Vivo a 420 pasos del mar, llego a él tras una breve caminata: 213 pasos por una calle abierta sin visual marina y los restantes por un callejón de 1,30 metros de ancho, flaqueado de edificaciones que sólo permiten ver el camino, hasta el punto en el que regala la vista del golfo, una panorámica que llega desde el estómago, estertor placentero que electrifica y evidencia lazos de intimidad en los dos tragos secos que su impacto escénico provoca. Luz galopando vientos perfumados a salitre y yodo. Fondo de algas y caracolas prendido al nervio olfativo. Fiesta que mueve los pies a ritmo de las olas, coreografía de aves que flotan en la corriente tibia, sin mover una pluma ¡magia blanca! privilegio de fragatas y alcatraces que, ya me conocen y, saben que siempre es igual. Siempre, como si me ocurriera la primera vez, es un hechizo seguramente.
Pero el martes 21 fue distinto. Hasta entonces, el miedo a la pandemia me había maniatado con los grises de casa y de sus alrededores, por más de 40 días en los que no me atreví a visitar la playa. Gris, verde vegetal, negro asfalto y el cielo en la presentación del día, fueron mi paleta durante el encierro, pócima depresiva que neutraliza el almanaque, la deriva vital. No podía estar anunciándose un cometa y que yo permaneciera frío ante la buena nueva. Los cometas han ejercido fascinación en mí desde que tengo memoria y ahora no sería distinto. Los medios del mundo hablan del Neowise, un visitante de hielo que, durante julio, puede verse al noreste un poco después de la puesta del sol, diagonal a Psi Ursae Majoris, una de las estrellas de la Osa Mayor. ¡Sería demasiado fácil ir a su encuentro! Y el golfo escenario excepcional para observarlo. No lo pensé dos veces, caída la tarde, cerca de las 7 transitaba por el callejón y, en el último paso, el espectáculo de luces me dejó sin aliento. Yo, que tenía la certeza de haber visto los más hermosos crepúsculos, estaba allí, inmóvil, bebiéndome un cóctel de cielo, servido sobre las titilantes aguas de mi sitio favorito; dramático, alegre, misterioso, relajante, profundo, inimaginable. Serpentina de colores entreverada en nubes de lluvia, en nubes tiburón y nubes conejo, desplegando dorados, violetas y rosas en la boca del golfo y sobre las colinas con las que Araya se reclina ante las aguas del Caribe. El resto del paisaje ahogaba sus ganas de color en aquel lienzo y anunciaba la llegada de las primeras estrellas; las que asistían a aquella fiesta, envidia del propio firmamento. La silueta de la península y las luces de orilla con la que los pueblos de La Otra Costa, anuncian la noche, junto con el resplandor de pueblos lejanos y los mechuzos de pesca, recién encendidos, me recordaron la razón de aquella escapada.
Con la Osa Mayor sobre el horizonte, después de algunos minutos de búsqueda, Neowise, se mostró tímido, difuminado, como fantasma triste sobre la mancha de luz que proyectaba Araya hacia el cielo nocturno ¿intimidado por el magnífico espectáculo que acababa de presenciar? Era difícil verlo, por eso me quedé un rato más en la playa, con la vista fija hacia aquel punto del firmamento, con la esperanza de guardar un recuerdo suyo, para llenar el vacío, hasta que repita su visita, dentro de 6.800 años.
Foto: Crepúsculo en el golfo de Cariaco. Autor: Guillermo García Campos. Nikon D7000