La extraña pareja siguió bordeando el margen el humedal durante más de una hora, evitando charcas, pozas de fango, y rodeando hacia el monte cuando la vegetación palustre se volvía demasiado densa y el camino era impracticable. María guiaba a Nuño diligentemente:
-Ven por aquí, no pises por esas hierbas que hay agua debajo y te hundes.
El aire seguía lleno de rumores. Se oían chapoteos y roces en la vegetación y, de vez en cuando, algún ánade huía de ellos y salía volando con ruidosos graznidos. A lo lejos, en el río, un azor patrullaba muy bajo, acechando sobre el masegar.
El paisaje era turbador. El sol estaba bien arriba, pero se veía tenue y difuminado, con un brillo apagado que no lograba abrir las neblinas para calentar la tierra. Jirones de bruma flotaban sobre las aguas y se enganchaban en la enea y el carrizo. Se cruzaron con álamos y sauces, y con muchos de esos árboles extraños que abundaban junto al agua, y que María llamaba «tarafas». Tenían formas retorcidas, a veces imposibles. Y cuando el viento los tumbaba y caían al suelo, les volvían a brotar raíces por distintas partes del tronco, y las ramas se estiraban para formar nuevas copas.
En algunos momentos, Nuño creyó ver entre la niebla unos fogonazos que aparecían y desaparecían. ¿Fuegos fatuos? Volvió a recordar las palabras del mozárabe y miró a María. ¿Cómo podían vivir tan tranquilos en un lugar tan salvaje? Le extrañaba tanta inocencia en aquella dura tierra fronteriza. Quizá las ciénagas y el río los habían protegido de las razias y de los bandidos. Pero ¿y las fieras salvajes? ¿Y las ánimas y otras criaturas malignas que abundaban en parajes como aquellos? ¿Cómo se protegían a tantas leguas de la ermita más próxima?
Autor: Javier G. Alcaraván (@iaberius)
La imagen es una acuarela de Juan Gallego (@arcoiris), tratada con photoshop. El autor me ha dado su permiso para retocarla y subirla para acompañar el relato.
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