El cuaderno de Paola │Capítulo V - Parte I

in Literatos3 years ago

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La mañana del lunes preparé varios sándwiches con jamón y queso amarillo para la reunión del club; luego de escuchar sobre el problema que hubo entre los muchachos, Mamá me había recomendado que lo hiciera porque, según ella, con la barriga llena la gente pensaba mejor y evitaba peleas innecesarias.

El día era gris y anunciaba lluvia. Al igual que el viernes pasado, Jesús no había ido a estudiar. Durante la reunión, la maestra lamentó su ausencia y los muchachos y yo estábamos desanimados —de poco valieron los sándwiches para alegrarnos—. La maestra revisó las historias que habíamos creado y colocó sugerencias a pie de página para mejorarlas notablemente. Yo quería saber qué habían escrito los muchachos, pero no me atreví a preguntar, y ellos tampoco se interesaron por lo que yo había hecho, como si cada uno estuviera entregado a sus propios pensamientos de tal manera que lo demás no importaba; o quizá importaba demasiado como para mostrarse alegres por lo sucedido allí en donde la realidad era palpable, y la realidad era que Jesús se había esfumado, que había un asiento vacío en la mesa que solíamos ocupar los integrantes del club: un vacío que nos recordaba que no todo estaba bien, que uno de los nuestros naufragaba en los mares de la vida cotidiana, lo que nos hacía sentir culpables de algún modo u otro, pese a que el problemático era él.

Al final, la maestra notó el aura que desprendíamos y trató de animarnos con la lectura de una historia llena de humor; pero fue inútil, estábamos tan apagados que ni siquiera Carlos rio con lo narrado. La reunión terminó y nos marchamos. Atrás quedó la escuela con su bullicio infantil, la biblioteca con sus libros y la maestra, tan afectada como nosotros por nuestro estado de ánimo que se olvidó de mandarnos una lectura para la casa.

—¿Y si vamos a visitarlo? —dijo Wilson cuando íbamos camino hacia nuestras casas.

—¿Sabes dónde vive? —replicó Carlos, quien vivía en la Urbanización Las Manzanas y debía tomar el autobús en dirección contraria a la de Wilson y Jesús.

—No; pero siempre se baja antes que yo, en el puente de La Yaguara. Es cuestión de bajarnos donde mismo y preguntar por él.

—¿Sabes lo peligrosa que es esa zona?

—Sí, pero… ¿y sí le pasó algo? —insistió Wilson.

—Ya hubiéramos sabido. Y la primera en enterarse sería Paola porque estudia con él, ¿cierto? —Carlos volteó a verme.

Yo caminaba detrás de ambos, meditando al respecto, y respondí afirmando con la cabeza. No quería pensar en nada grave, pero ¿y si de verdad había enfermado o tenido un accidente? ¿Y si su situación era tan complicada que ningún maestro se atrevía a comentarlo? Todo era posible. Por ejemplo, podía haberse visto envuelto en un enfrentamiento bélico la noche del jueves. Quizá iba de camino a la bodega para comprar algo y lo sorprendió una bala proveniente de un tiroteo que había entre la policía y los delincuentes de la zona. Estas cosas pasaban a menudo. Había escuchado a Mamá hablar sobre ello en más de una ocasión. Y si Jesús, al igual que los muchachos o yo, era mortal, podía estar dentro de un féretro mientras sus padres lloraban por él desconsoladamente. ¿O tal vez…?

—Te… tenemos que ir… —balbuceé al rato—. Tenemos que ir cuanto antes.

Los muchachos dejaron de caminar y se voltearon hacia mí.

—¿Te dejan andar sola en camioneta? —preguntaron al unísono.

—No; pero no creo que mi mamá vaya a enterarse.

—¿Y cuándo iríamos? —quiso saber Carlos.

—Ahora —dije—. Es mejor no pensarlo mucho.

—¿Tienes para el pasaje? —me preguntó Wilson.

—Solo el de ida.

—Yo también —comentó Carlos.

—Bueno, yo pago el de los tres de ida y después ustedes regresan con lo que tienen —dijo Wilson—. Mi papá me dio dinero para toda la semana. Si le digo el jueves en la noche que para el viernes no tengo pasaje, no me regañará.

—Vale, está bien. Muchas gracias, Wilson. —Sonreí—. Entonces no hay más qué decir, ¿cierto? ¿O sigues pensando que es muy peligroso, Carlos? —pregunté con sorna al futuro comediante.

—Si mi papá se entera me matará. Es el único peligro al que temo —aseguró él—. Pero está bien, vayamos a ver qué le pasó a Jesús.

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Llegamos al cruce donde nos despedíamos y cruzamos hacia la parada de autobuses, conversando de todo y nada a la vez. Por mi parte, no podía ocultar que estaba emocionada y sonreía mientras hablaba. Solo era un viaje más en el transporte público, pero Mamá no estaría para protegerme si alguien subía a robar, o para decirle que no a los charleros —vendedores ambulantes que suelen dar un discurso en el autobús antes de ofrecerte dulces o cualquier otro producto a buen precio; aunque de dudosa procedencia, como decía ella—.

Al final de la calle en cual habíamos cruzado, divisamos la autopista: dos anchos carriles de asfalto divididos por una cuneta. Para acceder a ella tuvimos que bajar por una escalera de concreto que parecía tener todos los años del mundo, cuyos pasamanos metálicos estaban pintados de azul oscuro y repletos de óxido en los puntos donde la pintura mermaba. Cuando llegamos abajo, aprovechamos que no venía carro alguno y cruzamos la autopista de inmediato. Alcanzamos el otro lado en cuestión de segundos.

—¡Tocuyito! ¡La Yaguara! ¡Valencia! —gritaba el colector del autobús cuando este llegó.

Pagamos antes de subir y nos sentamos en los asientos del fondo, que estaban conformados por cinco mullidas butacas, forradas con una tela verde color manzana, sin brazos y en hileras: una al lado de la otra. Carlos iba cerca de la ventana y Wilson ocupaba el asiento del medio porque le permitía estirar sus largas piernas. Yo me encontraba entre ambos, observando los rostros cansados de los pasajeros que subían y bajaban, asombrada por las groserías que el colector decía mientras cobraba el pasaje, anunciaba paradas y hablaba con el chofer.

Empezamos a hablar muy bajo para no llamar la atención.

—¿Por qué dijiste que tu papá te matará si se entera de lo que estamos haciendo? —le preguntó Wilson a Carlos, inclinándose un poco para hablar con él.

—Me dijiste que eras de por aquí, ¿verdad? —dijo Carlos.

Wilson asintió.

—Entonces —continúo Carlos—, si te pregunto qué es lo habitual en este barrio, ¿qué responderías?

Wilson se llevó la mano al mentón por unos segundos.

—Los tiroteos —dijo—. Al menos una vez a la semana viene la policía o el CICPC y comienzan a echarse plomo con los malandros de aquí —tras decir esto, abrió la boca como si hubiese descubierto algo—. ¡Aaaaah, ya! Ya entendí.

—¿Qué? ¿Qué entendiste? —pregunté.

—El papá de Carlos es de los que se meten en los sectores del barrio para buscar a los malandros.

—Así es —dijo Carlos—. Una vez le dieron un tiro en el brazo y tuvo que guardar reposo más de un mes.

—Eso no es nada —dijo Wilson—. A un tío mío una vez le dieron un tiro también, pero en la pierna. Recuerdo que cuando le pregunté si le había dolido me dijo que ni siquiera sabía que le habían dado el tiro, ya que empezó a dolerle fue después, cuando la bala se había enfriado. Y me dijo que no hay peor dolor que ese.

—Mi papá dice que el peor dolor es el de muela —repuso Carlos—. Y le creo, ya que a él le han pasado muchas cosas.

—Sinceramente no lo entiendo —dije—. ¿Eso quiere decir que semanalmente la gente se enfrenta a tiros por acá? ¿Por qué no agarran a los criminales de una vez?

—No es tan sencillo, Paola —respondió Carlos—. Estamos hablando de una barriada gigantesca en cual no hay módulos policiales en ninguno de sus sectores. En pocas palabras, los únicos vigilantes que hay son los habitantes del barrio, quienes imponen sus propias leyes y se cubren las espaldas cuando hay problemas.

—Te equivocas —dijo Wilson—. No todos somos delincuentes.

—Lo sé —replicó Carlos—. Yo solo repetí lo que me dijo mi papá cuando le hice la misma pregunta que Paola acaba de hacerme.

—Y yo sigo sin entenderlo —dije—. ¿Qué sentido tiene matarse a tiros?

Los muchachos se encogieron de hombros.

—De cualquier forma —dijo Carlos—, lo cierto es que mi papá no me da permiso de pisar La Yaguara. Una vez se enteró que estaba haciendo una tarea en casa de un amigo que vive por aquí y casi me mata a correazos.

—Ya… —dijo Wilson mientras sacaba un vaso de plástico del bolso.

—¿Qué es eso? —le pregunté.

—Café, ¿quieren? —respondió él, quitándole la tapa al vaso.

En ese momento el autobús pasó por un hueco que había en la carretera y dio un brinco. Wilson derramó café sobre su camisa blanca y soltó una palabrota. Carlos y yo reímos. Varios pasajeros repararon en nosotros por unos segundos y después continuaron inmersos en sus meditaciones. Wilson intentó limpiarse cuanto pudo, pero el café había manchado casi toda su camisa.

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Al cabo de un rato, el colector nombró las siguientes paradas y Wilson levantó la mano. Una calle sin asfalto, adornada con ranchos de lado a lado, se mostraba ahora ante nosotros: gigantesca y desafiante. El cielo continuaba oscurecido. El viento golpeaba con fuerza nuestros pueriles rostros. Un desfile de cercas de alambres púas demarcaban el camino lleno de esquinas y callejones. A lo lejos, una moto se acercaba y varios niños jugaban metras frente a una de las casas.

Caminamos hacia los pequeños, preguntamos por Jesús y no supieron darnos respuestas. Aunque todos eran de piel morena, el aspecto que tenían era amarillento, sucio, como si no se bañaran desde hace meses. Sus ropas estaban llenas de polvo, al igual que sus cabellos, manos y pies. Dos de ellos eran tan flacos y andrajosos que incluso Wilson parecía mejor alimentado si se les comparaba. Mientras los interrogábamos, la moto había parado en una esquina a hablar con un sujeto que después se marchó viendo hacia todas partes como si lo persiguieran. Cuando arrancó otra vez y pasó junto a nosotros, el conductor nos auscultó con la mirada. Agradecimos a los niños y continuamos caminando con los ojos bien abiertos, escudriñando cada patio, en busca de Jesús.

—¿Será que no vive por acá? —dije tras recordar que al otro lado de la carretera había más casas—. ¿Y si vive cruzando la autopista?

—Es cierto —dijo Carlos, quien llevaba rato sacudiéndose el polvo de los pantalones, temeroso de llegar a casa tan sucio como para ganarse una tunda—. ¿Nos habremos equivocado?

—Si nos vamos a devolver, hagámoslo ahora, chamo —dijo Wilson en tono quejumbroso—. No puedo llegar tan tarde a casa.

—Está bien. Entonces probemos suerte por allá antes que se haga más tarde —dije señalando la autopista que parecía estar a miles de kilómetros.

De regreso nos topamos de nuevo con el sujeto que iba en moto. Se detuvo frente a nosotros sin apagar la máquina y levantó una nube de polvo que nos hizo toser a los tres.

—¿Qué hacen por aquí, menores? —nos preguntó. Llevaba una gorra negra encasquetada hasta las cejas, lentes de sol, un suéter de rayas blancas y amarillas abrochado hasta el último botón del cuello, pantalones ensanchados en los tobillos y zapatos deportivos. Tenía una barba incipiente y la cara llena de acné.

—Estamos buscando a un compañero de clases —dijo Wilson con voz quebrada y débil, revelando lo niño que era.

El motorizado se quitó los lentes y lo miró.

—¿Cómo se llama?

Wilson respondió al instante y describió cómo era Jesús.

Luego de que el motorizado revisara los archivos de su memoria y asociara a Jesús con el hermano del amigo de un tal Ramón, supimos que Jesús vivía al otro lado, cruzando la autopista. Agradecimos por la información y nos dispusimos a seguir nuestro periplo. El motorizado se volvió a colocar los lentes y antes de arrancar dijo:

—Tienen que estar activos cuando anden por ahí, menores. La gente puede crearse una atmósfera.

Otra nube de polvo se levantó, los tres nos tapamos la nariz y la boca, como si nos enfrentáramos a una tormenta de arena en el desierto. El sonido del motor se alejó y volvimos a quedar solos en la llanura repleta de ranchos.

Al cabo de un rato, le pregunté a los muchachos:

—¿Qué es una «atmósfera»?

Estábamos en la cuneta que dividía las dos vías de la autopista, rodeados de gamelotes y otros hierbajos, a la espera de que la carretera estuviera despejada para volver a cruzar.

—Es como cuando sospechas de alguien, sobre todo si no lo conoces —respondió Carlos.

—Sí, lo que pasa es que por acá la gente sospecha de todo el mundo —dijo Wilson.

—Ya veo —dije, y cruzamos la autopista nuevamente.

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¡Gracias por leer!

Las ilustraciones utilizadas son de mi autoría. Si quieres saber cómo fueron creadas, te invito a leer Sobre El cuaderno de Paola. Allí encontrarás todo lo referente a ellas, además de un apartado que se llama Anexo de bocetos, el cual se actualiza minutos antes de la publicación de cada capítulo con los dibujos de prueba que las precedieron.

Capítulos anteriores: I, II, III,IV.

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.


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