Esta novela gótica es una pieza ineludible en los clásicos de la literatura. El séptimo arte no ha sabido hacerle frente a semejante obra maestra, trastabillando en fomentar de manera errática el señalamiento de una criatura que, sin nombre alguno, adoptó, por metonimia, el apellido de su creador. Deriva así esta no-tan-conocida historia en adaptaciones cinematográficas que lejos están de exponer las bondades de una prosa hipnótica; una narración lo suficientemente sólida como para edificar en nuestras mentes todos los escenarios que brinda como impresionantes paisajes de la cosmovisión de la autora a través de la sensibilidad de sus personajes.
Mary Wollstonecraft Shelley ha cumplido su cometido. La autora supo confiar a las ambiciones de su subconsciente el término de un acuerdo que, como consecuencia de sus “lecturas truculentas para llenar el tedio”, devino en este fantástico relato que Lord Byron bien supo retar a escribir. La idea de esta genialidad fue sugerida en sueños a Mary Shelley por su propio e insondable sistema límbico atrapado en los confines impalpables de su corteza cerebral: Mary, en un estado pesadillezco soñó que se le aparecían el doctor Frankenstein y su horrible monstruo. ¡Semejante revelación! Aquí se conjetura, como en la pintura de Fuselli, el arte a consecuencia de ese sumidero de miedos que es la pesadilla… En tal sentido, esta novela no es más que la transcripción bien elaborada del sueño de Shelley, embebido en el turbio almíbar de sus lecturas.
La historia se gesta en una sucesión de cartas y posteriores diálogos. El capitán Robert Walton abandona Inglaterra para explorar con su tripulación el Polo Norte, y en el transcurso de su travesía se cartea con su hermana, describiéndole sus hazañas y adelantos, mar adentro, rumbo a lo inhóspito, como convicción de su más osada aventura, ansioso de aquellas gélidas lejanías.
En el devenir de su ártica distancia la tripulación ha divisado a un hombre, quien para entonces, en el más ferviente de sus intereses perseguía una criatura difusa a la mira de todos. Su intención entonces sería acabar con aquel indefinido, que huyó entre los grises y blancos de una distancia inalcanzable. Así también se vio obligado a destruir el trineo con el que pisó, por última vez, no la tierra sino las templadas superficies de aquellos níveos extremos del mundo. Reutilizó sus partes para flotar hasta la embarcación y así poder salvar su vida.
Víctor relató detalladamente cómo “llegó a ser capaz de insuflar vida a la materia inerte”; pero la satisfacción cedió ante el arrobamiento y la perplejidad frente a una creación espantosa, que se brindaba, en un principio, como un horrible envase vacío y desprovisto de impulsos.
En sus primeras apariciones, aquella criatura abandonada por su creador, inevitablemente imprimió el terror en quienes se horrorizaron por sus asquerosas carnes, su diabólica faz, su evidente deformidad, su gigantesca y horripilante figura. Era esta criatura algo indecible, fruto de la ambición más sacrílega, del deseo más insidioso, del error más grande que pudo cometer Víctor Frankenstein.
Lejos de un cráneo achatado y tapones en las yugulares, nuestro –famoso monstruo- presentaba otras características, no tan similares a lo que se ilustró en las películas: Dos metros cuarenta de estatura; ojos amarillentos; piel amarillenta que apenas tapaba la red de músculos y arterias; cabello negro, ondulado, grasiento y un tanto largo; dientes de una blancura marfileña; tez arrugada; labios estrechos y negros… Su presencia (se dice en el relato) “haría castañear los dientes de cualquiera”; “su expresión reflejaba amarga angustia y al mismo tiempo desprecio y perversidad, los que, sumados a una fealdad sobrenatural, hacían de aquello una visión casi imposible de soportar al ojo humano”.
Así, pues, esta figura horrible en sus primeros pasos: vio, sintió, olió, vio de nuevo, caminó, comió bayas, bebió agua, durmió, despertó, y luego de todo esto lloró; asumiendo el llanto como su primera pero no más consecuente expresión. En un principio se mostró sensible a la naturaleza, e incluso hasta a las gentes, pero, estas, huían ante su desagradable y aterradora presencia.
La maldad infundida en esta criatura no es más que una consecuencia de sus desventuras y fracasos. Este ser monstruoso era una hoja en blanco, en donde la vida plasmó su peor impronta: ¡el desprecio! Sin embargo, en el desenvolvimiento de sus inaugurales experiencias se brindó apartado y contemplativo ante las costumbres de una familia que vivía en una aislada aldea. Aprendió el lenguaje hablado y escrito desde su escondrijo, a razón del ejercicio de la observación y la práctica. Así, oculto ante el mundo, la criatura conoció, aprendió y entendió menesteroso todo aquello de lo cual obligatoriamente se ocultaba.
En su intención más sensata quiso pertenecer a la humanidad, pero esta lo atacó cual bestia deforme en apariencia salvaje. Tales adversidades dieron forma a su naturaleza monstruosa, transfigurada, más como reflejo de indignación que de su afeamiento.
El carácter introspectivo de la criatura desafía a la sensibilidad, destruyendo los muros de la razón a consecuencia de su primario impedimento: ser y querer pertenecer en un mundo ajeno, no a su naturaleza sino a la limitante de su imagen, a su condición estética. Bajo tales coerciones sucumbe ante una curiosa posibilidad: ¡una pareja!, igual a él en esencia; creada también como atrevimiento desafiante, impropio de una gestación biológicamente natural. Mary Shelley rubrica entonces que hasta la criatura más perversa y anómala tal vez encuentre sosiego en su par deseado, siendo un complemento necesario para mitigar la soledad y el aislamiento inducido, no por una intención conveniente, sino como una desafortunada consecuencia de lo que la simple presencia proyecta.
Los diálogos de Víctor con “su creación” efervecen hasta lo sublime. La espiral del cuestionamiento sube y baja en un ritmo que genera empatía con la pseudo-bestia, quien persuade con sus argumentos, válidos en todo momento hasta que degrada en venganza. Aquel ser carecía de permiso para seguir existiendo, negándosele hasta el simple hecho de tener un nombre más allá de los desdeñosos adjetivos con los que se le identificaba. Aquello menos que un insecto llegó a razonar como el mejor de los ilustrados. Aquel relegado al retraimiento aprendió por su cuenta, sin más ayuda que el ejercicio de la observación; y entendió las bondades de su entorno, pero también asimiló el ataque y así se convirtió en espejo de ese ataque, en una reacción aun más pavorosa que su desgraciada imagen. Así juró odio y venganza contra el género humano, también monstruoso, también salvaje…
La historia trasciende entre los paradigmas del cazador cazado. La tragedia de Víctor contaminó su más próximo entorno y lo desgastó desde adentro. La ambición de su proyecto inundó su mundo, ahogándolo bajo el hielo del arrepentimiento. Así huyó de aquel creado para luego perseguirle y desear darle también la muerte. Y en el intercambio del asecho se debatieron creación y creador. Pero Víctor no ha alcanzado su consiguiente cometido. Ahora ha sido rescatado por el capitán Walton y su tripulación. Y a todo esto prestó su atención el capitán, quien finalmente presenció el desenlace que da por cerrado el círculo. Un círculo que descubrirá usted si se aventura a leer esta fabulosa historia.
¡Bravo Shelley!
Hi! I am a robot. I just upvoted you! I found similar content that readers might be interested in:
https://sesgocreativo.wordpress.com/2016/06/30/frankenstein-o-el-moderno-prometeo-de-mary-shelley/
I write on that blog, is mine!