El Enigma de Baphomet (307)

in #spanish3 years ago

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Todo en georgiano y por señas, pero les entendimos perfectamente.

Nos acercamos y no sólo cervezas, sino huevos fritos y toda clase en embutidos en lo que había sido un lujoso vagón restaurante en tiempos de Nikita Khrushchev cuando inauguró la línea ferroviaria. Por supuesto, cafés, vodka y cigarrillos. Con la música a volumen intenso hasta las doce de la noche, fuimos acercándonos a Armenia. Y nos recostamos en las literas pues estábamos rendidos.

A las dos de la mañana, paró el tren en un apeadero donde sólo había chabolas de latas oxidadas, con puertas y ventanas sacadas de desguaces, con antenas parabólicas como si fueran las banderas silenciosas que anunciaban modernidad en su interior. Una pareja de policías de uniformes grises con dorados galones sobados y gorras de plato inmensamente exaltadas, como levantadas de cascos, nos despertó sin miramientos, dándonos voces en georgiano, o quizás en armenio o ruso. Yo me desperté en el momento en que Pablo daba un salto desde la litera de arriba y sacaba el pasaporte, al tiempo que me decía que espabilara para enseñarle el mío.

Me flaqueaban las piernas del susto inesperado, pues no había supuesto que en la mitad del viaje, dentro del tren, harían los registros aduaneros. Nos hicieron sacar los maletines, miraban y remiraban las fotografías y nuestras caras. Menos mal que Pablo tuvo sangre fría. Yo ya no estaba para trotes semejantes pues me temblaban las rodillas y los labios, no sabía si de frío o de nerviosismo, ante la posibilidad de que le descubrieran la pistola. Aplicaban la linterna a los documentos repetidas veces. Yo estaba pensando que algo sospechaban o sabrían, que estaban a punto de descubrir el arma por haber recibido, quizás, un chivatazo de que Pablo iba armado con munición y arma de fuego.

Terminaron mirando debajo del asiento, con lo que pasaron al siguiente compartimento.

Durante la parada, los váteres permanecían cerrados y tuve que esperar a que arrancara.

A Yerevan llegamos por la mañana. La estación es grandiosa, con una cúpula que imita a las basílicas cristianas y lámparas versallescas de cristal de roca, pero con polvo sin limpiar desde la última vez que por allí pasó el presidente de la Unión Soviética. Estábamos un poco desconcertados y cansados. Tomamos un taxi hasta el museo, con tan mala suerte que, justamente, ese día estaba cerrado. Llegamos a la Plaza de la República, al hotel Marriott, y reservamos una habitación doble. Teníamos que esperar al día siguiente. Yo simulaba despreocupación pero vigilaba por ver qué cara se repetía en dos lugares distintos.

Al bajar la cuesta del museo de los pergaminos, le dije a Pablo al oído porque ya no me fiaba ni del taxista:

—Un hombre nos persigue.

—¿Dónde lo ves? —me preguntó Pablo.

—El que conduce el coche detrás de nosotros, pero no mires atrás ahora, porque no nos despega la vista. Es el mismo que paseaba por el andén de la estación cuando nos apeamos.

—Pues tendré que cargármelo, no queda más remedio. ¡Su vida o la nuestra! Yo me quiero mucho. Así que, al modo americano, como dice el tópico de los que nos llaman yanquis con desprecio. Voy a armarme de valor y sangre fría, y en el momento más oportuno tú lo distraes y yo lo sacrifico. Pero antes tenemos que cerciorarnos, no vaya a ser una casualidad imperdonable.

—¿No será mejor esperar hasta mañana a ver si se disipan sus intenciones al ver que hemos desaparecido con los pergaminos?