Hola, mi querida comunidad de @holos-lotus, espero que todos se encuentren muy bien. Hoy quiero compartirles una experiencia muy personal que marcó un antes y un después en mi vida como padre. No es una historia feliz en su totalidad, pero sí una llena de reflexión, amor y aprendizaje.
Como he mencionado en publicaciones anteriores, soy padre primerizo de un pequeño que hoy tiene 2 años y 7 meses. Ser papá ha sido, sin duda, la aventura más desafiante, hermosa y transformadora que me ha tocado vivir. Y es que nadie viene con un manual bajo el brazo, mucho menos uno que te diga cómo actuar cuando ves a tu hijo enfermo.
En los primeros meses, debo admitir que no tenía idea de lo que hacía. Todo era nuevo: los horarios, el llanto, las rutinas, las dudas, el miedo constante de hacer algo mal. Poco a poco, fui aprendiendo a conocer a mi hijo: sus gestos, sus emociones, sus gustos, aquello que lo calma y lo que lo altera. Y aunque aún no me considero un experto (ni creo que algún padre lo sea del todo), sí puedo decir que cada día aprendo algo nuevo.
Pero hay momentos en la paternidad que te sacuden, que te confrontan y te enseñan a golpes lo que realmente significa cuidar a otro ser humano. Uno de esos momentos llegó una noche que nunca olvidaré.
Todo comenzó con algo que parecía un resfriado común. Mi hijo tenía un poco de fiebre y tos. Pensamos que era algo pasajero, propio de su edad, algo que ayudaría a fortalecer su sistema inmunológico. Pero con el paso de las horas, la fiebre subía y los vómitos comenzaron. Verlo vomitar, débil, sin poder alimentarse, con los ojos vidriosos y un llanto entre el miedo y el malestar... fue devastador.
Esa sensación de impotencia es algo que ningún padre olvida. Quieres hacer algo, pero no sabes exactamente qué. Así que, sin pensarlo más, tomamos sus cosas y corrimos al hospital casi de madrugada. Iba en el asiento trasero, con mi esposa intentando calmarlo mientras yo manejaba con el corazón en la garganta.
Al llegar, lo registramos rápidamente. Nos dirigieron al área de urgencias, y lo primero que mencionó la enfermera fue que necesitaban hidratarlo por vía intravenosa, ya que mostraba signos de deshidratación debido a los vómitos. Hasta ahí todo parecía bajo control… hasta que nos dieron una noticia que nos descolocó por completo.
Una enfermera nos llamó aparte y, con tono amable pero firme, nos informó que nuestro seguro médico estaba vencido. Resulta que mi hijo estaba asegurado bajo la póliza de mi esposa, quien justo una semana antes había cambiado de trabajo. En nuestra mente, el seguro se mantendría activo hasta fin de mes… pero no fue así. Error garrafal.
No teníamos cómo activar de inmediato un nuevo seguro, y el hospital —al ser privado— nos informó que el costo de la atención superaba los 600 dólares. En ese momento, no teníamos esa cantidad disponible, pero lo único que me importaba era que atendieran a mi hijo. Así que les dije que pagaría en efectivo, como fuera.
Procedieron con la canalización y fue ahí donde viví uno de los momentos más duros de mi vida. Las enfermeras que estaban atendiendo eran claramente inexpertas. No sabían cómo encontrarle la vena. Lo intentaron en ambas manos, luego en las piernas. Mi hijo lloraba desconsolado. Yo lo abrazaba, intentando contener mis propias lágrimas, sintiéndome culpable, impotente, desesperado.
Luego supe que, cuando un niño está deshidratado, las venas se estrechan, lo que dificulta colocar una aguja. Pero en ese momento, todo lo que veía era el dolor de mi hijo y mi incapacidad de evitarlo.
Después de varios intentos fallidos, entró en la sala una enfermera mayor, de esas que transmiten experiencia con solo mirarte. En un par de segundos encontró la vena, colocó el suero y todo cambió. Poco a poco, el rostro de mi hijo empezó a recuperar su color. Su respiración se estabilizó, dejó de llorar, y hasta esbozó una pequeña sonrisa. Fue como si el alma me volviera al cuerpo.
Mientras tanto, mi esposa no paraba de pedirme disculpas por lo del seguro, sintiéndose tan culpable como yo. Le tomé la mano y le dije que lo importante era que el niño estaba mejor. Que el dinero se resolvería después. Y así fue. Logré contactar a mi hermano, quien sin dudarlo me prestó la diferencia que me faltaba para cubrir el pago del hospital y los medicamentos.
Salimos del hospital al amanecer del domingo, agotados pero aliviados. Y al día siguiente, sin pensarlo dos veces, me dirigí a asegurar a mi hijo bajo mi propio seguro. Fue una de las primeras cosas que hice esa mañana, y probablemente una de las decisiones más importantes que he tomado.
Una lección que no se olvida
De toda esta experiencia, me quedó una gran enseñanza: nunca des por sentado los pequeños detalles administrativos cuando se trata de la salud de tus hijos. Puede parecer algo menor, pero en un momento crítico, puede hacer toda la diferencia.
Fue un error que no volveré a cometer jamás. Y aunque me duele recordar aquella noche, también me siento agradecido de haber aprendido de ella. Ser padre es eso: un aprendizaje constante, a veces dulce, a veces amargo, pero siempre transformador.
A los padres primerizos que puedan leer esto, les digo desde el corazón: revisen sus seguros, sus papeles, sus emergencias. No esperen a vivir una situación como la mía para hacerlo.
Gracias por leerme, por ser parte de este espacio donde podemos compartir no solo ideas, sino también pedacitos de vida. Les deseo una excelente semana, llena de calma, salud y aprendizajes.
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