LA PROMESA IMPOSIBLE
Un día antes de huir de la ciudad para salir a todo gas por
las anchas carreteras de Estados Unidos barridas por el
viento, yo estaba tres pisos por debajo del apartamento del
abuelo, con la mirada perdida en el mar al otro lado de la
playa, aferrando un retrato recién enmarcado de dos
muertos.
El Complejo Habitacional Calypso Sunrise de Viviendas
Asistidas para la Tercera Edad era como un pegote
ubicado entre el muelle de Santa Mónica y el paseo de Venice
Beach. Pero en esa extraña tierra de nadie, a menos
que se me cruzara alguien por delante, yo dejaba vagar la
mirada más allá de las pocas palmeras que se levantaban
retorcidas sobre la arena, por encima del trecho de playa,
en dirección a la interminable extensión del Pacífico, y podía
sentirme varado a orillas de una isla perdida y olvidada
en el mar.
Por lo menos así me sentía ahí parado, mientras reunía
el coraje para ir a devolverle la foto. La semana anterior, el
abuelo había destrozado el cristal y el marco en uno de sus
ataques y, aunque pude salvar la fotografía sin que se doblara
ni se rompiera, me hice varios cortes con los cristales
en los dedos y la palma de la mano. Pero conseguí salvarla.
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En la foto se veía a la abuela, con el pelo levantado en uno
de esos peinados de los años sesenta que parecían colmenas,
delante de su vieja furgoneta con paneles laterales de
madera, sosteniendo en brazos una versión infantil de mi
padre. No había sido la intención del abuelo destrozar la
foto, porque era su retrato favorito de la abuela, pero en un
acceso de ira la había barrido de la mesa con todo lo demás,
y el marco había ido a estrellarse contra la base de una
lámpara de pie. Estuve media hora pasando la aspiradora
alrededor del escritorio.
Todavía me dolían los cortes, sobre todo cuando llevaba
la correa del Viejo Salido doblemente enrollada en la
mano. El viejo ya estaba otra vez follándose la pata de un
banco en el paseo marítimo, pero yo lo dejaba porque prefería
que se desahogara antes de entrar. En el Calypso permitían
la entrada de mascotas, siempre que no se propasaran
con los residentes, los visitantes o el personal. De todos
modos, el Viejo Salido era pequeño para ser un american
staffordshire terrier, y con esa lengua atontada que le colgaba
por encima de los dientes era capaz de arrancarle una
sonrisa a un cadáver. Cuando se cansó de lo que estaba haciendo,
bostezó para hacérmelo saber, de modo que doblé
con él la esquina del aparcamiento y subimos juntos los
peldaños de la entrada principal.
Ninguno de los que vivían en el Calypso era millonario,
pero la residencia era un complejo de tres pisos que ocupaba
toda una manzana, con espacios comunes, restaurante, estudio
de arte, terrazas y un extenso jardín a un costado,
provisto de una fuente rodeada de árboles, donde a menudo
me sentaba con el abuelo para escuchar sus historias o
leerle poesía.
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Conocía a la mayoría del personal; eran todos muy
amables y vestían polos azules. Mientras cruzaba el vestíbulo
con el Viejo Salido, saludé con la mano a los empleados
del mostrador de recepción. Primero fui a ver en el jardín
—el abuelo no estaba— y después volví sobre mis
pasos hasta el ascensor para subir al apartamento. Llamé a
la puerta. No hubo respuesta, de modo que abrí y asomé la
cabeza.
—Mierda —dije.
El abuelo tenía otra vez un mal día.
La habitación estaba patas arriba, con la cama torcida,
las sábanas arrugadas como olas congeladas y la ropa desparramada
por el suelo. Había sacado los cajones de la cómoda,
los había vaciado y los había arrojado contra la
puerta del lavabo. También el cuarto de baño era una catástrofe.
Había abierto el armario de debajo de la pila y había
tirado a la bañera los frascos de las medicinas, el champú,
la pasta de dientes y el desodorante.
No era el auténtico abuelo el que hacía todo eso, sino el
hombre que tomaba el mando cada vez que tenía un ataque,
el hombre con una tormenta detrás de los ojos, un
desconocido para mí. A veces, cuando el acceso era muy
fuerte y me miraba con furia, llegaba a temer que tampoco
a mí me reconociera. Pero afirmar que no era él, que en
realidad era otro el que estaba de pie junto a la ventana, era
una cabronada por mi parte. No era justo decirlo. Aunque
me costara reconocerlo, era mi abuelo. Tenía que acostumbrarme
y necesitaba encontrar la manera de ayudarlo.
Iba vestido como siempre, con los pantalones grises y la
guayabera de dos tonos, y llevaba puestos los zapa
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mente hubiera salido de la habitación unas horas antes. Estaba
mirando por la ventana, más allá de los tablones de
madera del paseo marítimo y la arena de la playa, hacia el
Pacífico.
—Abuelo —dije, hablándole a su espalda—. Abuelo,
soy yo, Teddy.
Le solté la correa al Viejo Salido, que corrió hacia él, le
rozó la pierna con el hocico y volvió a mi lado, como esperando
instrucciones, y bien que me hubiera gustado dárselas.
Atravesé la habitación repitiéndole quién era yo, sin
dejar de acercarme a él, que seguía dándome la espalda. No
quería que se volviera de repente y me soltara un guantazo,
como era posible que hiciera, así que no lo toqué. Me aparté
a un lado y me apoyé en la pared. A la luz del sol crepuscular,
sus mejillas tenían una pátina dorada de lágrimas.
—Abuelo —le dije una vez más.
Alguien llamó a la puerta detrás de nosotros y la abrió
antes de que yo dijera nada. En el umbral aparecieron dos
tipos vestidos con los polos del Calypso: dos gorilas tremendos,
Julio y Frank, parecidos a los jugadores de fútbol
americano de mi colegio, que van por ahí sacando pecho y
balanceando los brazos a medio metro del cuerpo, como si
necesitaran ventilar cada dos por tres las axilas. Julio y
Frank acudían cuando se declaraba la «alerta roja» en el
apartamento de uno de los residentes, o cuando alguien se
perdía en el restaurante o en el vestíbulo durante una de las
actividades organizadas o a la hora de la comida.
—¿Todo en orden? —preguntó Julio, entrando en la
habitación, consciente de que no lo estaba—. ¿Llamamos a
la doctora Hannaway?
—No —respondí yo.
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El abuelo respiraba sosegadamente y se estaba enjugando
las lágrimas de las mejillas, por lo que era evidente que
ya se había calmado. Ya no estaba furioso. Guardaba silencio
porque tenía miedo. Su mirada saltaba sin cesar de la
ventana a mi cara y de mi cara a la ventana. Era probable
que no supiera por qué había arrasado la habitación. Tal
vez ni siquiera recordara que lo había hecho. El Viejo Salido
se frotó contra sus pantorrillas y el abuelo se agachó
para rascarle el lomo.
—Ya me ocupo yo —les aseguré a los gigantes.
—Dudo que puedas tú solo —replicó Frank. Le resplandeció
la calva cuando inclinó la cabeza bajo el marco
de la puerta para entrar en la habitación—. ¿Charlie?
—dijo dirigiéndose al abuelo.
Me planté delante de ellos.
—En serio. —Los detuve con la mano abierta—. Yo me
ocupo.
Julio frunció el ceño y señaló con un gesto el escritorio,
con todos los cajones abiertos y los bolígrafos, las revistas y
los papeles tirados por el suelo a su alrededor.
—Por favor, Teddy —dijo—. Somos profesionales.
—Y yo soy su familia —contesté.
De hecho, el abuelo era casi toda mi familia. Tenía a
mamá, claro, pero siempre estaba ausente en algún viaje de
negocios. Trabajaba todo el tiempo, como esa misma semana,
que se había ido a Shanghái. Aunque el abuelo ya no
vivía con nosotros, lo veía con más frecuencia que a ella.
Mi madre debía de haberlo visto un par de veces en los últimos
siete meses, desde que lo había dejado en el Calypso.
De modo que estábamos sólo el abuelo, el Viejo Salido y
yo, porque mi padre tampoco estaba. Nos había dejado
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hacía tanto que ya ni siquiera lo mencionábamos. Había
muerto.
—Ya lo sé, amiguito —dijo Julio—. Pero a veces tienes
que dejar que nos ocupemos de estas cosas. No puedes hacerlo
todo tú solo.
Yo no era ningún «amiguito» suyo, ni tampoco tenía
doce años para que me hablara como si estuviéramos en
una excursión del colegio. Yo era un tipo de diecisiete que
básicamente estaba intentando mantener unida a su familia,
o lo que quedaba de ella, mientras que al resto del mundo
le importaba una mierda que la familia Hendrix desapareciera
de repente como uno de los recuerdos del abuelo,
¡puf!, como si nunca hubiésemos existido.
—Abuelo —dije, y me aparté un poco, para no sorprenderlo
ni sobresaltarlo—. Abuelo, soy yo, Teddy. Tenemos
cosas que hacer.
«Teddy, tenemos cosas que hacer.» Debió de decirme
eso mismo un millón de veces a lo largo de mi infancia. Mi
madre trabajaba a todas horas y en casa estábamos sólo él
y yo. «Teddy, tenemos cosas que hacer.» Y fregábamos
el suelo de la cocina. «Teddy, tenemos cosas que hacer.»
Y nos sentábamos a terminar la redacción que me habían
mandado de deberes. «Teddy, tenemos cosas que hacer.»
Y nos íbamos al Comedor de San Cristóbal, a cocinar para
los indigentes que aparecían en la playa y el paseo marítimo
como restos de madera arrastrados por la marea.
El abuelo se volvió sin apartarse de la ventana y supe
que de nuevo era él mismo: el viejo héroe de guerra, la rigurosa
autoridad. La media sonrisa que le curvaba una comisura
de la boca equivalía a una sonrisa entera de cualquier
otra persona. Las nubes ya no le oscurecían los ojos.
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—¿Qué estabas buscando? —le pregunté, arriesgando
la paz del momento.
Julio y Frank se erguían escépticos ante nosotros, como
si estuvieran esperando a que el abuelo me diera un bofetón,
para poder gritar: «¡¿Lo ves?! ¡¿Qué te habíamos dicho?!».
—Una foto —contestó el abuelo—, aquélla en la que
aparece tu abuela de pie, delante de nuestra furgoneta.
—Claro —respondí, tratando de aparentar tanta calma
como me fue posible—. Nuestra favorita.
El abuelo asintió mirándome, sin perder la media sonrisa.
—Sí, exacto. Nuestra favorita.
—Chicos —dije, volviéndome hacia Julio y Frank—,
¿podéis dejarnos solos?
Al principio parecieron reacios, pero el abuelo les aseguró
que estaba bien y yo insistí en que así era, mientras
empezaba a recoger la ropa y el abuelo se ponía a arreglar
la cama. El Viejo Salido iba y venía en línea recta, como
trazando una frontera entre los gigantes y nosotros. Al final
se fueron, y yo me puse a pensar en lo mucho que habían
cambiado las cosas. Estaba ayudando al abuelo como
un padre ayuda a su hijo, del mismo modo que él me había
ayudado a mí cuando había venido a ocupar el vacío del
Padre Muerto.
Sin embargo, al mismo tiempo, me sentía aún como un
niño pequeño, porque no sabía qué hacer. Mientras montaba
la cómoda y volvía a guardar la ropa, no me decidía a
decirle al abuelo que la foto la tenía yo. Me habría sido fácil
fingir que la encontraba debajo de la cama. O también podría
haberle recordado que la había roto él la semana ante001-320
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rior y que yo había prometido llevar a reparar el marco, y
que así lo había hecho, aunque no con tanta rapidez como
habría sido deseable. En otras palabras, podría haberle dicho
la verdad, aunque «la verdad» sea un concepto asquerosamente
engañoso cuando tu abuelo se está muriendo
de alzhéimer.
El abuelo terminó de hacer la cama, con las sábanas
bien estiradas y remetidas con esmero y pulcritud debajo
de las esquinas del colchón, como sólo un antiguo infante de
la Marina sabe hacerlo, y volvió a la ventana.
—Todavía me parece verla —dijo, mirando hacia el exterior—:
las pulseras de plata, la blusa de flores, el color de
su pelo... También la oigo. Su risa. La manera que tenía de
decir mi nombre. —Apretó el puño y lo agitó en el aire,
como si estuviera amenazando al Pacífico, más allá de la
playa—. ¡Maldita enfermedad! Va a quitármela de nuevo...
Recogí la bolsa que había dejado junto a la puerta y fui a
reunirme con él delante de la ventana. Aunque yo era más
alto, me sentía pequeño y estúpido, con la bolsa que contenía
la fotografía de la abuela en la mano, como si esa imagen
pudiera reemplazar a la persona real. Le pasé el brazo
por los hombros y seguí su mirada hasta el mar, mientras
me preguntaba si el amor sería eso que nos lleva a intentar
lo imposible, como estaba haciendo el abuelo, que se aferraba
a cada recuerdo de la abuela, a pesar de que la enfermedad
se los estaba arrebatando todos a marchas forzadas.
—Abuelo —dije. Saqué la foto de la bolsa y se la di—. La
tengo yo.
La cogió con cuidado y después, como si la propia fotografía
lo estuviera arrastrando lejos de la ventana, la mantuvo
levantada por delante de su cuerpo, mientras se diri001-320
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gía de vuelta a la cama y se sentaba en el borde. «Si me
hubiera dado más prisa en traérsela —pensé—, no se habría
puesto a revolver toda la habitación, como un pirata
tratando de saquear lo que en realidad era suyo.»
Pero no, no me había dado prisa. Había tardado mucho
tiempo, y el tiempo era algo que el abuelo no podía derrochar.
La doctora Hannaway me había dicho que estaba entrando
en la fase intermedia del alzhéimer, pero que aún podía
y debía interactuar con el mundo. Me había dicho que
necesitaba salir de la habitación y ver a más gente. Yo lo intentaba,
pero las actividades del Calypso no le interesaban.
El abuelo levantó la vista, me miró y dio un par de palmadas
sobre la cama para que me sentara a su lado. El Viejo
Salido me siguió y se metió a presión entre las piernas del
abuelo, que le acarició la cara y le estrechó el cuerpo con las
rodillas. Después, el abuelo me rodeó los hombros, como si
quisiera darme ánimos, pero la curva rosácea de sus párpados
parecía más pesada y triste que de costumbre.
—Quiero volver a casa, Teddy.
—Ya lo sé —dije yo, negando despacio con la cabeza—.
Yo también quiero que vuelvas. No es lo mismo sin ti. Pero
mamá dice que estás enfermo. Dice que no puedes estar en
casa.
—Estoy enfermo.
—No, no es cierto. —Se me quebró la voz.
—Sí, Teddy. Es horrible. Lo sé. Se me escapan las cosas.
Como esta foto. ¿Cómo pude perderla?
Se estaba apagando. Tragué la enorme bola que sentía
en la garganta.
—No la perdiste —intenté animarlo.
Entornó los ojos, pero no dijo nada.
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—Estuve aquí la semana pasada. El marco... —Dudé un
momento—. Verás. El marco se había roto y tuve que llevarlo
a la tienda para que lo repararan.
Retiró el brazo. Inspiró profundamente y me cogió de
la mano.
—Teddy, no recuerdo haber roto ese marco.
—No importa.
—Sí que importa.
—No, no importa —mentí.
No le dije que había sido en uno de sus días malos, ni
tampoco le conté lo mucho que me había costado ordenar
la habitación y tranquilizarlo para que no vinieran Julio y
Frank.
—Vamos —añadí, estrechándole la mano a mi vez—.
No te preocupes. No es nada.
—No digas eso —replicó él—. Tengo la sensación horrible
de que todos me miran como si acabaran de decirme
algo, como si me hubieran hecho una pregunta y yo no supiera qué contestarles. Ni siquiera recuerdo la pregunta.
—Tenía la cara enrojecida—. No quiero perderlo todo,
Teddy. Por eso quiero volver.
—No puedo llevarte a casa, abuelo. Mamá no me dejaría.
—No digo aquí —contestó en voz baja—. A tu casa, no.
A la mía. Quiero volver a mi casa de Ithaca, a donde están
todos los recuerdos que tengo de tu abuela. Necesito volver,
antes de que desaparezcan del todo.
Le froté la espalda, pero él me miró y la expresión se le
suavizó.
—No permitas que la olvide, por favor.
No podría decir si me estaba hablando a mí o pensando
en voz alta. Tenía los ojos vidriosos y distantes.
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—Daría cualquier cosa por bajar con ella otra vez por
Mulberry Street y subir los peldaños de la iglesia de Santa
Elena, como cuando nos casamos. Por favor, no permitas
que la olvide. A ella no.
Lo abracé y le dije que no lo permitiría.
—Estoy contigo, abuelo. Soy yo, Teddy. Estoy aquí y
nunca dejaré que nada de eso pase —repetí, mientras lo
abrazaba y nos balanceábamos con suavidad, sentados en
una esquina de la cama.
Contuvo el aliento, enderezó la espalda y supe que en
ese momento estaba presente, conmigo. Me agarró un brazo
con fuerza. Sus ojos azules, iguales a los míos, me miraron
con una intensidad penetrante.
—Me da igual lo que pase o lo que sea preciso hacer,
pero no dejes que la olvide, Teddy.
—No lo haré.
—Prométemelo.
Me aferró con más fuerza aún. Yo sabía lo que significaba
una promesa para el abuelo.
—Te lo prometo.
—Un hombre vale tanto como su palabra, Teddy.
—Ya lo sé. Te lo prometo —le dije, pero el nudo que se
me formó en el estómago me hizo sentir que le estaba contando
una mentira, aunque me habría gustado creer que
era verdad.
Era la tercera vez que me lo pedía y la tercera que yo se
lo prometía, pero no podía saber si él recordaba las dos anteriores.
Después de la última, había adoptado la única solución
que se me había ocurrido: la había llamado «Libro
de la Familia Hendrix». Empecé a tomar notas y a apuntar
todo lo que el abuelo decía y recordaba. Quería escribirlo
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todo, de principio a fin, los relatos que, una vez entretejidos,
componían la gran historia, especialmente la de su
vida con la abuela, que era la que más le interesaba. El LFH
fue lo único que se me ocurrió para tratar de conservar sus
recuerdos de la abuela.
El ancla de su vida seguía enterrada en el suelo, pero su
mente había soltado amarras y se iba a la deriva, cada vez
más lejos.
El abuelo, héroe de guerra, había sobrevivido a Vietnam,
al largo camino de vuelta a casa, a las reacciones contra
los veteranos que tanto le había costado entender, a la
muerte de mi padre, que era su hijo, y a la de su mujer.
Pero allí, marchitándose en una habitación a orillas del
océano, escondido del mundo tras un velo de lágrimas, estaba
perdiendo la batalla contra el alzhéimer.
—Deja que la enfermedad me mate, Teddy, pero no
permitas que me olvide de ella.
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