La noche era clara; la luna flotaba entre las copas de los árboles, pero pronto el cielo se fue cubriendo de nubes y el aire se hizo espeso, difícil de respirar. Momentos antes de desencadenarse la lluvia, se encontró con dos hombres que viajaban en una carreta cargada de mercancías. La carreta traqueteaba y se bamboleaba con las irregularidades del terreno y segundos después se perdió en dirección a la ciudad. Un primer relámpago iluminó la soledad del camino que debía recorrer.
Cansado, hambriento, mojado y entumecido de frío, llegó al caserío de viviendas desperdigadas como si las hubieran arrojado en ese lugar desde los montes cercanos. Su seguridad, su impulso inicial, la voz que lo guiaba se había extinguido y quiso detenerse, llamar a na e las casas, pedir un lugar seco donde tenderse y dormir, pero el hábito o la inercia, o algún otro motivo igual de simple y secreto, lo obligaron a continuar.
En la lluvia perdió el camino, y luego de un rato de vagar entre breñas dio con las riberas de un río angosto que en ese momento sus aguas agitadas. La lluvia cesó, las nubes se apartaron, el sol apareció en el cielo, y durante un instante el mundo pareció en suspenso, detenido en un asombro tranquilo, un tiempo nuevo del que debería brotar una nueva vida, con hojas verdes, lombrices, lagartijas, insectos y flores. Él, que había despreciado todas las señales, tomó este instante de íntimo milagro como una y decidió quedarse en las cercanías del río.
Cuando, unos días más tarde, apareció nuevamente, preguntando dónde podía comprar víveres y herramientas, nadie lo relacionó con el espectro en la lluvia, salvo Agustina –tu abuela. Ella le indicó cómo llegar al único comercio del lugar.
El hombre hablaba con voz baja, pero no tímida. Era la voz distante y reticente de alguien que ha perdido la costumbre de dirigirse a sus semejantes o no quisiera hacerlo. Agustina sentía que esa voz podía ser desagradable y amenazante, que su amabilidad debía parecerse a la indiferencia, que persistía una vibración de orgullo, de cólera fría detrás de sus palabras. Pensó que era un hombre educado, con la ligera perplejidad supersticiosa que le inspiraban las cosas lejanas e incomprensibles. También pensó que era un hombre peligroso, y cuando lo vio alejarse en la dirección que ella le indicó, deseó que no volviera. Pero cuando volvió, algunas semanas después, lo siguió hasta el rancho que Julián empezaba a construir.
A eso me refiero cuando digo que algunas descripciones son como pinturas, trozos de películas, capaces de dejarte sin aliento. Me gustó mucho la descripción de cuando el hombre entra al pueblo: mágico e irreal, pero de una soledad única. Atenta a la continuación. Abrazos
Episodio muy cautivante por la presentación de este personaje, tan propio de la imaginería y literatura de nuestras tierras, entre la fantasmal y lo real. Me llegaron evocaciones de Pedro Páramo. Saludos, @rjguerra.
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