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Como le hubiese gustado haber nacido con los senos pequeños, pero no, los tenía grandes y bonitos, y una flaca puede ocultar todo, menos unos senos grandes.
A medida que crecía, el vestido le quedaba más pequeño, más ajustado, por eso había que reforzar a cada rato el botón del busto, pero nada qué hacer, explotaba como una granada, y quedaba al descubierto alguna delicada parte de lo que ella quería esconder, y la mirada colectiva del bar aterrizaba allí, y hasta alguna mano rozaba descuidadamente ese mundo.
Pero en el bar estaba la mayoría de los clientes, y esas arepas había que venderlas a cómo diera lugar.
Hasta que un día tomó la decisión, se quitó el turbante de la cabeza, batió la cesta contra el piso y gritó con todas sus fuerzas delante de toda su familia: "No vendo más arepas, carajo".
Entonces le pegaron y la castigaron sin dejarla salir; pero no lograron doblegar su voluntad.
En cuanto pudo se fue a la capital y estudió una carrera corta. Regresó a su pueblo y comenzó a trabajar, alquiló un apartado e iba a su casa solo de visita.
Poco a poco se fue convirtiendo en una mujer solitaria, vestía preferiblemente de negro, como si estuviera de luto, faldas largas, y blusas exageradamente cerradas hasta el cuello, tratando siempre de pasar desapercibida; pero si por casualidad se encontraba con alguna niña vendiendo arepas, trataba de comprarles todas las que podía, y sin que nadie se diera cuenta, lloraba en silencio.
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