El Enigma de Baphomet (309)

in #spanish3 years ago

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igual que el armenio. Es el eusquera de un valle muy pequeño de no más de diez familias. Es que hay muchos idiomas vascos todos muy parecidos pero distintos. El de mis padres y abuelos era armenio. Bueno, igual que el armenio actual, aunque se diferencia en cuatro o cinco palabras; y el georgiano es igual que el del valle vecino, que yo de niña lo hablaba porque la chica que me cuidaba era de allí y me lo hablaba. ¡Anda que no le tomábamos el pelo porque decía palabras diferentes de la vida diaria! Pero vamos, que entre el georgiano y el eusquera del valle vecino al valle de mis abuelos no hay más diferencias que entre catalán y castellano. No sé si me explico. Y el armenio y el de mis abuelos, que no tiene nombre de idioma siquiera, son iguales. Es armenio. Mi abuelo hablaba armenio y nunca lo supo; bueno, hablaba el euskera de su aldea igual que el armenio. Y punto.
Sorprendí a Pablo con la boca abierta escuchando y nos cruzamos de nuevo la mirada. Yo cerré la boca porque la tenía igual que la suya.
—Bueno, chavales, que tengo que ir espabilando. Lo dicho. Podemos bajar en el mismo taxi hasta el aeropuerto de Yerevan. Así que, ¡arreando!
—Pero, ¿cuántos días llevas tú aquí? —le pregunté.
—Desde que me llamó Clara para que viniera a echaros una mano, ya van ocho días. La verdad es que ha sido todo muy rápido: París, Estambul, Tibilisi, Yerevan y zumbando pa casa de nuevo. Ya me ha dicho Clara dónde lo celebraremos por todo lo alto. Pero no os lo revelo, que es un secreto de amigas.
Fuimos al aeropuerto con ella y volvimos a dormir al hotel. Debía de estar la ciudad revuelta, a saber por las idas y venidas de la policía con sirenas estridentes. Pero no entendíamos lo que pasaba. Supusimos que algo tendría que ver el hallazgo del cadáver. Pregunté en inglés al recepcionista y me contestó escuetamente interrumpiendo la conversación en armenio con otros clientes:
—Que han cometido un crimen en una terraza —me dijo— y llevaba el cadáver varias horas muerto sin enterarse nadie, hasta que el camarero se percató de que no estaba dormido y siempre en la misma postura sin moverse.
Yo abrí los ojos sorprendido y Pablo me dijo a un lado:
—Ten cuidado que exageras demasiado. Mejor que no preguntes nada.
Yo dormí nervioso despertándome cada poco, y Pablo de un tirón a pata suelta, en la misma habitación de dos camas.
Después de desayunar, cogimos un taxi para llegar al museo en el momento en que abrieran, antes de que llegara ningún visitante. Yo subía la cuesta agitado.
Junto con nosotros llegó un autobús de alemanes. En la entrada estaba la chica que hablaba español, esperándonos. Los guías de los distintos idiomas estaban en un despacho. La chica morena de los ojazos, nos pasó para otro despacho al lado, supusimos que sería del director del museo. Nora tenía todo atado y bien atado. Nos saludó, nos invitó a sentarnos con un ademán y una sonrisa; la chica permanecía de pie a su lado, las manos abrochadas y pivotando sobre las puntillas de sus zapatos afilados.
—Tienen que firmar el documento de entrega —tradujo la chica esbozando una sonrisa con mirada de azabache brillante.
Abrió la carpeta y cogí yo los pergaminos con sutileza de manos. La emoción me pudo y no me contuve, mientras Pablo firmaba y me decía:
—Venga, no seas tonto, y firma.
En ese momento estaba leyendo en leonés antiguo la primera hoja de la escritura de 1235 con la miniatura del San Gregorio Iluminator, que había perdido Martín en estas tierras hace setecientos años.

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