El Enigma de Baphomet (317)

in #spanish3 years ago (edited)

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“Hasta allí se llega por el sendero entre los tejos —me gritaba—. ¿No eres tú Gotier Magnus, el sabio? Sal que no hay ya ningún peligro” —insistía una y otra vez a voces. Me llamó por mi apellido: “Gotier, Gotier”, hasta que por fin desapareció y me dejó tranquilo. Salí aterido de frío y me refugié de nuevo en el pajar donde me cambié de ropa. La mojada la metí debajo de la vaca y se fue secando poco a poco. Al cabo de dos días salí al sendero entre los tejos y observé que estaba pisado de haberlo recorrido varias veces, y que las huellas en la nieve helada no iban más que de la tapia hasta el sendero, con lo que me dispuse a explorarlo por si acaso. Pensé en quedar oculto en los pajares hasta que se me ocurriera alguna idea nueva. Entré en un mar de dudas y llegué a lo que aquel hombre había llamado la Atalaya donde terminaban las pisadas. Hice algo que al templario eremita de la Atalaya no se le había ocurrido: desde allí mismo hasta el cauce del río marqué las huellas de ida y volví pisando encima de las mías para que pareciera que solamente una vez alguien había caminado desde el camino hasta el río. Trepé por un lado agarrándome a los troncos de arbustos y de retamas. Exploré el recinto de dos o tres miradas.
Al ver la construcción tan buena, desistí de refugiarme en los pajares del convento aunque en ellos tuviera asegurada la comida: también era más probable que en los pajares alguien me descubriera. Sería mejor abastecerme por las noches, y residir en la Atalaya aprovechando la obra del templario perseguido, que había desaparecido y del que no volví a oír ni saber nada. Quizá tendría que permanecer en la Atalaya —me dije— hasta que se derritiera la nieve para marchar por la senda de los templarios vivos, larga travesía hasta el Atlántico en busca de los caballeros templarios con la cruz pattée en las velas de las naves donde se habían refugiado los supervivientes de la masacre.
Y ya llevo aquí todo el invierno magníficamente instalado, con un buen escritorio, con un buen asiento de madera, con hogar de piedras y con alcándaras y perchas. Cuando llegué aterido a este santuario solitario, protegido de Dios y de los Ángeles, me dieron la vida las yescas que no había utilizado el templario que había construido este templo sagrado del bienaventurado perseguido por la justicia, y la leña cortada y clasificada por tamaños. Había herramientas y utensilios de cocina. Me afiancé en mi fe en la Providencia Divina.
Desde que bajé la primera vez al pozo, no he vuelto a saber nada de Roderico.
En la Atalaya encontré colgados unos pergaminos que a duras penas entendía, escritos en el idioma endemoniado de los templarios de Ponferrada, y también otros que estaban sucios y mojados. Los sequé con esmero y los he aprovechado yo para escribir esto.
Después de varios días de vida regalada en la Atalaya, por la noche, oí el toque a misa del gallo, y me arrodillé como si estuviera presente. Al día siguiente me acerqué al convento en el momento de mayor silencio y llamé a la puerta. Me abrió un portero alelado y boquiabierto y le pregunté por Petrus.
—!Uy...! —me decía, orgulloso de proporcionar información a un peregrino—. Hace mucho tiempo que ya no es fraile. Es criado de un cura o del Obispo de Astorga. No aguantó nuestro voto de pobreza.
—Yo guardo unos escritos de Petrus —le dije con gesto humilde y compungido— y quiero devolvérselos. Si te los traigo ¿los guardarás tú en un sitio seguro de la biblioteca, y cuando vuelva Petrus le dices dónde los has guardado?
—Sí, sí... —le gustó la confidencia. Nadie, seguramente, le había confiado hasta ese momento un recado importante.
Hoy he dedicado el día a buscar carne fresca para asarla al fuego y he conseguido dos conejos a los que les había tapado las entradas a la madriguera. Manteca, todavía queda media cazuela del anterior templario. Y una ristra de ajos.