Kheyada examinó la huella con detenimiento. Aún estaba fresca.
Llamó a su compañero, quien también estaba siguiendo el rastro del animal. Este no tardó en llegar. Al ver la huella sonrió con satisfacción. Kheyada asintió, y con su lanza apuntó justo enfrente de ellos, hacia unos arbustos, estaban cerca de la pradera, por lo tanto, también cerca del río. Si la intuición de Kheyada no se equivocaba, el ciervo iría a tomar agua.
Siguieron el camino hacia el río.
Las montañas siempre habían sido un buen terreno de caza, especialmente cuando el invierno se acercaba. A Kheyada y su compañero, los rodeaba una cadena montañosa que se extendía por decenas de kilómetros, con picos tan altos que tocaban las nubes. Altos pinos formaban un bosque al pie de las rocosas montañas, un manto de color verde que se perdía en el horizonte. El aire que se respiraba era limpio y frío. La vida florecía en estas zonas, razón por la que su tribu llevaba generaciones cazando aquí. Pero, también era un lugar de peligros. Los jóvenes cazadores tenían que estar alerta.
Ellos no eran los únicos depredadores al acecho. Y aquí, estaban en el territorio de las bestias.
Llegaron al río, la orilla estaba llena de pequeñas piedras que cubrían un suelo lodoso, la vegetación que crecía aquí era escasa. El agua, cristalina, corría serenamente, produciendo un sonido tranquilizante, el sonido de la naturaleza.
Aquí el aire era mucho más frío, por suerte las pieles que los cubrían mantenía el calor de sus cuerpos.
El compañero de Kheyada divisó peces en el agua, pero su amigo negó con la cabeza, señaló el suelo blando con su lanza, había huellas de ciervo, e iban río arriba. Necesitaban del ciervo. Luego podrían volver por los peces, pero primero requerían de algo grande.
Siguieron su camino río arriba cuando escucharon que los arbustos se agitaron. Una fracción de segundo después, una gran masa marrón salió disparada hacia ellos.
El oso se abalanzó a su dirección tan rápido que apenas pudieron reaccionar. Cada cazador se apartó hacia la dirección opuesta. Kheyada dio un traspié, su pie se atoró en el suelo lodoso, pero logró sacarlo y reincorporarse rápidamente. Al alzar la vista, se encontró con la mirada de la bestia.
Los ojos negros del oso estaban clavados en él, salvajes y hambrientos. El animal debía medir unos dos metros de alto, su volumen era increíble, casi no podía ver a su compañero detrás del animal. El pelaje marrón era grueso, y mostraba muchas cicatrices. Este animal era un peleador.
El oso rugió. Kheyada sostuvo la lanza firmemente y dio varias estocadas al aire, al tiempo que gritaba y hacia muecas. El animal mantuvo su distancia, lanzando potentes zarpazos con sus grandes garras. Si Kheyada no tenía cuidado, le arrebataría la lanza de sus manos con un solo golpe.
El otro joven cazador rodeó al oso, alzó la lanza y dio una estocada en el costado de la bestia. El filo del arma atravesó la carne limpiamente. El oso rugió de dolor y enfureció. Le dio cara al amigo de Kheyada, al hacerlo la lanza se forzó en sus manos y esta se libró de su agarre. Ahora estaba indefenso.
El oso se abalanzó sobre el joven. Le asestó un zarpazo en todo el pecho, tumbándolo el suelo. Kheyada atacó clavando su arma en el lomo del animal, este rápidamente respondió con un golpe. Kheyada se protegió con la lanza, pero aun así la fuerza del oso rompió el arma y derribó al joven de espaldas.
El animal fue por la presa más débil. Se dirigió hacia el compañero de Kheyada. Este no se movía, estaba tendido boca arriba con los ojos muy abiertos, escupiendo sangre por la boca, se le hacía difícil respirar. El golpe del oso dañó su caja torácica. La bestia se acercó, presionó la pata sobre su pecho, liberando aún más dolor. El joven gritó, pero no por mucho, la mandíbula de la bestia se cerró sobre su garganta. Cientos de kilogramos de presión se cerraron sobre su cuello, partiéndolo en instantes.
Mientras el oso estaba ocupado con su presa. Kheyada se reincorporó rápidamente, agarró el trozo de su lanza con la punta de piedra y se abalanzó contra el oso. Saltó sobre él, e incrustó la afilada punta en su ojo izquierdo, casi hasta la mitad. El animal se levantó en dos patas, aullando de dolor. Kheyada mantuvo el agarre, no se soltó. Sintió la sangre del oso entre los dedos. El animal se agitó y esta vez el joven no pudo mantenerse.
Cayó de espaldas, aún con el arma en la mano. La gran sombra del oso se alzó sobre él, cubriéndolo totalmente. El animal estaba en dos patas y se preparó para caer sobre Kheyada. Justo cuando descendió con todo su peso, el joven alzó al arma y con todas sus fuerzas gritó.
Al descender con todo su peso, el cuello del oso cayó limpiamente sobre la punta de la lanza. La bestia se hizo a un lado, con el arma aún clavada en su garganta. Dio traspiés, produjo ligeros gruñidos. Finalmente se desplomó en el suelo, cerca de la orilla. Allí dio su último aliento.
Kheyada se reincorporó. Su respiración estaba agitaba, el terror que sintió hace unos momentos permaneció, pero percibía como le estaba dando paso a un profundo dolor y desorientación. Se llevó la mano a la cabeza, estaba sangrando, debió golpearse con las piedras.
Eso no importaba ahora, él estaba bien. Su amigo… Se acercó al cuerpo. Su compañero yacía boca arriba, con la garganta destrozada, la sangre fluía libremente por la tierra, fundiéndose con el agua cristalina del río. Sus ojos eran vidriosos, vacíos de toda vida.
Kheyada se sentó al lado de su amigo, donde lo lloró y lo recordó. Esa noche dormiría cerca del río, para así poder darle a su amigo un entierro apropiado.
En cuando al oso. Se acercó al cuerpo de la bestia, sacó el cuchillo de piedra que tenía en su bota y le abrió el estómago. Tendría el recuerdo de este día grabado en su mente por siempre, y se llevaría un trofeo consigo.
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