El Enigma de Baphomet (315)

in #spanish3 years ago

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Entró Nora acompañada de un botones hasta la sala. Se la presentamos a Eva. Clara hacía de anfitriona.

—Yo había quedado en buscar a Alfonso Sierra y a Juan, los conserjes —le dije al profesor que subía la escalinata con la carpeta del libro debajo del brazo— y por más que he buscado no he dado con ellos. Hubiera sido un puntazo que hubieran venido. Las que han estado a punto de venir, y que al final no han podido, han sido Candi, la directora, y Nachi; siguen dando clase y no se atrevieron a pedir permiso para esto.

—Yo había imaginado —dijo el profesor— que de no reunirnos en fin de semana, habría muchas ausencias, pero, por si acaso me equivocaba, no quise disuadirte de tu empeño de reunirlos a todos alrededor de “mi libro”.

El maître se apartó discretamente de nosotros y miró el reloj con disimulo.

Habíamos quedado a las nueve y ya eran las nueve y veinte. Yo miré a Pablo de reojo, y él me respondió con movimientos de cabeza a ambos lados y de cejas preocupadas, mezcladas con expresiones tristes de la cara dirigidas hacia donde aguardaban los camareros rigurosamente etiquetados como estatuas egipcias.

Un escalofrío me recorrió el espinazo desde la nuca hasta la rabadilla, no sé si de rabia o de lástima de nosotros mismos.
“Tendré que controlarme” —me dije.

Eva se acercó a saludar al Vasco diciéndole que no había cambiado nada en veintitantos años: “¿Dónde dejaste tus eternas gafotas de concha?

Con esta intervención se distendió el ambiente desangelado ante las cincuenta y seis sillas desoladas para un puñadito de once comensales. Las gafas del Vasco eran diminutas y rectangulares, sin marco, barba larga y una flor en la solapa. “Para bailar un tango” —nos dijo.

Me dieron ganas de llamar a todos los ausentes, uno por uno, para decirles que se habían comportado como “guarros”. El profesor me vio la cara de ira y me sonrió dándome una palmada en la espalda, como para darme ánimos.
Nos miramos todos sin decirnos nada, sorteando la situación más violenta de nuestras vidas.

El profesor dirigió al mâitre la mirada y nos invitó con un gesto de la mano a que nos sentáramos en una esquina de la mesa inmensa y vacía. “Alice no lo asimila” —me decía Pablo—. Estaba llorando de vergüenza ajena.
Una vez sentados, Clara de pie, intentó reconfortarnos:

—Es obligado que hablen el profesor y José Antonio Arias Marculeta, alias “El Vasco”, para recordar tiempos, cuando los escuchábamos tan atentos y disciplinados en las clases de Lengua y de Historia.

Arreciaron las risas cariñosas al oír el alias, y una hija de

Eva comenzó con un canapé de caviar.

Al profesor, al Vasco, a Pablo y Alicia, a Nora, a Eva y a su marido, y a Clara y a mí, se nos había quitado el apetito. La otra hija de Eva siguió con una loncha de jamón ibérico.
Las fuentes seguían desbordantes. Dos camareros, pecho fuera y espalda arqueada, con cara de muñecos de cera y brillantina en el repeinado, nos sirvieron crema de no sé qué pez exótico.

El profesor se levantó con la copa en la mano diciendo:

—Pues había preparado estas palabras: “Antes de que terminemos todos con la tasa de alcoholemia alta, que hable Clara y nos explique un poco la génesis del libro.