(Spanish)
Demonio procrastinador
Autor: @nachomolina2
Tomé la circunvalación norte una carretera alterna que trasciende el límite urbano hacia las afueras de la ciudad.
La franja está bordeada por consecutivos acantilados que descansan al pie de la resaca marina y los vientos golpean la escabrosidad perpendicularmente creando condiciones vagas para algún conductor desprevenido.
Yo transitaba a menos de cuarenta kilómetros por hora apostado en el carril derecho cuidando de no exceder el límite de velocidad legal.
Viajaba sólo con las ventanillas del auto subidas a tope, cinturón de seguridad, puertas cerradas con pasador y mi tazón de café humeante colocado en el portavasos.
No estaba seguro de cuanto faltaba realmente para llegar a las instalaciones de la fábrica yo solo había tomado aquel camino como un simple atajo.
En cambio, durante todo el trayecto la fata morgana se izó sobre el asfalto como un espejismo sobrenadante donde las montañas invertidas sustituían al cielo y la carretera, líquida, se derramaba sobre el hostil grumo del desierto volando en todas direcciones; más el sol, sí, el sol, parecía tener sus dedos clavados en la capota.
A estas alturas sabía yo que llegaría tarde a mi puesto de trabajo, el cenit marcaba la hora y con ella las noticias de una nueva amonestación.
Durante años he luchado contra el flagelo de la procrastinación. Pero mi retardo se antepone a todo lo que hago. Para mí, colocar un pie fuera de la cama a tempranas horas de la mañana es igual a contradecir mi brutal padecimiento de insomnio.
Habituarse a llevar cinco minutos de retraso pronto deja de llamarse tolerancia y pasa a convertirse en horas de vagabundeo que solo conducen a sentir culpa y cargo de conciencia.
Sinceramente, más que llegar a mi trabajo pensaba en como escapar de él, en como vagar sin rendir cuentas a nadie hasta perder la noción del tiempo.
Sintonicé una emisora de radio al azar, cualquiera que no fuera citadina de esas que abundan en patrocinios y que transmiten la hora local cada cierto tiempo.
¡Ese era el motivo!, lo admito. No quería saber la hora, pues, el tiempo me aterroriza y siempre juega en mi contra como quien lleva a su peor enemigo de pasajero.
Desde mi asiento de conductor tomaba un sorbo de café cada pocos segundos mientras miraba detenidamente el triángulo de la vida; entiéndase por triángulo de la vida aquel espacio visual que comprenden los tres espejos retrovisores, lo cual permite tener una noción plena de lo que está sucediendo detrás y a ambos lados del vehículo.
También es mal llamado el triágulo del diablo por algunos conductores de poca fe quienes supertisciosamente creen que mirar a través de los retrovisores del auto es un mal presagio.
Del lado izquierdo el viento agitaba los mantos superficiales de arena surcando cegadoramente el parabrisas de vehículo, lo que sumado al encandilador reflejo del sol me complicaba grandemente las cosas.
A la derecha quedaba solo un pequeñísimo borde xerófilo proseguido del abismal acantilado.
En la radio sonaba una extraña melodía, suavemente monótona, pero interesante, la cual juraría no haber escuchado antes.
Acompañada de un burlesco silbido pegajoso la tonada era la de un acordeón descompasado adjunto con asimétricos tecleos de un clavicordio o una caja musical.
Le presté especial atención a aquella cadencia tanto por su ingenuidad como por su peculiar brinconeo.
Un tamborín marcaba el ritmo tribal entre notas graciosamente ordenadas las cuales henchían la cabina del automóvil con ese fondo musical infantil característico.
Yo tenía los ojos puestos en la calzada la cual se prolongaba infinitamente delante, serpentina e hipnótica, con doble línea central continua la cual a su vez era transgredida por las evaporaciones y los innumerables espejismos.
Miré por el retrovisor trasero, necesariamente, aunque habría de suponer que detrás del auto solo dejaba la nada.
Me sentí fracasadamente arrepentido al ver la misma desolada carretera alongada bajo dos líneas blancas.
Y los cactus atascados como espantapájaros soportaban la onda marina arremolinados por el manto de arena a merced del tiempo, nada más, había en aquella carretera olvidada.
De momento la señal de radio sufrió interferencias entorpeciendo la liviana y tonta melodía que escuchaba.
Se cortó la transmisión luego volvió convertida en una maraña de chirridos.
De trasfondo sonaba el bucle del silbido en Do Re Mi y los chirridos le hacían juego, también lo desfiguraban, pero insistía el Do Re Mi, inmutable.
Mientras la estática hacía trizas mis oídos, el pitido ensordecedor del dial salió de sintonía.
Ahora el radio reproductor aplicaba remotamente un random molesto y descontrolado con intermitentes escaladas al antojo.
Quise arrojar el aparato por la ventanilla y que este cayera al precipicio hasta volverse pedazos.
Finalmente, subió todo el volumen y resultó en una patituerta, tan grave, como un thriller de orquesta sinfónica, lo cual me cimbró al asiento, estupefacto, pensando en qué diablos tenía el maldito equipo.
Este eventual inconveniente convirtió la canción en un soundtrack endemoniado y caótico, áspero, fuera de tono del que, para remate, aun escuchaba el DO RE MI extrañamente presencial.
Dije, ¡ya estuvo bien!, pensé, me detendré en el hombrillo y arreglaré de una vez por todas el desperfecto.
Pero, al girar el volante, recordé; ¡esta carretera simplemente no tiene hombrillo!, ni canal de servicio, ni paradas, ni descansos, solo un escabroso farallón que va a parar a orillas del mar.
Derrapé al borde del barranco y aniquilé con las llantas algunos metros del paisaje xerófilo, giré con fuerza el volante a la izquierda hasta que logré enderezar rumbo.
Miré por el retrovisor casi al borde de un ataque de nervios. Tuve la intención de frenar el auto en seco, mientras con la mano derecha manipulaba la perilla del volumen sin obtener resultados.
El compás de la canción repetía malvadamente el silbido de burla en una fuga estridente, hasta que, como para matar a alguien del susto, aún más incisivos, volvieron a sonar los tecleos del clavicordio infantilmente perturbadores.
Fue así, que al mirar al espejo, tuve un descontrolado frenesí, una escalada de pavor que me recorrió cada vértebra de la columna.
En el asiento trasero, tenebrosamente sonreído, vi, la macabra figura de un intruso.
Un energúmeno achaparrado, sin cuello, con los labios partidos y la cara como una lija, lo que autométicamente me dejó sin voz.
Una desgreñada barba cubría de pelos al espantoso hombrecillo que no medía más de un metro de estatura.
Usaba un overol con bolsillos sin llevar puesta alguna otra prenda debajo la cual le cubriera y con el aspecto de un arlequín siniestro éste permaneció en cuclillas sobre el cojín mirándome con talante de pillo.
Hicimos contacto visual, irremediablemente, mientras, yo pestañeaba incrédulo estrujándome los ojos inundados en lágrimas de horror.
Le volví la mirada, pero sus ojos fulminantes eran hondos, pardos, exorbitales, haciéndome redimir el acto al instante.
Dio un salto sobre el espaldar y se colocó agachado en el asiento de copiloto.
Me miró maquiavélico, mientras, yo a punto de eclosionar como un huevo podrido era el más certero y descriptivo concepto del pánico.
Al tiempo que robaba del portavasos mi tazón de café y lo bebía al bullicio de grandes sorbos, el arlequín hurgó inquietante en los bolsillos de su chaleco hasta sacar un viejo artefacto.
Un reloj, arcaico, con las afiladas manecillas expuestas como cuchillas.
El reloj emitía un clic metálico por cada segundo transcurrido, cercenante, como el filo de las propias agujas, lo que hacía imposible no fijarse en la hora justa o no cronometrar el tiempo adrede o involuntariamente.
Acto seguido, colocó el aparato en el tablero del auto ubicado cercanamente a mis aterrorizados ojos, luego dijo, con voz recalcitrante:
¡Ni tan siquiera pienses en detener el auto! ¡Acelera a fondo! ¡Ahora…!
Saltó al asiento trasero y posándose nuevamente en cuclillas sobre el cojín sacó del overol lo que parecía ser una caja musical antigua y empezó a girar el palanquín de cuerda.
Al tiempo que hacía sonar la caja de música me miraba morbosamente por el espejo retrovisor mientras silbaba lúgubre aquella melodía en Do Re Mi.
@nachomolina2
venezuela2023
(English)
Procrastinating demon
Author: @nachomolina2
I took the northern ring road, an alternate road that transcends the urban limit towards the outskirts of the city.
The strip is bordered by consecutive cliffs that rest at the foot of the sea surf and the winds hit the ruggedness perpendicularly creating vague conditions for some unsuspecting driver.
I was traveling at less than forty kilometers per hour, stationed in the right lane, taking care not to exceed the legal speed limit.
I was traveling only with the car windows rolled up all the way, seat belt, doors locked, and my mug of steaming coffee placed in the cup holder.
I wasn't sure how far it really was to get to the factory facilities; I had only taken that path as a simple shortcut.
Instead, throughout the entire journey the fata morgana rose above the asphalt like a supernatant mirage where the inverted mountains replaced the sky and the road, liquid, spilled over the hostile lump of the desert flying in all directions; but the sun, yes, the sun, seemed to have its fingers stuck in the hood.
At this point I knew that I would be late for my job, the zenith marked the hour and with it the news of a new warning.
For years I have struggled with the scourge of procrastination. But my delay takes precedence over everything I do. For me, putting one foot out of bed early in the morning is the same as contradicting my brutal insomnia condition.
Getting into the habit of being five minutes late soon ceases to be called tolerance and becomes hours of wandering that only lead to feelings of guilt and a burden of conscience.
Honestly, more than getting to work I thought about how to escape from it, how to wander without being accountable to anyone until I lost track of time.
I tuned into a random radio station, any non-city radio station that is full of sponsorships and broadcasts local time from time to time.
That was the reason! I admit it. I didn't want to know the time, because time terrifies me and always works against me like someone carrying their worst enemy as a passenger.
From my driver's seat I took a sip of coffee every few seconds as I peered at the triangle of life; The triangle of life is understood as the visual space comprised by the three rear-view mirrors, which allows you to have a full notion of what is happening behind and on both sides of the vehicle.
It is also misnamed the devil's triangle by some drivers of little faith who superstitiously believe that looking through the car's rearview mirrors is a bad omen.
On the left side the wind stirred the superficial layers of sand, blindingly crossing the vehicle windshield, which, added to the dazzling reflection of the sun, greatly complicated things for me.
To the right there was only a very small xeric edge continuing from the abysmal cliff.
A strange melody was playing on the radio, softly monotonous, but interesting, which I swore I had never heard before.
Accompanied by a burlesque catchy whistle the tune was that of an out-of-step accordion accompanied by asymmetrical clicks of a harpsichord or a music box.
I paid special attention to that cadence both for its naivety and for its peculiar bounce.
A drum set the tribal rhythm between gracefully arranged notes which filled the cabin of the car with that characteristic children's musical background.
I had my eyes fixed on the road which extended infinitely ahead, serpentine and hypnotic, with a double continuous central line which in turn was transgressed by evaporations and innumerable mirages.
I looked in the rearview mirror, necessarily, although I would have assumed that behind the car there was only nothing.
I felt hopelessly repentant when I saw the same desolate road stretched under two white lines.
And the cacti stuck like scarecrows supported the sea wave, swirled by the mantle of sand at the mercy of time, nothing more, there was on that forgotten road.
At the moment the radio signal suffered interference, hindering the light and silly melody he was hearing.
The transmission cut out, then came back in a tangle of screeches.
In the background the whistle loop sounded in Do Re Mi and the squeaks matched it, they also disfigured it, but the Do Re Mi insisted, immutable.
As the static shredded my ears, the deafening beep of the dial went out of tune.
Now the radio player remotely applied an annoying and uncontrolled random with intermittent escalations at will.
I wanted to throw the device out the window and have it fall over the cliff until it turned to pieces.
Finally, he turned up the volume all the way and the result was a knock-off, as serious as a symphony thriller, which made me sway back in my seat, stupefied, wondering what the hell was on that damn equipment.
This eventual inconvenience turned the song into a devilish and chaotic, harsh, out of tune soundtrack from which, to top it all off, I still heard the strangely present DO RE MI.
I said, that's it! I thought, I'll stop at the shoulder and fix the damage once and for all.
But, as I turned the wheel, I remembered; This road simply has no shoulder! No service channel, no stops, no breaks, just a rugged cliff that ends at the seashore.
I skidded to the edge of the ravine and destroyed a few meters of the xeric landscape with my tires. I turned the steering wheel hard to the left until I managed to straighten my course.
I looked in the rearview mirror almost on the verge of a nervous breakdown. I had the intention of stopping the car cold, while with my right hand I manipulated the volume knob without obtaining results.
The beat of the song wickedly repeated the mocking whistle in a strident fugue, until, as if to scare someone to death, even more incisive, the childishly disturbing clicks of the harpsichord sounded again.
So it was that when I looked in the mirror, I had an uncontrolled frenzy, an escalation of dread that ran through every vertebra in my spine.
In the back seat, smiling darkly, I saw the macabre figure of an intruder.
A squat, neckless madman, with split lips and a face like sandpaper, which automatically left me speechless.
A shaggy beard covered the hideous little man who was no more than a meter tall with hair.
He was wearing overalls with pockets without wearing any other clothing underneath to cover him and with the appearance of a sinister harlequin he remained squatting on the cushion looking at me with a mischievous attitude.
We made eye contact, inevitably, while I blinked in disbelief, squeezing my eyes filled with tears of horror.
I looked back at him, but his fulminating eyes were deep, brown, exorbital, making me redeem the act instantly.
He jumped on the backrest and crouched in the passenger seat.
He looked at me Machiavellianly, while me about to hatch like a rotten egg was the most accurate and descriptive concept of panic.
While I stole my mug of coffee from the cup holder and drank it in large gulps, the harlequin frightenedly rummaged through the pockets of his vest until he pulled out an old artifact.
A clock, archaic, with sharp hands exposed like blades.
The clock emitted a metallic click for each elapsed second, sharp, like the edge of the hands themselves, which made it impossible not to fixate on the right time or not to time the time on purpose or involuntarily.
He then placed the device on the dashboard of the car located close to my terrified eyes, then said, in a recalcitrant voice:
Don't even think about stopping the car! Full throttle! Now…!
He jumped into the back seat and, squatting again on the cushion, took out what appeared to be an antique music box from his overalls and began to spin the wind-up palanquin.
While I was making the music box play, I looked at myself morbidly in the rearview mirror while I whistled that melody in Do Re Mi.
@nachomolina2
venezuela2023