Aproximadamente en la época en la que Tolkien comenzaba a escribir sus extraordinarias fantasías sobre la Tierra Media, que habrían de levantar pasiones un siglo después, consiguiendo que el mundo se estremeciera con pasión viendo en las grandes pantallas de los cines las monumentales series de El Señor de los Anillos y El Hobbit, alguien, sin duda otro iluminado soñador, pensó en la conveniencia de instalar una pequeña Casa de Fieras en el madrileño Parque del Retiro.
Esta Casa de Fieras, en realidad un Zoo en miniatura, sobrevivió hasta bien entrado el siglo XX y lo crean o no, contó con animales tan exóticos y agresivos, como los leones, cuyo fiero rugido estremecía hasta el punto de convertir en escarpias el vello de todo aquél que osadamente se acercara a la pequeña casa de piedra en la que estaban encerrados.
Cuentan esas leyendas urbanas que nadie sabe de dónde vienen y tampoco a dónde van en realidad, que un día se escaparon y rondando a sus anchas por el parque, causaron tantos estragos y aterrorizaron a tanta gente, que las autoridades de la época, armadas hasta los dientes, se dispusieron a darles caza y sacrificarlos.
Pero antes de que eso sucediera, apareció un extraño personaje, afirmando que con sus poderes mágicos, podía reducir a las fieras sin necesidad de hacerlas daño.
De manera, que valiéndose de sus oscuras artes, convirtió en piedra a los fieros leones, dejándoles como guardianes de una hermosa avenida que desemboca, florida de rosas en primavera, en los jardines donde todavía vive a sus anchas una numerosa colonia de pavos reales.
Qué fue de este misterioso personaje, nadie lo sabe a ciencia cierta, pero todo el mundo cree que se transformó en un duendecillo de bronce, que sentado encima de la guarida de los leones, toca ininterrumpidamente su misteriosa flauta.
Y hay quien afirma, totalmente convencido, que cuando el duendecillo deje interpretar su mágica melodía, los leones volverán a su antiguo estado, atacando a todos aquellos que tengan la mala suerte de cruzarse en su camino.
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