Si aquella noche
Si aquella noche, en lugar de preguntarle a Luciana: “¿Aceptas como esposo a Alberto, en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separe?”, el sacerdote Eleazar hubiese dicho: “Luciana, ¿aceptas como a esposo a Alberto, sabiendo que es avaro, perezoso, machista, poco emprendedor, inmaduro, infiel y que terminará dependiendo de ti como un niño de su madre?, aunque, hay que admitirlo, tiene algunas virtudes, como el buen humor, lo descomplicado, soñador y buena persona…” Y si, en lugar de preguntarle a Alberto “¿aceptas como esposa a Luciana, en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separe?”, hubiese planteado: “aceptas como esposa a Luciana, sabiendo que es celosa, quisquillosa con el orden y el aseo, controladora, que terminará tratándote como a un hijo? aunque tiene algunas virtudes, como lo solidaria, familiar, leal, amable… tal vez se habría evitado una historia más de dolor, aunque también unas cuantas alegrías.
Así fue cómo el sacerdote Eleazar no impidió un matrimonio desgraciado e infeliz a Alberto y Luciana. Es que si cada sacerdote, jefe civil, alcalde o prefecto que celebra bodas, civiles o eclesiásticas, lo mismo da, formulase estas preguntas, las posibles respuestas negativas serían bochornosas, el hazmerreír del año, la raya imborrable; pero, tal vez serían la salvación a tiempo para tanta gente que con tanta facilidad se involucra en relaciones fallidas y dolorosas y, en el ¿mejor? de los casos, aburridas.
Aquella noche, todos estaban de punta en blanco. La felicidad irradiaba en todos los rostros. Cada celular era una cámara fotográfica que permitía registrar y guardar los momentos que quisiesen. En todas las fotografías tomadas a la pareja contrayente, sus sonrisas espléndidas y rostros decían a gritos que solamente la felicidad era posible a partir de ahora, que su unión ante Dios y los hombres era la mejor decisión que podrían tomar, que ya no era posible estar el uno sin la otra, que estar lejos restaba sentido a la existencia.
Hasta el religioso que les formuló las preguntas, que de tanto repetirse han perdido el sentido y ya se les responde con un automatismo de muerte, se permitió unas copitas, más allá de su costumbre. Es que era imposible no regocijarse de la plenitud que aquellas personas, especialmente los novios, emanaban. ¡Gloria a Dios!
Supongamos que el sacerdote Eleazar hubiese optado por las segundas interrogantes: Luciana, como respuesta, habría abierto los ojos, sorprendida, habría balbuceado estee, ah, uju, y habría reído nerviosamente, fingiendo sorpresa; lo cual es una pose, pues ella ya lo presiente. De alguna forma, ha comenzado a saber que no es tan cierta esa cantidad de virtudes que ha querido y creído ver en Alberto. Pero, así y todo, soporta el mal momento y mira al clérigo, pidiendo clemencia.
Los invitados ríen, pues, en solidaridad con los contrayentes, se lo han tomado a chiste. De hecho, creen que es una broma. Y ella, tratando de salirse de lo que cree un juego, contesta: claro, que lo acepto, yo lo amo. En este momento aquello del amor incondicional le juega una pesada broma, pero ella juega a no saberlo. Está diciendo que, aun sabiendo lo que le han advertido, decide estar con él, porque lo ama. Cree que su amor será suficiente para lidiar con esas imperfecciones, aunque guarda la esperanza de que sean solo vainas de un cura viejo, necio y aguafiestas.
Pero insistamos en que oyó y creyó las palabras del sacerdote, pues lo valora como un hombre sabio y bueno. Le queda un recurso por agotar y echará mano de él, tal como lo hizo. Paralelamente a su repuesta oral, se dijo en su pensamiento: “si, ya me lo sospechaba, pero tranquilo, que yo me encargo de quitarle esos detallitos, ya verá, a partir de ahora, mi amor lo cambiará”. Todo esto lo dijo y pensó, mientras esbozaba y sostenía la sonrisa más plácida que pueda imaginarse.
Nadie, ni ella misma, percibió el deslizamiento de apenas dos milímetros que experimentó su velo. Tampoco fue capaz de percatarse del sudor de sus manos, lo cual sucedía debajo de sus brazos enguantados de blanco. Eran dos señales que, quizá, su abuela le enviaba del más allá y que ella, en su sopor amoroso, no percibió.
Por su parte Alberto, cuando recibió las incómodas preguntas, no tuvo problemas en mostrar cara de cordero degollado y, muy teatralmente, dijo: por ella soporto lo que sea, padre, por su amor, voy al mismo infierno y regreso… y pretendía seguir hablando, pero el sacerdote no le dejó, interrumpiendo sus palabras con una amonestación: en casa de Dios no se nombra al enemigo, hijo mío. En nuestras bocas, siempre, y especialmente hoy, sólo debe estar el nombre de Jesús. Amén, repitieron todos los presentes, incluso Alberto, aunque la vergüenza bañaba su rostro.
Fue así como nadie hizo nada por evitar ese fracaso. El más pesimista lo calificaría de “anunciado”, mientras el más soñador diría que misteriosos son los caminos del Señor. Y las horas transcurrirían entre bailes, conversaciones, felicitaciones, regalos, tragos y pasapalos. En algún momento de la velada Luciana dejó al descubierto las razones verdaderas de todo aquello, cuando preñada de emoción recibió el abrazo de su amiga de infancia, Elena, y le dijo: amiga, por fin pertenezco al gremio de las casadas.
Juan José, psicólogo, tímidamente permanecía casi escondido en un rincón y, cuando escuchó aquellas nueve palabras, dijo para sus adentros: así son todas, cortadas con la misma tijera, mientras apuraba un trago, para soportar aquella muchedumbre que ya lo abrumaba.