EL SHERIFF DE HARD STONE

in Cervantes3 years ago


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EL SHERIFF DE HARD STONE



     Nunca había sentido miedo. ¡Jamás, maldición!, se dijo para sí el sheriff de Hard Stone. Sin embargo, la situación en que ahora lo situaba la vida era tan comprometedora que casi no le importaba reconocer que hay momentos en que los hombres pueden permitirse mirar el camino andado y arrepentirse de algunas cosas.
     Cuando llegó a este pueblo su pistola apenas exhibía en su cacha tres muescas, desde ese día parece un tornillo. Claro, para esa fecha contaba solamente veintisiete años, ahora tiene treinta y cuatro.

     Tuvo que barrer desde el mismo día de su llegada toda la basura que se había acumulado en Hard Stone: la banda de Emerson Wilson, mejor conocido como Bill Gusano que se había convertido en el terror de todos los ganaderos del condado a quienes cobraba una “vacuna” diaria por permitirle a sus rebaños pastar y respirar tranquilamente en aquella enorme pradera. A Jhon el Comemuerto, sujeto repugnante a quien se le acusaba de haberse comido al propio hijo una vez que se quedaron atrapados en la Cañada del Diablo, sin alimento alguno, quien, además, había despachado al otro mundo a nueve borrachos que en la cantina le sacaron en cara aquel acto de canibalismo, y a otros tantos pistoleros que lo retaron para ocupar su hegemonía de hombre duro en Hard Stone. A Tod Bruster, cuyo nombre solo necesitaba una breve modificación para ser “todo bruto”, lo cual definiría con bastante precisión lo que era aquel sujeto. A Ed Karson, Willy Roberton, Frank Lowell mejor conocido en el mundo del crimen como Fat Boy por su cara de bobo y su enorme humanidad; Hut Richarson y todo su ejército de bandoleros integrado por veintidós facinerosos; Jimmy Cartbride, quien luego de recibir tres disparos en el corazón, en un mismo agujero, fue arrastrado por los hombres del pueblo, barriendo con su cuerpo las calles en demostración del peor odio sentido por hombre alguno, y luego celebrando en la cantina con tragos y haciendo descargas de pistolas al aire. La familia Watson compuesta de nueve infraseres de los más detestables y peligrosos que hayan habitado la tierra; y por último, a Bobby Still y Eddy Morgan a quienes acusó de ladrones y sentenció a muerte. Al primero lo ejecutó ese mismo día, dentro de su propia oficina porque era el banquero del pueblo, y al segundo, tres días más tarde, cuando pudo darle alcance mientras huía hacia el sur de California después de cometer el garrafal error de robarse a Jenny, la prometida del sheriff. Lo siguió durante tres días por aquella sequedad y le llenó el cuerpo de plomo conquistando de esa manera nuevamente el afecto de su amada.

     Total, cincuenta y dos bichos que sumaron igual número de muescas a la cacha de aquel Colt 38 sin gatillo que lo había hecho famoso no solo en Hard Stone, sino también a cientos de millas a la redonda.
     Pero la fama de los pistoleros se corre como reguero de pólvora y el sheriff de Hard Stone no podía ser una excepción.
     Aquella mañana, aunque parecía tranquila, presagiaba un cierto hálito de desgracia que podía ser olfateado por el fino instinto del sheriff, quien ya tenía noticias de que en algún momento vería aparecer la peligrosa figura de Al Cartbride, hermano de Jimmy Cartbride, para cumplir su juramento de venganza. Al se había estado entrenando con la pistola, durante un año, para cumplir su promesa, promesa que no solo se refería a la persona del sheriff, sino que también incluía a todos los hombres de Hard Stone por haber celebrado con tragos y disparos al aire la muerte de Jimmy.
     Era el mediodía cuando Robert Pullman, el ayudante del sheriff se apareció jadeante, sudoroso y asustado a la oficina de su jefe para informarle que Al Cartbride y diecinueve de sus hombres estaban acampados en Old River. Fue tanta su carrera para llevar a su superior aquella noticia que su caballo murió reventado de cansancio a la entrada del pueblo.

     —¡Viene Al Cartbride! ¡Viene Al Cartbride y sus hombres! —gritaba como un loco mientras cruzaba la polvorienta calle rumbo a la oficina.

     Pero Al Cartbride que no era lelo y que había visto la columna de polvo dirigirse al pueblo sospechó que se había descubierto su posición y, por lo tanto, decidió acometer su asalto al pueblo en ese mismo momento.
     —¡Vamos! —dijo al instante en que se dirigía a su montura, un precioso alazán cuya piel brillaba con los rayos del sol como si se la hubiesen friccionado con el oro mismo de Gold Shine, donde había sido robado por uno de los hombres de la banda.
     —A todo galope, muchachos, que hemos sido descubiertos; que no quede ni los cimientos, ni los vestigios de ese maldito pueblo.
     El rostro de Al se mantenía rígido, sin siquiera una sonrisa que hiciera variar su apariencia de una máscara de hierro. Los diecinueve hombres cabalgaban tan unidos a sus caballos, tan curtidos por el sol, tan llenos del polvo del camino, que parecía que jinetes y monturas eran un mismo cuerpo.
     —Al Cartbride llegó —dijo el ayudante del sheriff al empujar con violencia la puerta de la oficina.
     El sheriff lo miró con calma, como tratando de leer en sus ojos lo que su boca no podía decir por el temor que le ahogaba las palabras.
     —Maldita sea, Robert, ¿qué es lo que está pasando? —gritó el sheriff a su ayudante al no poder leer en sus ojos, porque si bien era cierto que su valentía no tenía parangón, no era menos cierto que no podía leer en ninguna parte porque era bastante analfabeto.
     —¡Ya viene. Viene Al Cartbride! —respondió Robert cuando apenas pudo modular palabra.
     —¡Los zamuros de Hard Stone comerán hoy carroña de Cartbride, ojalá no se envenenen. Prepárate para la fiesta, Robert —dijo el sheriff sin variar en lo absoluto ni una sola línea de su rostro.

     Sacó su Colt 38 de la cartuchera y lo quebró, había cuatro balas en el tambor. Entonces manteniendo la ele de su pistola en la mano izquierda, abrió la gaveta de su escritorio y rebuscó en ellas, al final levantó la cara y preguntó:
     —Oye Robert ¿dónde están las malditas municiones?
     Pero no recibió respuesta alguna.
     —Robert, ¿dónde diablos te metes?
     No recibió respuesta, pero ya no era necesario; el ruido de un caballo que salía y la polvareda que se levantaba era suficiente para suponer con acierto que su ayudante había puesto pies en polvorosa.
     —Maldito cobarde, mal rayo te parta, Robert —gritó escupiendo el pedazo de tabaco que mantenía apagado, mordido por aquellos dientes amarillentos por la nicotina, pero parejos y alineados.
Salió a la calle y llamó.
     —¡Ea, oíganme todos! He sido informado de que viene Al Cartbride, ¡Vamos a nombrar un comité de recepción! Oigan, ¿qué pasa? ¿Dónde están todos? ¿Dónde diablos se meten?, ¡maldita sea!
     Nadie respondía. Entonces caminó hasta el centro de la calle y volvió a llamar.
     —Oigan todos...
     Pero nadie asomaba en las ventanas.
     —Maldición, ¿qué está pasando?, ¿qué se ha hecho la gente de este pueblo?
     Caminó hacia la cantina. Estaba vacía igual que todos los demás lugares.
     El sol caía casi perpendicularmente sobre el fieltro de su sombrero. A lo lejos, hacia el este, se observaba la columna de polvo de los que huían, hacia el oeste veinte figuras de individuos que a paso marcado avanzaban ocupando todo el ancho de la calle central.
     —Al y su gente —moduló como para sí el sheriff y se mantuvo impasible, como paralizado en medio de la calle.

     Lo primero que le dictó su instinto de conservación era salir huyendo, igual que los demás, igual que Robert, igual que Jenny, igual que todos los malditos habitantes de Hard Stone que salían cloqueando como gallinas cuando apenas se enteraron de la presencia del Al Cartbride. De buena gana lo hubiese hecho si no hubiera sido porque el maldito Robert se había llevado su caballo y ¿dónde diablos estarán las malditas municiones?
     El sheriff tocó levemente la cacha de su colt situada en su funda, justo al centro de su fémur. Un enorme fémur equilibrado en aquellos dos metros de estatura. Sus hermosos ojos claros brillaban con un fulgor de esmeralda bajo aquel pelo rojizo y abundante que asomaba con rabia por debajo del sombrero de fieltro negro.
     Se situó de frente al oeste y esperó a Al que avanzaba con paso firme pero sin prisa. Lo esperaba. Esperaba a toda la trulla, pero la verdad era que sentía miedo. De buena gana se hubiese arrepentido de todo y devolver la cinta de su existencia.
     Al se detuvo a veinte pasos. Se inclinó el sombrero hacia atrás dejando totalmente al descubierto su odioso rostro sin afeitar.
     —Maldito sheriff, Jimmy no solo era mi hermano, sino que le debía la vida —dijo Al arqueando los brazos en posición de disponerse a sacar el par de pistolas que colgaban paralelas a sus piernas.
     A esa distancia podía observarse nítidamente la marca de la cuerda sobre su cuello como una negra quemadura. Como un recuerdo de cuando fue sentenciado a la horca por su larga cadena de crímenes y fechorías. Su cuerpo estaba colgado ya cuando apareció Jimmy y matando a los once ejecutores salvó a su hermano de una muerte segura.
     Bien lejos estaba cuando él le metió los tres plomos en el corazón, por una misma perforación.
     Eso lo lamentaba Al, porque a pesar de ser un hombre sin sentimientos, sentía tal agradecimiento por Jimmy, que gustoso hubiese dado su vida por él.
     —Vine a matarte, maldito cobarde, a barrer con tu cuerpo este pueblo maldito como hicieron con mi hermano después de haberlo asesinado a traición —vociferó Al dando un paso al frente y dejando a sus diecinueve secuaces detrás de él ocupando todo lo ancho de la calle. Luego completó: parece ser que todos los cobardes de este pueblo han huido antes de mi llegada, mejor para ti, así podrás tragarte tú solito todo el plomo que traemos.
     —No has perdido la maña de hablar sandeces, Al. Tratas de amedrentarme con tus palabras porque sabes que con tus armas no me amedrentas. Eres una maldita gallina que te haces acompañar de un ejército para venir a retarme. Te estoy esperando, Al, ardo en deseos de meterte una bala por tu maldita boca. Dile a tus hombres que se retiren y salven a tiempo su vida. No tengo nada en contra de ellos y los perdono; pero a ti te mataré, Al; así que prepárate para viajar a los malditos infiernos.
     —Me sorprendes, sheriff, me sorprende tu sangre fría —dijo Al Cartbride y luego dirigiéndose a sus hombres, sin dejar de mirar el fulgurante brillo azul de los ojos del peligroso pistolero que tenía al frente, les ordenó:
     —Bueno, muchachos, ha llegado el momento; yo reclamo para mí el derecho de meterle el primer plomo en la frente, luego ustedes hagan lo suyo.

     No dijo más. Aquellas cuarenta y dos manos entrenadas para sacar a velocidades sorprendentes las pistolas de sus cartucheras se accionaron como si unos resortes invisibles las impulsaran.
     Al disiparse el humo de las detonaciones el sol proyectaba como fantasmas silentes las sombras de las casas sobre la tierra apisonada de la calle donde en visible desorden se entrecruzaban los cadáveres de los veinte hombres, cada uno con una limpia perforación en el ojo izquierdo.
     El sheriff enfundó su Colt 38, dio media vuelta.
     —Estuvo cerca —dijo, y se dirigió a su oficina.

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Dibujo y texto de @tomasjurado

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Enhorabuena. Has recibido apoyo The Creative Coin Fund.

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Un excelente relato que hace que el lector entre en angustia y hasta infiera un final distinto al que se presenta, todo muy bien llevado para darnos esa sorpresa.

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