MARTÍN PESCADOR (español colombia)

in #borrador5 years ago

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PRIMER CAPÍTULO.

Cinco de la tarde de un jueves cualquiera de noviembre, en los años setenta. Eran tiempos áridos de verano, la brisa silbaba y hacía ruido entre las ramas verdes y amarillas de los árboles en el barranco. La playa a lado y lado del río, el escaso y tranquilo cauce cristalino; hacían del lugar un hermoso paraíso. Medianas olas eran agitadas por la brisa que soplaba río arriba desde el Humea. Se oía repetido el canto alegre de gaviotas que acicalaban y alimentaban sus polluelos en cada nido en la arena seca. Y manadas de alcaravanes, hacían algarabía sobre grandes dunas amarillas al otro lado del río. Hasta las pequeñas nubes blancas, habían desaparecido del cielo; que se confundía con el azul de las montañas lejanas, más allá del morichal y el estero.
El sol aún se sentía picante, sobre la cara lampiña de José Rafael Antonio Martín Frías; el pescador más famoso de la región. Como era su costumbre todos los días, se embriagaba después de gritar y vender su pescado fresco; por las calles destapadas y polvorientas de Puerto López. Había llegado allí, apenas cuando cumplió diez años y era huérfano hacía cinco; sus padres fueron presa de la insurgencia en las montañas Santandereanas. Martín, montaba en su canoa y dejaba que el río, lo llevará dormido a la deriva, hasta su ranchería, como el mismo llamaba; su casita humilde de estacas y moriches en el barranco. Allí vivía con Rosario de Dios desde algún tiempo y Juancho Nieves, su hijo de cinco años.
Eran treinta kilómetros desde el pueblo hasta su ranchería; el único tiempo que Martín utilizaba para dormir. Pescaba toda la noche y en la madrugada remontaba el río; con palanca y canalete, llevando su cargamento, producto de su frío trabajo nocturno.
Por unos pocos pesos lo vendía y volvía a los toldos de la playa en el Puerto; donde entre vallenatos, nostálgicas rancheras y mujeres alegronas, se volvía a quedar con los bolsillos vacíos. Menos mal que antes de llegar al lugar; había comprado en la tienda del viejo Lucho Cañón; un kilo de sal, una panela y un manojo grande de cebolla larga.
Bailaba, cantaba, parrandeaba y decía ser socio y amigo personal de un tal Carlos Ledher; pero cuando se veía sin un peso, se le descuadraba la risa, se hacía el dormido y al menor descuido del cantinero, se iba sin pagar la cuenta. Al otro día pagaría con pescado fresco; después de recibir insultos despectivos.
Cuando otra vez eran las dos de la tarde, como podía llegaba tambaleando, hasta la canoa; con el pantalón blanco, sucio en el fundillo por tanto cambiarle el agua al canario cuando estuvo jugando tejo, los bolsillos por fuera, un billete de dos pesos arrugado por dentro en la copa de su sombrero alón de paja y en una talega de fique llevaba la sal, la panela y el gajo de cebollas largas ahora espichadas.
Soltaba la canoa, montaba y se entregaba a su mejor sueño río abajo.
Tres horas más tarde, después de haber estado un rato encallado en algún regadal y haber sido empujado por la brisa; estaban Rosario de Dios y Juancho Nieves, esperándolo en el barranco, con un largo lazo para enlazar la canoa, orillarla y sacar a empujones a su marido hasta la ranchería.
Cuando Rosario por fin lo lograba subir a la cama; Martín se despertaba y pedía dos platados de caldo espeso, con cabeza de cachama morocota, mucha yuca cocinada y una totumada de guarapo fermentado. Juancho Nieves de cinco años, sin camisa, con pantaloneta roja, sombrerito también de paja y barrigón por los parásitos del agua; como su padre no le había traído panes ni dulces, rascaba su cabeza, restregaba sus vivarachos ojos y se iba a bañar al río.
Juancho Nieves, no tenía nada más que dos camisas viejas, una pantaloneta roja y rasgada atrás, un pantalón sin mangas, el sombrerito de paja, una cauchera blanca y un jeep militar con dos metros piola para jalar. El jeep de pasta y usado, se lo había mandado el niño Dios, en la navidad pasada; lo encontró esa mañana en la orilla de la playa, enredado en una pequeña palizada y con una sola llanta. Aunque su padre ese día tampoco le había traído panes ni dulces del pueblo; se sentía el niño más feliz del mundo.
La única cama donde dormían los tres la había hecho Martín, con cuatro estacas clavadas en el piso de tierra y travesaños de arrayán, amarrados con duros bejucos. El colchón era un junco armado y prensado de calcetas secas de vástago de plátano.
Esa tarde ya habían pasado de regreso las garzas, el sol rojo se estaba escondiendo detrás de los tupidos matorrales
y Juancho Nieves, no había regresado de bañarse en el río...

un nuevo capítulo cada lunes.

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