El cuaderno de Paola │Capítulo VII

in Literatos3 years ago

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Al día siguiente, en la escuela, todo seguía igual que antes. Quienes vieron la noticia no hicieron ningún comentario al respecto, como si se tratara de otro evento desafortunado entre los miles que a diario tienen lugar en el mundo. Sin embargo, Carlos era la excepción a la norma. Durante la hora del receso me buscó para hablar sobre ello.

—¡Paola! —gritó, asomando la cabeza por la puerta del salón de clases—. ¿Oíste sobre lo que pasó en el Orinoco?

Yo me encontraba escribiendo en uno de mis cuadernos, intentando esclarecer mi mente. La noche anterior no había dormido bien gracias a una pesadilla que tuve. En ella, la voz grave y distorsionada del viejo guía relataba lo que ocurría de manera muy detallada, como un narrador omnisciente, mientras un par de ojos inmensos cubrían el cielo y me perseguían con la mirada por una llanura extensa, hasta que yo llegaba a orillas de un río donde se hallaba una mujer vestida de blanco, frente a las aguas negras, murmurando cosas ininteligibles. En este punto, la voz del viejo y el par de ojos desaparecían. El mundo entero se oscurecía. El silencio extendía su reinado por cada rincón de la tierra y todo se reducía a los murmullos de la mujer y el río. Mientras tanto, yo no cesaba de preguntarle a la mujer qué estaba pasando, pero ella no contestaba. Permanecía de espaldas a mí, con los ojos cerrados como si rezara, moviendo rápidamente los labios, recitando palabras de otra lengua, centrada en terminar el ritual. Cuando comprendí esto último y quise correr, era demasiado tarde. La mujer se hallaba ahora frente a mí. Su mano derecha empuñaba un revolver. Abrió los ojos y dejó al descubierto sus cuencas vacías. Sonrió. Alzó la mano. Apuntó. Luego gritó: «¡perdidos!, ¡perdidos!, ¡perdidos!», y jaló el gatillo. Recuerdo que desperté sudando, con la respiración entrecortada, convenciéndome de que solo era una pesadilla; pero no pude volver a dormir, a pesar de lo cansada que estaba.

—Sí, Carlos, también vi la noticia —dije, cerrando el cuaderno que tenía sobre el pupitre.

—¡Es una locura! ¡Cuatro suicidios y un asesinato! ¡Cuatro suicidios! ¡No uno, ni dos, sino cuatro! —exclamó Carlos avanzando hacia donde yo estaba sentada, mostrándome los cuatro dedos de su mano derecha—. Hasta parece sacado de un cuento de terror y todo, ¿verdad? —Sus ojos brillaban de la emoción.

—Sí, parece que fuera una pesadilla; pero no quiero hablar de eso.

—¿Por qué?

Lo miré seriamente. Él dejó de caminar y se quedó a pocos metros de mí, cerca de una pared del salón, cuyos agujeros cuadrados, a modo de respiradero, permitían ver a través de ella.

—Ah, ya. Lo siento —dijo—. Se me olvidó que no te gustan esas cosas. Pero no me mal intérpretes, si me emociono es porque me parece increíble.

—¡¿Increíble?! —grité—. ¿Qué tiene de increíble y emocionante que tanta gente haya muerto? ¿Te parecería increíble que tu papá muriera de un tiro en la cabeza? ¿O que tu papá le disparara a tu mamá y después te disparara a ti para luego suicidarse él? Dime, Carlos, ¿eso te haría feliz?

Carlos no respondió. El brillo en sus ojos desapareció y una sombra cubrió su rostro.

—Oh sí, claro que sería increíble —continúe—. Por supuesto que sí. ¡Te imaginas que alguien entrara ahora y nos matara a todos! ¿No te parece divertido de solo pensarlo? ¡Sería espectacular ver tanta sangre cubriendo las paredes y oír los gritos de desesperación! ¿O acaso no piensas lo mismo?

—No era eso lo que quería decir —dijo Carlos frunciendo el ceño—. Yo solo quería hablar sobre la noticia. No pensé que fueras a tomártelo así.

—Y yo no quiero saber nada al respecto —repliqué—. Mucho menos escuchar lo emocionante que es para ti. No me parece algo por lo que alegrarse.

Carlos guardó silencio otra vez. Se acercó a uno de los agujeros que había en la pared y miró a través de él. Afuera, varios estudiantes transitaban por los alrededores de la cantina. El futuro comediante observó la escena sin pronunciar palabra. Esperé su respuesta, sin moverme del pupitre, preparada para discutir si era necesario. Pero él sonrió, como si se acordara de un buen chiste, se volteó hacia donde yo estaba y dijo:

—Está bien, Paola. No pasó nada.

Asentí, sin ganas de hablar más sobre el asunto.

—¡Al fin los encuentro, chamo! —gritó Wilson desde la puerta del salón, como si llevara rato buscándonos—. ¡¿A qué no saben quién volvió?! —gritó de nuevo, con su voz gruesa y varonil, mientras se abría paso entre los pupitres, disipando la tensión que había en el aire.

—Hola, Wilson —dije—. ¿Por qué tanto alboroto?

—Larry, el chamo que peleó con Jesús, regresó a la escuela —respondió cuando estuvo frente a nosotros—. Parece que lo hubieran atropellado: tiene la cara deformada. No sé qué le habrá hecho Jesús para dejarlo así, pero sea lo que sea, dicen que Larry se vengará.

—¿Cómo sabes eso? —le preguntó Carlos.

—Es lo que todos dicen. Además, yo mismo acabo de ver a Larry por los lados de la cancha —aseguró Wilson.

—Entonces hay que avisarle a Jesús —dije.

Carlos sonrió.

—No te preocupes, Paola, cuando Jesús vuelva estaremos pendiente. Larry no hará nada si ve que los dos andamos con él, ¿verdad, Wilson?

El pequeño gigante asintió, sin mucha convicción.

—Bueno, si ustedes lo dicen, está bien —dije—. Por cierto, Carlos, ¿le llevaste el diccionario a Jesús?

—Sí —respondió Carlos—. Tenían que ver como estaban las calles después del aguacero que cayó. Había barro por todas partes.

—¿Viniste a la escuela ayer, chamo? —le preguntó Wilson.

—Sí, aunque no quería hacerlo; pero mi papá insistió en traerme. La escuela estaba tan sola que parecía abandonada. La mayoría de los maestros no vino y solo los de sexto tuvimos clases.

—Yo me quedé en casa y dormí hasta tarde —dijo Wilson.

—Por mi casa estuvimos a punto de inundarnos —dije.

—Es que parecía que el cielo se iba a caer —comentó Wilson—. ¿Y cómo sigue Jesús, chamo?

—Igual que el lunes: negro y testarudo —dijo Carlos riendo.

—Sé serio —replicó Wilson.

—Bueno, bueno, está mejor. Me dijo que si mañana no le molestaba el pie cuando se pusiera los zapatos vendría.

—Menos mal, no es bueno perder tantas clases —dijo Wilson.

—«No es bueno perder tantas clases» —repitió Carlos, imitando la voz de un viejo, arrugando la cara, encorvándose lentamente, con una mano sobre la espalda como si no aguantara el dolor—. «Hay que estudiar, niños» —continúo—. «Hay que estudiar mucho para ser alguien en la vida. De lo contrario seguirán siendo nadie, crecerán siendo nadie y morirán siendo nadie».

—Ahora solo te falta el bastón y los lentes —dije, sin poder aguantar la risa.

—«Y unos veinte metros de altura, mija» —añadió Carlos, hablando todavía como un viejo, riendo también.

Wilson pidió que lo dejáramos tranquilo, pero fue inútil. Bromeamos sobre lo mismo por un buen rato. Luego el timbre anunció el final del receso y los muchachos se fueron para sus salones.

Poco después mis compañeros inundaron el receptáculo de pupitres con sus gritos y el abundante olor corporal que cada uno llevaba pegado a su uniforme. La maestra Sol entró, ordenó a todos que hicieran silencio y las clases continuaron, como si nada hubiera pasado.

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¡Gracias por leer!

La ilustración utilizada es de mi autoría. Si quieres saber cómo fue creada, te invito a leer Sobre la ilustración del capítulo VII de El cuaderno de Paola. Allí encontrarás todo lo referente a ella.

Capítulos anteriores: I, II, III,IV, V-PI,V-PII,VI.

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