
Christian Mendoza
Nunca fui el tipo de persona que la vida trató con guantes. Desde niño aprendí que el silencio pesa más cuando viene acompañado de hambre y miedo. Mi madre hacía milagros con una máquina de coser vieja, y mi padre… bueno, él decidió que su ausencia sería más constante que su presencia.
Crecí en una colonia donde los sueños se apagaban con los apagones. La escuela era más un campo de batalla que un lugar de aprendizaje. Me gustaba estudiar, pero a los 17 tuve que dejarlo. El dinero no alcanzaba, y el taller mecánico me ofrecía algo más inmediato: sobrevivir.
Durante años trabajé entre grasa, motores y ruido. Pero el verdadero ruido estaba dentro de mí. A los 25, después de una discusión con mi jefe y una noche en la que sentí que ya no quedaba nada, toqué fondo. Dormía en un cuarto sin ventanas, comía lo que podía, y cada día me preguntaba si valía la pena seguir.
Un día, caminando sin rumbo, vi a unos chavos grabando un podcast en la calle. Me preguntaron si quería contar mi historia. No sé por qué dije que sí. Tal vez porque ya no tenía nada que perder. Lo que no sabía era que esa entrevista iba a cambiarlo todo.
La gente empezó a escribirme. Me decían que se veían reflejados en mí, que mi historia les daba fuerza. Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que mi voz tenía peso. Me inscribí en un curso nocturno de electrónica. Descubrí que tenía talento para reparar equipos de audio. Me obsesioné con entender cada circuito, cada frecuencia, cada detalle.
Con el tiempo, abrí mi propio local: Resonancia MX. No era grande, pero era mío. Empecé a dar talleres gratuitos a jóvenes que, como yo, sentían que el mundo les cerraba las puertas. Hoy, no tengo lujos ni fama, pero cada vez que alguien entra a mi taller, sé que estoy haciendo algo que importa.
No me reconstruí de golpe. Lo hice como se arregla una bocina rota: con paciencia, con técnica, y con fe en que el sonido puede volver a vibrar.