“IRON PACT”
***
The clock struck thirteen, and everything stopped. That nonexistent chime for the ordinary world was actually the opening of the Kingdom's gates, as was iron-pacted ages ago by the last of men who believed in magic and the high elf lords.
Generations of goblins have since served the pact, crossing the threshold after the chime to fulfill their role. Famous for their excellent nose for discovering and seeking out any trace of essence, they soon realized that the purest essence was precisely the one that resisted and grew among the ordinary, on the border of the Kingdom, like the legacy of a forgotten magic that refused to die in the incomprehensible, ever-frozen world of men.
An important part of the pact prevented the people of the Kingdom from interacting directly with the children of men. And so, for the goblins, strolling through normality was like visiting a huge garden of statues, most of them boring if you weren't a 'museum lover,' an expression Maurelle had learned from a colorful pamphlet full of paintings that he took a fancy to during one of his 13 o'clock visits to the normal world.
Besides a great sense of smell, like all goblins, he had inherited a taste for curiosity from his maternal line, or so he was reminded every time he got into trouble for not harvesting enough essence and returned with some useless, gray gadget from men. In reality, if asked, he would say he had a plan; he wanted to understand the statues and the normality where they lived because he had an intuition. He believed that the essence could grow in each and every one of those statues, instead of always searching for and tearing pieces from the same ones until nothing was left.
Maurelle wondered if, in reality, all of normality and its strange artifacts were fed by the essence, as happened in the Kingdom, and if what they extracted at the thirteenth hour was that part of dreams that didn't quite get consumed in the hearts of men.
VERSIÓN EN ESPAÑOL
“PACTO DE HIERRO”
***
El reloj dio las trece, y todo se detuvo. En esa inexistente campanada para el mundo ordinario se abrían, en realidad, las puertas del Reino, tal como fue pactado con hierro hace eras por el último de los hombres que creía en la magia y los altos señores elfos.
Generaciones de duendes servían desde entonces al pacto y cruzaban el umbral después de la campanada para cumplir con su papel. Famosos por su excelente olfato para descubrir y buscar cualquier rastro de esencia, no tardaron en darse cuenta de que la más pura era justo la que se resistía y crecía entre lo ordinario, en la frontera del Reino, como el legado de una magia olvidada que se negaba a morir en el incomprensible mundo, siempre congelado, de los hombres.
Una parte importante del pacto impedía a las gentes del Reino interactuar directamente con los hijos de los hombres. Y por lo tanto, para los duendes, pasear por la normalidad era como visitar un enorme jardín de estatuas, la mayoría aburridas si no eras un 'amante de los museos', una expresión que Maurelle había aprendido de un colorido folleto repleto de pinturas del que se encaprichó en una de sus visitas de la hora 13 en la normalidad.
Aparte de un gran olfato, como todos los duendes, había heredado un gusto por la curiosidad de su línea materna, o eso le recordaban cada vez que se metía en líos por no cosechar suficiente esencia y regresaba con algún cachivache inútil y gris de los hombres. En realidad, si le hubieran preguntado, diría que tenía un plan, quería entender a las estatuas y la normalidad donde habitaban porque tenía una intuición. Creía que la esencia podía crecer en cada una de todas esas estatuas, en lugar de buscar y arrancar siempre pedazos de las mismas hasta que no quedaba nada.
Maurelle se preguntaba si en realidad toda la normalidad y sus extraños artefactos se alimentaban de la esencia, como sucedía en el Reino, y si lo que extraían en la hora trece era esa parte de los sueños que no llegaba a consumirse del todo en el corazón de los hombres.