El pirata Black. Cap. 2 Bajo la niebla.

in Hivewriters3 years ago (edited)


Samuel Bellamy fue un marinero inglés que buscó fortuna en las costas de América. En un giro de su vida, se convirtió en pirata, capturando muchas naves y amasando una gran fortuna. Es considerado el pirata más rico de la historia, su tesoro se estima en unos 120 millones de dólares. El siguiente relato se basa en la historia de Black Sam; apodo con el que se dio a conocer. Aunque varios de los nombres narrados aquí representan a personajes reales, algunos hechos no son necesariamente cronológicos y se han incluidos otros con fines artísticos y literarios.

Por G. J. Villegas

     La niebla que los cubría, trajo consigo un aire frío que obligó a los hombres a abrigarse. Algunos bajaron a las bodegas, Paul y Samuel, encendieron sus pipas y ordenaron a sus marineros que se prepararan para recibir a las autoridades que se acercaban.
     Las patrullas no eran extrañas, considerando las amenazas contantes de piratas, pero eran escasas en aquellas aguas; lejos de las rutas de comercio. El navío militar que se aproximaba llevaba el nombre “Victory Galley”, armado con numerosos cañones y una tripulación de 120 hombres.
     —¡Es un barco impresionante! —dijo Samuel mirando atentamente al “Victory”.
     —Debo confesar que al ver sus muchos cañones me siento más seguro —señaló Paul—. ¿Qué pirata se atrevería a navegar en esta zona y se arriesgaría a enfrentar a un navío como este?
     —¿Dices que los piratas son cobardes? ¿Qué no están en condiciones de capturar una nave de guerra?
     —Cobardes, no. Pero, ¿cuándo has escuchado que una banda pirata se apodere de un barco de la armada? —preguntó Paul.
     Samuel no le respondió, se entretuvo mirando la imponente figura del barco de guerra, detallando sus aparejos, sus velas, y lo bien organizada que se veía su tripulación. Mientras arrojaba bocanadas de humo al aire, absorto en sus pensamientos, a su mente volvieron recuerdos de sus días como cadete cuando vivía en su país natal. Casi deja escapar un suspiro cuando fue interrumpido por el grito firme de un joven oficial del “Victory”.
     —¡Prepárense para ser abordados, somos la marina Real! ¡Prepárense para ser abordados!
     El navío de guerra estaba bajo el mando del capitán Robert James Sickad, un marino condecorado con una larga tradición militar en su familia. Su cabello canoso se escondía bajo una peluca blanca y rizada, propia de su rango, y atestiguaba los muchos años dedicados a la marina, y a perseguir rufianes en alta mar.
     Varios hombres armados subieron a la cubierta del “Desidia” y rápidamente comenzaron a revisar cada rincón del lugar. El capitán Sickad se acercó a la barandilla del balandro con rostro austero y silencioso, observó durante un momento a la tripulación de Bellamy y luego preguntó:
     —¿Quién de ustedes, respetables caballeros, es el capitán de este barco?
     Samuel levantó la mano. Sickad sonrió irónicamente y dijo:
     —Permiso para abordar su nave, señor.
     —Concedido —dijo Bellamy sin mucho entusiasmo al notar la irónica risa.
     El militar caminó un poco por la cubierta del balandro. Su paso era orgulloso y altivo. Samuel y Paul no le quitaban la vista de encima. Sickad se acercó a ellos y expresó:
     —Entenderán en este punto, que cualquier solicitud de permiso es pura cortesía. Es mi deber examinar cuidadosamente cada embarcación que navegue estas costas. Soy Robert James Sickad, capitán del Victory Galley de la Real Armada de su majestad.
     Samuel le extendió la mano.
     —Samuel Bellamy, capitán del “Desidia” y mi primer oficial Paulsgrave Williams —dijo Samuel y agregó con seriedad—: ¿Busca usted algo en especial, señor?
     —Sí capitán, busco piratas. ¿Se ha topado usted con alguno?
     —No realmente, nosotros…
     —¿Está usted seguro? —lo interrumpió Sickad sin dejarle completar la frase.
     Se produjo una pausa incómoda entre ambos.
     —Somos una expedición de exploración autorizada —dijo Paul tomando la palabra—. Puedo enseñarle los documentos que lo demuestran, si usted gusta.
     —Una expedición de exploración ¿eh? ¿Qué buscan? ¿Tesoros de naufragios?
     —Precisamente. Los documentos los ha firmado Sir Leonard Robinson en persona —dijo Paul.
     El capitán Sickad se sorprendió al escuchar ese nombre. Miró fijamente a Samuel y Paul, se volvió entonces para mirar de nuevo a la tripulación del Desidia, y finalmente, algo hizo cambiar su actitud altiva y desafiante. Dejó escapar una carcajada de satisfacción y expresó alegremente:
     —Me encantaría ver esos documentos. Aunque, si los ha firmado Sir Leonard, no dudo de la legalidad de su operación aquí capitán Bellamy. Traiga los papeles ante mí, oficial Williams.
     —Puede venir a la cabina del capitán Bellamy, podremos sentarnos y leerlos con calma —propuso Paul.
     —No será necesario señor Williams —replicó Sickad—. Confío en que la requisa será breve, a menos que encuentre fallas en su documentación que me obliguen a alargarla.
     —Le aseguro que no será el caso, señor. Yo mismo he puesto atención al detalle en la elaboración del documento. Con su permiso, traeré los papeles.
     El oficial Williams bajó a buscar el sobre con los documentos.
     —Como capitán de este barco —dijo Samuel—, estoy en la obligación de reportar un extraño avistamiento.
     —¿Un avistamiento? ¿De qué tipo? —preguntó Sickad.
     —Del tipo extraño, ya lo he dicho antes.
     —Sí, lo oí capitán, pero ¿podría usted describirlo?
     —Se trataba de un bote de salvamento, con cuatro cadáveres en su interior.
     —¿Muertos?
     —Desmembrados me pareció, en consecuencia, sí, muertos.
     Sickad arqueó una ceja y preguntó:
     —¿En cuál dirección?
     Samuel señaló a babor, caminando también un par de pasos.
     —¿Y por qué no procuró recuperar el bote? Era lo pertinente, capitán Bellamy —le reclamó.
     —Estábamos a punto de hacerlo… pero… cuando vimos su navío pensamos que podrían ser piratas.
     —No me diga. ¿Y que lo hizo confundirse? ¿La bandera Real de su majestad, o el uniforme de mis marineros? —preguntó con sarcasmo Sickad.
     —¡Oiga! ¿Qué insinúa usted? —replicó Bellamy ofendido.
     Sickad acomodó su sombrero y le lanzó una mirada de desdén.
     —¿Qué insinúo?... ¿Cuánto tiempo se imagina usted que llevo realizando requisas de embarcaciones?
     —Con todo el respeto que puedo dispensarle en virtud de su edad —dijo Samuel, por lo que Sickad frució el ceño—, y en virtud de su rango, me atrevo a decirle que… ¡Me importa un demonio!
     —Cuide su vocabulario capitán, está usted hablando con un oficial de la Armada Real, no con uno de sus lacayos.
     Williams regresaba a cubierta y alcanzó a oír la discusión.
     —¿Está todo bien señores?
     —Desde luego Williams —dijo Samuel calmándose un poco—. Comentaba nuestro avistamiento de los cadáveres en el bote hace un rato.
     —Capitán Sickad, disculpe, puedo atestiguar que lo que dice el capitán Bellamy es cierto —señaló Paul.
     —¡Ja! Desde luego que puede atestiguarlo —se rio Sickad—. ¿Ha traído usted la documentación?
     —Aquí la tiene —respondió Paul entregándole el sobre.
     Sickad leyó con atención los permisos que autorizaban al Desidia en su operación de exploración. La experiencia como marinero y militar le habían enseñado a controlar su temperamento. Su rostro se mostró más tranquilo al ver que los documentos eran los adecuados, y que la tripulación del balandro era genuina. Pero sus propios oficiales armados regresaron a cubierta trayendo consigo una sorpresa.

     —¡Observe capitán! —dijo uno de los oficiales del Victory cargando los cofres de cobre con el oro encontrado por el Desidia.
     —Es nuestro más reciente hallazgo, lo llevamos a Cabo Cod para su registro legal —indicó Samuel.
     —También encontramos dos cañones en las bodegas —agregó el oficial militar.
     —Lo cual es muy razonable, en vista de la amenaza pirata —señaló el capitán Bellamy.
     Sickad miró los cofres y su contenido, y detalló por unos instantes el escudo grabado en los lingotes. Las miradas de todos en cubierta se clavaron el él, esperando una respuesta de su parte. Cerró el sobre con los documentos del Desidia y dijo:
     —Señores, esta niebla hace difícil que podamos conversar con libertad, así que aceptaré su invitación para revisar su situación en la cabina del capitán Bellamy, además, el clima está algo frio para mi gusto aquí afuera.
     Samuel y Paul asintieron con la cabeza, y se dirigieron a la cabina. Sickad los siguió e hizo que sus oficiales llevaran el oro también.
     Una vez dentro, el capitán del Victory se mostró más relajado, hasta risueño, se sentó con los cofres de cobre a sus pies y preguntó sin dilación:
     —¿Cuánto oro han encontrado hasta ahora, señores?
     —Hasta ahora solo hemos encontrados esos cofres —indicó Paul.
     —Hemos sufrido algunos contratiempos menores, pero nada fuera de lo común en estos casos —agregó Samuel, hablando con seguridad, como si llevara años dedicado a al oficio de salvamento.
     —Los lingotes ascienden a setecientas onzas en total —dijo Paul. Samuel lo miró sorprendido, pero rápidamente disimuló su gesto ante Sickad, quien no dejaba de mirar los lingotes con interés.
     —Setecientas onzas… —repitió Sickad frotándose la barbilla, y agregó—: Señores, esto cambia todo el panorama. Debo confesar que temí que ustedes fueran piratas disfrazados cuando vimos su embarcación, pero al leer sus documentos y estudiar las condiciones en cubierta, ahora estoy seguro de que son marineros legítimos.
     —Muchas gracias, señor —dijo Samuel—, es reconfortante saber que estamos de acuerdo en algo y…
     —Sin embargo —lo interrumpió Sickad—, ese par de cañones que llevan a bordo no figuran en la declaración de sus permisos. Eso supone un problema, porque, aunque soy consciente que son necesarios para protección contra ladrones y piratas, el que no hayan sido declarados, sumados al hecho de su extraño encuentro con un bote con cadáveres, los hace ver a ustedes y su operación aquí, algo sospechosos.
     —¡Pero capitán, eso es ridículo! —exclamó Samuel comenzando a enojarse.
     —El escudo que traen grabados los lingotes… ¿Saben a que familia pertenece? —preguntó Sickad.
     —No lo sabemos, señor, pero asumo por su tamaño, que se trataba del pago de algún servicio o venta —respondió Paul.
     —En eso tiene usted razón Williams, el duque Lennox, a quien pertenece este escudo, posee un próspero negocio de esclavos, uno de sus barcos fue atacado en estas aguas, y desde luego, su oro se perdió.
     —Pues no fuimos nosotros, señor, eso es evidente —espetó Samuel.
     —La ley me obliga a tomar el control de su nave y escoltarlos a Inglaterra, donde los sobrevivientes del naufragio podrán atestiguar que ustedes no tuvieron nada que ver con el suceso.
     —¿Va a arrestarnos entonces? —preguntó Paul.
     —¡Rayos capitán Sickad, usted sabe que no tuvimos nada que ver con eso! —reclamó Samuel.
     —Entiendo su molestia, señor Bellamy, créame que no es mi intención entorpecer su trabajo, pero el mío es hacer cumplir la ley. De no ser por esos cañones no autorizados que traen a bordo, no tendríamos esta discusión.
     —Debe haber otra forma de resolver todo este dilema capitán Sickad —insinuó Paul.
     —La ley es clara en este asunto, señor Williams —dijo irónicamente Sickad.
     —¿Y fuera de la ley? —preguntó Paul, adivinado las verdaderas intenciones del capitán del Victory.
     —Bueno… —dijo Sickad cambiando el tono— supongo que podría hacer una excepción, considerando que solo se trata de dos cañones, que no he encontrado más faltas en su embarcación, y que ustedes están dispuestos a hacer una generosa y discreta contribución.
     —¿En qué consistiría esa discreta contribución? —preguntó Paul.
     —Estos lingotes de oro serán suficientes —señaló con descaro.
     —¡Pero esto es un…! —exclamó Samuel. Paul le sujetó del brazo enseguida y lo detuvo.
     Samuel se contuvo, porque, aunque no entendía del todo la maniobra corrupta de Sickad, confiaba en la habilidad de su amigo para tratar este tipo de negociaciones.
     —Me parece una idea excelente —corrigió Samuel, hablando con los dientes apretados y resoplando.
     —¡Fantástico! Me alegra que lo hayamos resuelto como caballeros —celebró Sickad—. Oficial, lleve esos cofres a bordo del Victory, y traiga mi sello de capitán —ordenó a uno de sus hombres—. Adicionalmente les concederé un permiso especial para que transporten sus cañones sin problemas. Desde ahora cuentan con un aliado que velará por sus intereses en el mar, y les deseará la mejor de las fortunas en su búsqueda de tesoros perdidos —concluyó con una gran sonrisa sarcástica.
     Los militares cargaron el soborno a bordo del Victory, y se marcharon.
     Samuel ordenó partir rumbo a Cabo Cod mientras veía como se alejaba el Victory con su oro; y su imponente figura se desvanecía en la niebla. No pudo evitar sentir desprecio y un profundo rechazo por su amargo encuentro con Sickad.
     —¡Desgraciado militar abusador! —dijo en voz alta Samuel, golpeando la barandilla del balandro.
     —Resultó mejor de lo que esperaba Sam, te lo aseguro, podría habernos arrestado —replicó Paul—. Este es otro de los percances a los que debemos acostumbrarnos, no solo los piratas cometen fechorías, ya deberías saberlo.
     —Pero se ha llevado nuestro oro, todo por lo que trabajamos, no le ha importado dejarnos sin nada. ¿Cómo saldremos adelante ahora? —se quejó Samuel.
     —No se lo ha llevado todo. Imaginé que algo así podría pasar cuando nos abordaron, así que escondí unas trecientas onzas, el maestre George me ayudó —dijo Paul.
     —¡Bien hecho amigo! Eres una ayuda invaluable —dijo Samuel con algo de alivio—. Con eso podremos pagar a la tripulación, y quizá comprar otro permiso para comenzar de nuevo.
     —Abramos una botella de ron y ahoguemos las penas, debemos olvidarnos de Sickad y su gente —propuso Paul.
     —Tienes razón. ¡Maestre George! Asegúrese que haya suficiente ron para todos los hombres, mañana será día de paga para ustedes —convino Samuel.
     —Pero, ¿qué va a celebrar, capitán? Se han llevado casi todas sus ganancias —preguntó George confundido.
     —Que somos hombres libres George —respondió Paul.
     Samuel se quedó con la mirada fija y el corazón dividido entre la decepción y el desánimo, entonces agregó:
     —Celebraremos que somos libres de hacer lo que se nos venga en gana, maestre George, eso celebraremos.
     —¡A la orden, capitán! —dijo el maestre, terminando su frase con su característica carcajada.

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Escrito original de G. J. Villegas @latino.romano


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