Un día Baltazar (2/3)

in #cuento7 years ago

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No te podés quejar, boludo.

El vapor llenaba todos los rincones y Jerry tosió haciendo mucho ruido. Escupió en el piso y se puso una campera impermeable sobre la camiseta de algodón transpirada.

La mejor defensa es un buen ataque, como siempre digo, razonó Armando. Diego estaba elongando, haciendo fuerza con las piernas contra la pared del vestuario. Después de bañarse se ponían las mismas camperas blancas. Entre los dos hicieron seis de los nueve goles de esa noche.

Después de esto no nos vamos a juntar para correr nunca, le dijo Gustavo al Gordo que estaba teniendo problemas para desatarse los cordones.

Puede ser.

Jerry se sentó en el banco a su lado y alcanzó la riñonera junto con sus zapatillas. Tomó la lata pequeña, la abrió con cuidado y empezó a armar un cigarrillo de marihuana.

Gustavo se quitó la toalla rosada que lo envolvía y la tiró cerca de su bolso. Los jugadores del otro equipo se retiraron sin pasar por el vestuario y sin saludar. Alguna vez nos tenía que tocar, explicó y comenzó a vestirse sin apuro. Jerry encendió el cigarrillo y se lo alcanzó. Se llenó de humo dos veces y se lo pasó a Armando. Este fumó con los ojos cerrados y después lo sostuvo en la boca de su hermano que elongaba.

Me tengo que disculpar, es lo último de la cosecha anterior. Pronto tendremos hierba fresca, dijo Jerry y se puso su sombrero de cowboy. Era marrón oscuro, de cuero, con el ala reforzada y rodeado por una guarda a cuadros blancos y negros.


12

Se despertó cinco minutos antes de que sonase el despertador. Con los ojos llenos de lágrimas y un nudo en la garganta. Estaba en la primaria pero reconocía su cuerpo actual. Y, por alguna razón, no terminaba de salir el sol. Pero era verano, y tenían permitido usar pantalón corto bajo el guardapolvo. Él sabía que abajo no tenía nada. Y sabía que lo iban a descubrir. Estaba perdido. Era un fraude y no lo podía mantener mucho tiempo más. Quiso correr pero la calle se deshizo bajo sus pies. un vidrio que no soportó se rompió en mil pedazos. Cayó en silencio, bajo la atenta mirada de varios maestros gigantes con cara de Carlos.

Un sueño recurrente. Actualizado, se dijo.

Miró a Amalia descansando a su lado y se frotó los ojos. Respiró hondo. Se lavó la cara y se dirigió a la cocina para preparar el desayuno. Le mandó un mensaje a Clarita y le pidió que tuviera listo el material para la reunión de esa tarde con un cliente.


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La vida es esto.

El Gordo sólo fumaba habanos. Sólo cuando iba al sauna. Estaba envuelto con una toalla blanca, nueva, en la cintura. Sentado sobre un banco de madera, recostado sobre la pared y con los ojos cerrados. Sostenía el cigarro con la mano derecha y su cabeza con la otra.

Ni más ni menos. La vida es precisamente esto, aclaró.

Gustavo lo miraba desde otro banco de madera, enfrentado. Se rascó la cabeza y resopló. La cara le brillaba cubierta de sudor. 

Explicale eso a Amalia. O a mi suegro.

Cuando salís de acá resolvés todo. Ahora relajate, sugirió el Gordo sin abrir los ojos.

Gustavo se detuvo un minuto a observar a su amigo. Parecía inconsciente de no ser por la pitada que daba cada algunos minutos al grueso cigarro. Siguió su contorno a través de la nube de vapor denso. Es una boya tansatlántica, se dijo. El hijo de puta es una boya tansatlántica. 

Trató de cerrar los ojos pero no pudo descansar ni concentrarse en nada. Se dio cuenta de que estaba apretando mucho la mandíbula y trató de relajarse.

Tengo el salón, la iglesia, reserva para el registro civil y una lista preliminar de invitados. Se rió en silencio. Tengo el cura amigo de su familia arreglado de palabra, los autos y alguien que hace el sonido y pasa música.

El vapor era denso y empezó a sentir picazón en todo el cuerpo.

¿Banda?

Me falta la banda, otros espectáculos, algún detalle de la comida y la gente del video.

Bien, dijo el Gordo con gesto de aprobación y tosió haciendo mucho ruido. Abrió los ojos y miró a su alrededor como si estuviera despertando de un trance. Se llenó la boca de humo y de inmediato lo expulsó. Tienen un toque de algo, dijo. Un no se qué. Puede ser vainilla, sugirió en tono pensativo. Después volvió a recostarse sobre la pared y cerró los ojos.


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Jerry le gritó que entrara, desde la terraza. La puerta estaba sin llave y Gustavo pasó, cruzo el comedor y subió la escalera. Cuando estaba en los últimos escalones pudo ver la cabeza de su amigo y de Diego. Cuando llegó arriba encontró a Armando y Álvaro González al otro lado de una mesa de plástico.

Five minutes, dijo Jerry sin mirarlo e hizo un gesto con la mano.

Sacó una cerveza de la heladerita y se acomodó en una de las reposeras. Se puso los anteojos negros y miró con atención la parrilla. Una especie de edificio pequeño que cortaba lo plano del lugar. Prefabricada, concluyó y tomó un sorbo largo.

El partido de truco se desarrolló casi en silencio pero Gustavo no se sorprendió. Sabía que era algo serio para ellos. 

Se tapó la vista con el brazo. Después de unos segundos tuvo que acomodar la cabeza de costado, desistiendo ante el reflejo del sol sobre un techo de chapa. Tuvo así un mejor ángulo para observar la mesa y el partido. Cuántos hippies juntos, fue lo primero que pensó al ver a los cuatro con las cartas en la mano. Descalzos y con el torso desnudo.

Se acercó al papel donde estaban asentado los puntos de cada pareja y se sorprendió por la diferencia. Se acercó a la baranda y miró hacia abajo. Jerry despidió a los mellizos con un abrazo y volvió a meterse adentro. Gustavo trató de escupir la vereda opuesta pero sólo llegó a mitad del asfalto. 

La terraza, las paredes, la parrilla y la baranda estaban pintadas de blanco. Él mismo le había recomendado su pintor de confianza. Recordó esos días y sonrió. Quería que todo brille. El tema de la luz.

Álvaro González y Jerry aparecieron por la puerta y agarraron una cerveza cada uno. Se sentaron a la mesa junto a Gustavo.

¿Siempre pierden por tanta diferencia?

Casi siempre. Esos dos son muy diablos para el truco.

Pero cada dólar, aclaró Jerry, lo recuperamos en el tenis de mesa. Con intereses.

Escuchame. Álvaro González lo miró serio. Me tengo que ir rápido, dijo. 

Sin dar demasiados detalles explicó que Baltazar era una mentira. Por decirlo de alguna manera, aclaró. Su negocio con el teatro de revista marcha muy bien, es verdad. Pero la plata grande sale de otro lado, dijo. Escuchá esto. Jerry abrió grandes los ojos. Cine independiente. Álvaro González tosió haciendo mucho ruido. Gustavo lo miró confundido, cómo se incorporó para escupir por encima de la baranda hacia la calle. Produce películas pornográficas, aclaró antes de volver a sentarse. 

El sol caía un poco más lateral y con menos fuerza. Gustavo se volvió a poner los anteojos negros y tomó un trago de la botella de cerveza de su amigo. Antes de despedirse le avisó que debía seguirlo. Iba a dejar la clínica al día siguiente.

Quiero saber todo lo que hace, dijo mientras sacaba un puñado de billetes de su bolsillo.


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Disfrutaba de la velocidad sólo por el viento. En sí mismo. Le representaba un placer enorme y lo asociaba a todos los grandes recuerdos de su vida. Siempre llevaba las ventanillas de la camioneta bajas y el techo abierto. Recordaba sonrisas llenas de ese viento fresco. Aprovechó un semáforo en rojo para prender un cigarrillo. Sonreía. 

Después de decirlo en voz alta un par de veces se dio cuenta de que estaba cerca del final. Cuando Baltazar volviera a la calle lo iba a llevar, directo, a su problema. Y ese es el fin, se dijo. Y cuando tenga algo firme me saco de encima al viejo. Y al enano. Y basta de boludeo.

Tiró la colilla, estacionó en una maniobra y apagó el motor. Estaba sonando su teléfono celular.

Estoy yendo a ver el salón, dijo al reconocer su voz.

Amalia estaba llorando. Se estaba probando el vestido de su madre. Él encendió otro cigarrillo y se llenó el pecho de humo. Escuchó en silencio.

Me encuentro allá con el tipo del video. Sí. Bueno.

Se miró en el espejo retrovisor y notó los ojos rojos. Le habló directo, convencido: no te podés emocionar por todo, pedazo de forro. Dejó el teléfono en el asiento del acompañante, sobre algunas carpetas, se frotó la cara con las dos manos y arrancó.


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Empezamos con un esquema de dos atrás y dos adelante. Diego sólo se mostraba extrovertido en los minutos previos a salir a la cancha. Si estamos comprometidos con el resultado, Jerry se suma a nosotros dos. Caminaba en círculos con paso apresurado y buscando la mirada de sus compañeros. Si mantenemos el orden vamos a llegar a las semifinales.

Gustavo tosió y le devolvió el cigarrillo de marihuana. Jerry lo apagó y guardó lo que quedaba en la lata pequeña, dentro de su riñonera. 

Hasta mitad de cancha marcamos hombre a hombre, como siempre. 

Enfrentó a cada uno y les dio un golpe fuerte y sonoro en el pecho. Salieron del vestuario en fila india, con la musculosa naranja que usaban para los torneos y pantalones negros. Jerry cortó el silencio con un grito agudo y aceleró el paso:

Vamos, boludos.


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Miraba el techo con los ojos entrecerrados. El vapor formaba pequeñas nubes planas. La luz le molestaba la vista pero estaba muy cómodo. Al otro lado, el Gordo parecía desmayado. Con el mentón sobre el pecho y la boca un poco abierta.

Gustavo giró el cuello y lo observó respirar. El abdomen se le inflaba como un globo, una y otra vez. Su cabeza subía y bajaba muy despacio. La vida es esto, se dijo. La paz.

Volvió a mirar el techo un instante y cerró los ojos.

Llevaba en brazos la copa dorada, enorme. Rodeado por su equipo de fútbol, con guardapolvos de niños en lugar de uniformes. Sin nada abajo. Estaban entrando a un vestuario con piso de cristal. Ante la mirada atenta de un enano gigante que no paraba de reírse. A los gritos. 

Se despertó cuando escuchó a alguien. El lugar era más largo que ancho, como un pasillo amplio, con puertas en ambos extremos. Se sentó y vio entrar a una de las empleadas, una chica oriental. Llevaba la misma bata de toalla blanca que pedían algunos clientes. Se miraron a los ojos y ella avanzó dando pasos cortos. Gustavo le prestó atención al collar ancho que llevaba al cuello, de cuero rojo, sujetado a una cadena brillante.

Un segundo después entró Baltazar. Tomando la correa con la punta de los dedos.

Despertate, Gordo.

Gustavito, dijo el enano y la chica oriental se detuvo.

Despertate, dijo y saludó con la mano abierta. Hola, querido.

¿Qué pasa?

Te presento a Baltazar, mi futuro cuñado.

El Gordo se incorporó con torpeza y le dio la mano tratando de no agacharse. 

Un gusto. 

Baltazar le tocó la pierna a la chica para que avanzara. Me recetaron masajes, dijo cuando pasó frente a Gustavo. Con happy ending, aclaró mientras se dirigía a la salida. Estoy como nuevo. 

Gustavo quiso preguntarle qué estaba haciendo. De dónde venía. A dónde iba. Se preguntó dónde estaría Álvaro González en ese instante. Qué estaría haciendo Carlos. Si ya se habría olvidado del pedido que le hizo. Viejo loco. Quiso ponerse de pie, correr hasta él y ahorcarlo con la cadena. Enano de mierda. Le miró el culo a la chica oriental y se dio cuenta de que el caso no había avanzado ni un poco. En tres semanas no había averiguado nada, estaba perdido. En qué te metiste, enano de mierda. En qué me metiste. Cerró los ojos y volvió a abrirlos, bien grandes. Respirá hondo, se dijo.

Happy ending, repitió. 

El Gordo lo saludó con un gesto antes que cruzara la puerta. Se volvió a acomodar con la espalda contra la pared y cerró los ojos. 


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Vos seguí sin ponerte el cinturón, dijo Gustavo con la mirada atenta a la ruta. Se adelantó a un convoy de tres camiones blancos y aceleró. 

I’m safe.

Encendió el cigarrillo, dio una larga pitada y lo pasó en silencio. Empezó a afinar las cuerdas, una por una. Cuando terminó tocó algunas escalas. Listo, dijo y empezó a tocar la canción que estaba escribiendo. Cantó frases sin sentido sobre la misma melodía varias veces.

Tendrías que escuchar a Gieco, sugirió Gustavo al expulsar una bocanada de humo.

No me gustó.

Los primeros discos. Acomodó el espejo retrovisor y miró un instante a Jerry que abrazaba su guitarra. Si llegás a encontrar alguno de esos discos, fijate que el tipo era igual a vos. La barba, todo. Te va a gustar.

Cuando llegaron al lugar Jerry guardó lo que quedaba del cigarrillo en la lata pequeña, dentro de su riñonera. Con cuidado.

Esperame acá, dijo Gustavo.

¿Estás loco? Alguien te puede reconocer. Además tengo experiencia, el ambiente es muy difícil.

Andá si querés, pero no por tu experiencia.

Jerry suspiró y se bajó de la camioneta en silencio.

Gustavo lo vio entrar en la quinta, sin tocar el timbre ni golpear la puerta. Lo van a sacar a patadas, se dijo.

Alcanzó el espejo retrovisor y lo acomodó para verse toda la cara. Negó con la cabeza y después sonrió con la boca abierta. Se observó los dientes con cuidado, la lengua y la garganta. Prendió la radio y buscó una señal clara.

Sonó el celular y de inmediato apagó la radio. Tosió dos veces y atendió. Amalia llamaba desde la peluquería. Estaba con Valeria, probando peinados.

Por un segundo trató de imaginársela junto a su mejor amiga, desnudas y acostadas boca abajo. 

Se habían tatuado en el mismo lugar de la espalda cuando cumplieron dieciocho.

Yo estoy en la oficina tapado de cosas, dijo. 

Te llamo cuando esté por salir. 

Te amo.

Baltazar estaba desnudo, sobre una cama muy grande, de sábanas negras. Estaba desnudo sobre una mujer rubia con las piernas abiertas. Se movía en cámara lenta al mismo ritmo que las curvas de ella. La mujer era una chica, una adolescente muy hermosa. Voluptuosa. Tenía los ojos cerrados.

Gustavo se despertó y apagó la radio. Miró su reloj, Jerry llevaba más de una hora en el lugar. Prendió un cigarrillo y sintió que su pulso empezaba a normalizarse. Enano de mierda, dijo y volvió a cerrar los ojos.


19

La cosa es así.

Jerry comía con voracidad. Dos hamburguesas con queso, papas fritas y gaseosa grande. Necesitaba reponer energías antes seguir, había dicho. Estaban sentados en una mesa diminuta, al lado de una pared de vidrio. Afuera pasaban autos y camiones a toda velocidad. La estación de servicio estaba vacía, pero ellos hablaban en voz baja.

Él no estaba. Había una enana. Intercalaba un comentario con un bocado o un sorbo. Una colorada que se encargaba de la producción, supongo que era la mujer.

No tiene mujer, que yo sepa.

Entonces es la que le hace los blow job antes de dormir.

O sea que no sabemos nada.

Pará, boludo. Desde el principio. Jerry hizo una pausa para respirar y le quitó el envoltorio a la segunda hamburguesa. La película era como un cásting, yo llegué para la segunda etapa. Como un reality show. Todos aficionados.

¿También las mujeres?

No, todas profesionales. Tenías que verlas. A mí me tocó la protagonista. Fue un rato, nada más. Pero después me dio su teléfono.

¿Y Baltazar?

Cuando quedé eliminado de la filmación me puse a dar vueltas. A hablar con los técnicos. Jerry tomó un largo sorbo de gaseosa. Averigüé que le gusta acostarse con las actrices.

¿Y qué más? Gustavo estaba empezando irritarse. Se daba cuenta que el caso tenía menos sentido a cada momento que pasaba. Se tomó la cabeza e hizo un gesto de dolor.

¿Te duele la cabeza?

No importa.

Ahora fumamos y se te pasa.

Se acuesta con las actrices, ¿y?

Y. Jerry hizo una pausa y miró a su alrededor. Con algunos actores también.

¿Y?

Se acuesta con las actrices y con algunos actores. Jerry se rió. El enano, dijo casi gritando. ¿Entendés?

No importa. Gustavo cerró los ojos un segundo y volvió a abrirlos. Respiró hondo. Eso es lo que averiguaste.

Sobre el enano, sí.


20

Gustavo apoyó los pies sobre el escritorio y buscó en el bolsillo de su pantalón. Tomó el encendedor. Lo lanzó al aire y volvió a atajarlo, varias veces. Tomo el comunicador del escritorio y apretó el botón que tenía a un lado.

¿Estas ahí, Clarita?

Durante los segundos de silencio pensó en invitarla a almorzar y llevarla a un hotel.

Diagramó el itinerario, a grandes rasgos, e intentó imaginarse su cara contenta.

Sí.

Decime, cómo van esas reservas.

Está todo listo.

Gustavo bajó los pies y giró la silla. Miró por la ventana, cómo el cielo celeste cubría la ciudad y el río. ¿Y las contrataciones?, preguntó.

También, todo listo.

Perfecto, Clarita. Muchas gracias.

Gustavo dejó el aparato sobre el escritorio y se recostó sobre la silla.

Después de darle todo tipo de vueltas a su cabeza se incorporó. Tomó una pelota pequeña de su bolso y empezó a hacerla picar contra el piso de la oficina. Mientras caminaba fue haciéndolo con más fuerza. Se sentó en el sillón y la lanzó contra la pared. Varias veces, hasta que se aburrió. Sentado y envuelto de silencio, trató de poner orden a sus pensamientos.

Baltazar tuvo miedo, dijo. Se internó. Salió de la clínica y dejó de estar en peligro. Pero no. Resopló y se despeinó con las dos manos. No puede ser. Sigue en peligro porque el viejo loco sigue esperando noticias. Hizo una pausa, se levantó y buscó el teléfono celular. Marcó el número de Álvaro González. Escuchó cómo llamaba, varias veces, hasta que lo atendió el contestador automático. Dejó un mensaje con instrucciones claras: necesitaba saber lo que le pasó a Baltazar antes de internarse. Le dio la dirección del sauna. Te espero el viernes al mediodía, dijo y cortó.

El Gordo apoyó dos paquetes de papel y una botella sobre el escritorio. Gustavo buscó los vasos y sirvió la cerveza. Sin espuma. Necesito que me ayudes a resolver algo, dijo y apoyó el envase casi vacío. El Gordo empezó a desenvolver su tarta de vegetales con cuidado.

Te escucho.

Ya discutimos y no sé qué hacer. Necesito que vos tomes la decisión.

No hay problema. El Gordo tomó un tenedor de plástico blanco y empezó a comer, sin apuro.

Tenés que elegir la banda que va a tocar en la fiesta.

¿Cualquiera?

Entre Los Pericos y Los Decadentes.

Está bien, dijo el Gordo. Tomó un trozo de berenjena con los dedos y se lo metió en la boca.

Gustavo dio algunas vueltas sobre su silla. Se detuvo a observar el movimiento casi imperceptible de un barco enorme sobre el horizonte. Volvió a girar y sacó un habano del primer cajón del escritorio. El Gordo estaba buscando algo en los bolsillos de su saco.

¿Querés venir a el sauna el miércoles?

El miércoles no puedo, contestó y apoyó tres dados de acrílico azul sobre la mesa. Alcanzó un vaso de plástico, lo limpió con una servilleta de papel. Introdujo los dados en el vaso y lo agitó como si fuera un cubilete.

No, mejor hacelo vos, dijo. Veamos cuánto suman.

Gustavo dio vuelta el vaso sobre una revista. Dos cincos y un tres.

Son trece, dijo el Gordo. Ahora mirá esto. Se puso de pie y sacó un mazo de cartas del bolsillo de su pantalón. Mezcló con paciencia y lo dejó apoyado al lado de los dados.

Gustavo jugueteaba con el cigarro entre sus dedos. Se lo llevaba a la boca y lo dejaba caer. El Gordo cortó y empezó a contar las cartas que quedaron en su mano. Apoyó una arriba de la otra hasta llegar a trece. Corté justo, trece cartas. Pero no termina acá, dijo, mezcló y se las ofreció a Gustavo. Elegí dos. Y mostrámelas. Tomó una y la apoyó al lado de la botella vacía. Cinco de tréboles. Hizo lo mismo con la segunda, el ocho de corazones. 

El Gordo se desplomó sobre su silla. Cinco y ocho son trece, dijo y sonrió con toda la cara.

Gustavo volvió el habano a la boca por enésima vez y lo movió de un costado al otro, un par de veces. Si llegamos a la final te regalo la galera, dijo y se rió.