste en su día a la objeción de conciencia cuando tenías que haber hecho la mili obligatoria.

Habló Nora con el georgiano y no les entendimos nada, pero nos encaminaron a una trampilla debajo de una gran alfombra en una esquina. Bajamos las escaleras ocultas hasta un gran sótano con cajas de madera y rifles, pistolas, metralletas en armarios con vidrieras correderas, granadas y lanzagranadas, toda clase de armas que yo nunca había visto.

—Yo ya he probado ésta —se levantó Nora la falda por un lado y me enseño una pistola pequeña que tenía en el muslo a modo de liguero—. Vamos a pasar a la sala de tiro a que pruebe Pablo la suya —volvieron a hablar en georgiano.
Pasamos a otro gran salón secreto igual que una bolera con dianas en el otro lado y mesas con orejeras para colocárnoslas mientras Pablo probaba su pistola.

El corazón no cesaba de latirme a trompicones.
Creo que me había equivocado de medio a medio y me llamé gilipollas, me llamé payaso, me llamé iluso de imaginación calenturienta. ¡No he acabado de aprender todavía! —me dije—. Ahora sí que había entendido sin palabras. La contundencia de los hechos, que estaba comprobando por mí mismo, me obligó a ser más reflexivo y decidí entregarme a los designios de Pablo y a su iniciativa.

Nora seguía hablando con el hombre y le traducía a Pablo nociones para mí incomprensibles: pistolas de acción simple, de acción doble, con acción del pulgar, con cargador en línea, y conceptos que se me escapaban.

Probó Pablo varias pistolas y tuvo que pagar, aparte, las municiones gastadas. La pistola que se ajustó con un correaje cruzado por el pecho, debajo de la chaqueta, era algo más grande que la de Nora.

—Por contabilidad interna, tenemos que pagarlas con dinero aparte —nos aclaró Nora cerrando los ojos y torciendo los labios, exigencia incomprensible, para nosotros, del comerciante armero—: un detalle que, en verdad, nos importaba poco.
Con el primer tiro de prueba me quedé sordo. Al ver que me tapaba los oídos con las palmas de las manos, vino el hombre muy raudo a ponerme las orejeras indicándole a Pablo que no siguiera disparando hasta que no las tuviera bien ajustadas. Nora también estuvo disparando y no fallaba ni un tiro al centro de la diana. Pablo se acercaba pero ninguna bala entraba en el centro. Todos los tiros se le movían. Nora le aconsejó: ¡Ésta! ¡Es la que mejor se ajusta a tu mano, con la que más puntería has disparado, porque la anatomía de tus dedos se acopla perfectamente a la curvatura del gatillo.

—¡Venga, vamos! —me dijo Pablo sonriendo—. Ahora ya has entendido.