Pimentón Relleno / Contenido Original (Cuento)

in Cervantes2 years ago

Alfredo Gómez, un joven apuesto, lleno de la gracia primaveral de los veinticinco años, disfrutaba como nadie de infinitas tardes en casa de los Alvarado. El matrimonio sólo tenía una hija, entonces era lógico suponer que los intereses del chico no se forjaban en los estrechos lazos de amistad que había tejido con el señor de la casa cuando iba al taller mecánico donde trabajó Alfredo para que este le reparase una avería en el automóvil. Con el tiempo, el señor se quedó sin vehículo por los estragos de la invalides senil y Alfredo comenzó a frecuentar la casa con la excusa de interesarse por el estado de su antiguo cliente. A nadie le extrañó el gesto. Por el contrario, se lo agradecieron invitándole a cenar el día de los Enamorados, luego a un paseo por el parque en el ocaso, a pasar un día de playas y así hasta que su presencia se hizo muy necesaria en el seno de la familia.

En verdad era un joven como pocos, atento, gentil, tímido, cariñoso, con una excelente dicción a pesar de sus orígenes humildes y sus precarios estudios, bello, con esa belleza común que puede deslumbrar a aquellos que están acostumbrados a la belleza exótica y con una prudencia intachable. Magdalena Alvarado, contaba con diecinueve años y en sus sueños de grandeza en las penitencias del amor, se imaginaba del brazo de un galán que arrebatara suspiros a mansalva y la hiciera ella carne fácil de las envidias colectivas de las féminas. Para las mujeres, el amor es una cuestión de orgullo. Al principio el joven no atrajo su atención pero, conforme pasaba el tiempo su corazón revoloteaba de entusiasmo al escuchar su voz triste y metódica saludar cada tarde. Esperaba con ansias el presente que cada día le traía tanto a ella como a su madre. Podían ser flores. Chocolates de la tienda más cercana, helado, pan andino para la merienda o algunos folletos de versos inverosímiles que él lograba tejer en su productiva soledad. Trabajaba en el mercado municipal vendiendo verduras. Se decía que en toda la ciudad ningún vegetal era tan fresco como el que se encontraba en el puesto de Alfredo. Ciertamente las hortalizas, frutas, legumbres parecían arrancadas de la misma tierra al momento de la venta.

A dos años de sus visitas y sus sonrisas secretas. Su corazón se desbocó. Pidió permiso a Doña Margarita Sánchez de Alvarado y a Don Eusebio Alvarado para cortejar formalmente a su única hija. Don Eusebio en el climaterio de su vejez aceptó encantado y Doña Margarita explotó en una cólera silenciosa de propósitos oscurecidos por la desdicha.

Marga, como se le conocía a la señora, que muy dignamente llevó la pesada carga de una hija adolescente imprudentemente bella, una casa que siempre permaneció en la cúspide de la pulcritud y un marido penosamente enfermo que le acabó quitando todas las reservas del cariño. Era treinta y cinco años menor que su esposo, su casamiento se arregló en la premura de una urgencia social y aunque nadie sabía los pormenores del acuerdo, debieron ser bastante amigables, porque Marga siempre mostró felicidad e hizo feliz a su cónyuge y a su prole. Mas, cuando la artritis, la vejez y la rutina fueron acabando con las estrepitosas risas de su esposo, su vida, aún en la plenitud de los cuarenta años cayó desbordada por un precipicio de vacío que necesitaba urgentemente llenar. Fue por esa época cuando Don Eusebio empezó a recibir las visitas de Alfredo. Ella conocía al joven desde los tiempos del taller y siempre le pareció muy lindo como para merecer un empleo tan aciago y mal remunerado. Un día de enero, cuando ya su esposo estaba postrado para siempre, Marga supo de la frescura de las hortalizas de un puesto ignoto en el mercado contiguo a la plaza, que funcionaba desde los primeros gallos hasta que la gente o el sopor acabasen con la mercancía, allí vio nuevamente a Alfredo, pleno, con el pecho descubierto y de un color blanco exquisito, no era esbelto, sólo era agradable a la vista; a ella una gota de sudor helado le recorrió la espina dorsal y le hizo pintar en su corazón una finalidad que había de ser desbaratada años después por el compromiso de su hija con el chico de las verduras. Se avergonzó ante ella misma por fabricarse ideas muertas acerca de las visitas del chico a su casa, por guardar los obsequios en un cofre de mimbre donde en algún tiempo estuvo guardada la platería, por dejarse estremecer al escuchar su risa melodiosa y áspera en el corredor donde conversaba con su hija o su esposo, así que ante el anuncio de la relación, rendida en el asco de su inminente ardor a destiempo, aceptó con aparente agrado el arreglo.

Esa noche lloró con mucho dolor, porque lo hizo en silencio, ante la desdicha que le llegaba a su vida en soledad. Lloró por el dolor anticipado de la muerte pronta de su marido, por desear a otro hombre cuando aún el cuerpo de su esposo paseaba por la vida. Lloró por la culpa de haberle deseado la muerte motivada por la ansiedad de un espejismo juvenil que no estaba destinado para ella. Lloró tanto que la sábana hubo que exprimirla y tenderla al sol para quitarle el peso del dolor, la culpa, el luto, la pasión y la soledad.

Desde ese día se mostró distante y respetuosa con el futuro yerno. Tanto que Alfredo llegó a pensar que no veía con buenos ojos el noviazgo, estuvo tentado a hablar con ella, pero el destino se inclinó a favor de la dicha e impidió que la conversación se diera. Magdalena Alvarado, la hija, tuvo desde siempre una relación muy tímida con su madre, en cierta forma le descolocaba su naturaleza de señora en donde se parase, su fluidez en la cocina, su parsimoniosa labor doméstica que no dejaba ningún cabo suelto en su diario trajinar entre sus incontables tareas, la trémula discreción, compostura y la belleza madura que no había de perder nunca, ni siquiera en los momentos más trepidantes de su vida. Magda, como le decían, nunca la oyó levantar la voz, desesperarse o desampararse en la desdicha de su cotidianidad para lograr siempre lo que quiso de su esposo. Además era una niña bien educada, preciosa, esbelta, tanto que nunca fue algo más que una inútil y a sus más de veinte años, aún le lavaban las pantaletas. Y como niña bien, necesitaba una rival para darle un poco de ritmo a su vida hogareña, carecía de amigas verdaderas con quien conspirar contra ellas mismas así que tuvo que conformarse con envidiar a su propia madre.

En el clamor de los besos a escondidas Alfredo y Magda se precipitaban en caída libre sobre un espacio acortado por el amor. Don Eusebio se perdía mucho en la oscuridad del túnel que conducía a la muerte y Marga ventilaba sus frustraciones en la inagotable lucha por no quedarse sin propósitos en la vida: la casa. Fue en unas de esas desventuradas jornadas de ordenar lo que estaba ordenado, limpiar lo que estaba limpio y lavar lo que no se había ensuciado cuando Marga advirtió una potencial esperanza en su vida ya prácticamente desahuciada por ella misma. Por varios días observó meticulosamente a su hija y descubrió un rostro que no le era familiar, más alargado, diáfano, suave y experimentado. Vio una mirada certera en un objetivo predefinido y una frialdad en sus actos que la dejó perpleja y temerosa del tremendo poder destructivo que posee una mujer. Sin que Magda se diera cuenta, su madre le pisaba los pasos a cada lugar que iba. Ya había por supuesto escudriñado su cuarto y no encontró nada más que las braguitas que le advirtieron que algo ya no era normal y sin ánimo de defraudar sus instintos de mujer y madre acostumbrada a ir un paso más allá de las eventualidades se las ingenió para cumplir con sus deberes de esposa (enfermera), ama de casa sin dejar de seguir el itinerario de su hija, no convenía por supuesto, alborotar la suspicacia de la contraparte.

Y sucedió: tras varios meses de frenética búsqueda la señora halló a su hija, desnuda e indefensa de amor, cansada de tanto pecar acostada en la camilla de consultas del Dr. Jairo Colmenares, como treinta años mayor y el que le había curado a ella desde la pañalitis hasta la varicela. Marga lloró de indignación. Pero lloraba más de felicidad. Como en otros tiempos no se alteró, ni vociferó, no se sorprendió por confirmar lo que sospechaba. Sólo aguardaba el momento justo para dar la estocada.

Las visitas de Alfredo descaradamente fueron recibidas como siempre. Incluso cuando el luto de Don Eusebio estaba en su apogeo. Había muerto el mismo día que Marga confirmó las afortunadas aventuras de su hija. En casa no se habló del tema del pecado, mientras alguna no diera muestras de ataque a la primera. Eso no ocurrió, por mucho tiempo ambas mujeres aprendieron a respetarse el carácter.

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Fuente: Propia

A los tres meses de la muerte de Eusebio, Marga regaba los helechos del corredor y en el sofá de siempre, Alfredo y Magda conversaban sobre un futuro que no estaba así planificado desde hacía tiempo ya. Al día siguiente de la conversación de pareja, Alfredo aprovechó que Magda iba a una revisión médica para conversar con su suegra y notificarles sobre su inminente matrimonio con su hija. Marga creyó desfallecer. A pesar de las lógicas explicaciones de la manutención de la casa, de la inseguridad a la que estarían sometidas sin un hombre que las representase, la señora logró sortear una espiral de excusas lógicas para evadir la fecha propuesta con mucho éxito. Derrotado por la mujer, Alfredo sucumbió a las ganas del amor y le confesó que Magdalena estaba en estado de buena esperanza y necesitaban casarse para que el niño naciera en un hogar bendecido por Dios.

-No hace falta Dios para resolver los problemas de los hijos.- Sentenció Marga.

Dispuesta a desatar la artillería pesada y dar fin a la guerra fría que había mantenido la casa en una tensa calma, Margarita, esperó inconsciente de rabia, la llegada de la hija. Atacaría sin piedad.

-¿Así que te casas?-. Increpó a su hija no más llegar.
-Si, creo que es hora de formalizar las cosas-. Atendió Magda indiferente.
-Las cosas con Alfredo están formalizadas, no entiendo la prisa, el cuerpo de tu padre aún está caliente.-

Magda intentó contestar con una mentira cierta pero su madre se adelantó para desarmarla del todo.

-…O es que te refieres a formalizar la relación con el padre de tu hijo.- Y sonrió triunfante.- Porque para eso tendrías que decirle a la esposa que lo deje y que se pueda casar contigo.

Magdalena, arremetió con improperios acusadores de falsedad, de un plumazo borró el episodio vergonzoso de sus encuentros amorosos con un cincuentón. Su madre no lo permitió. Le reveló que la estuvo siguiendo por mucho tiempo y que sus visitas fueron frecuentes, meditabundas y pendencieras. De pronto Magda se dio cuenta que su madre podía hundirle los planes de encasquetar un hijo que no era de Alfredo, sin embargo no se amedrentó, algo podría ocurrírsele para neutralizar la ofensiva de su madre que amenazó con decirle la verdad a su futuro yerno a plena voz en el mercado para llenarla de vergüenza por los siglos de los siglos.

-La boda se hará en la fecha prevista-. Concluyó Magda –Si tienes alguna prueba de que lo que digo no es verdad, pues preséntala-.

Por varios días no se dirigieron la palabra. Marga sabía que era su palabra contra la de su hija y amada por Alfredo, este estaba seguro de la doncellez de su prometida porque lo pudo comprobar el día que le hizo el amor. Su suegra no fue capaz de preguntárselo, eso iba más allá de sus escrúpulos. Un sábado por la mañana, Magdalena rompió el infinito silencio para sentenciar el hecho irrefutable de una realidad que le corroía las entrañas de mujer seca a su madre.

-Esta noche viene Alfredo a pedirte mi mano formalmente-. Dijo sin mirar a la cara a su madre.- Le hablé de tus pimentones rellenos, hazlos para cenar.
-Es tu cena… Prepáralos tú-. Escupió Marga.

Desesperada por la cena y furiosa con su madre, Magda desempolvó el libro de recetas centenarias que habían hecho de su madre una reina de la cocina. Con indignación la niña recordó las veces que su madre le decía que la ayudara a cocinar y aprendería el arte de saber amar. Siguió al pie de la letra las indicaciones del libro y no logró que la salsa espesara, que las cebollas se doraran, que la leche hirviera. La cocina se llenó de moscas de forma repentina y el calor era insufrible en un ambiente que casi estaba a 16 grados de temperatura. Era octubre. Épocas de frío y lluvias torrenciales. A pesar que invirtió una taza de azúcar no logró endulzar medio litro de café. Magda lloró de consternación y fracaso. Todo estaba listo, pero nada resultó como debía. Atacada por la certidumbre de los poderes de la madre al desearle mal, se desempeñó en una carrera de supervivencia donde sólo la más apta seguiría surcando los mares de la vida. Y secretamente lo hizo.

A la hora pautada los comensales, humildemente formales, fueron recibidos por dos elegantísimas damas. Entre tertulias y chistes inocentes, bebieron agua que no se pudo enfriar. La comida se inició con una crema acuosa y desabrida que nadie tuvo corazón para criticar. <<Todo lo cocinó mi hija>> decía la madre con una absorta sonrisa de triunfo. Pero en contraste con todo lo demás los pimentones rellenos se veían espléndidos y muy apetecibles; Magda se aseguró de indicar cuál pimentón era para cada comensal, el que le reservó a su madre era el más hermoso, Alfredo propuso un brindis, las copas chocaron en honor a la familia que se estaba formando esa noche y entre risas y algarabías, nadie pudo reprimir la tentación de comer el suyo sin más. Así lo hicieron, tomaron los pimentones casi con desesperación y al azar, echando por la borda las indicaciones de la niña, quien estaba en la cocina, preparando los platitos con arroz con coco para el postre. Y en la mesa, había quedado reivindicada por un preludio de platos mediocres, nada había más exquisito en el mundo. Esa parte del plan de Magda estaba dando resultados.

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Fuente: recetavenezolana.com

A las dos de la mañana, Alfredo fue encontrado sin vida en su alcoba, retorcido de dolor y con babas espumosas verdes saliendo de su boca. La muerte clínica: envenenamiento con Arsénico. En un golpe de mala suerte, Magda no sólo tuvo que cargar con su conciencia, sino también con un hijo ilegítimo y con su madre odiándola para siempre, imposibilitada para abandonar a su propia hija, había de convivir con ella para siempre, encerrada en un luto eterno y en un rencor soporífero en la oscurana de un aislamiento pertinaz, jamás le volvió a dirigir la palabra y volcaba todo su odio al alimentarla sólo con pimentones rellenos hasta la eternidad.

Punto Fijo, Julio 12 de 2004

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