El mudo │ Parte 2

in Literatos2 years ago

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Al llegar a la Av. Las ferias, se dirigió a la estación del metro y descendió por las escaleras. Pagó una nimiedad en la taquilla y atravesó los torniquetes en dirección al recinto donde una multitud aguardaba. Mientras esperaba detrás de la franja amarilla de seguridad, observó a una cucaracha que paseaba entre los rieles. Llevó sus manos a los bolsillos y sintió el desperfecto bordeado de las tarjetas. Por un instante abrazó una idea albergada en lo más profundo de su ser y la desechó con rapidez; suicidarse ya no era una opción, era demasiado tarde para eso.

Como una chispa en plena fuga de gas, el sonido de la maquinaria que se aproximaba por los rieles explotó en los tímpanos de los usuarios del metro. Un aire hostil recorrió el lugar. El gusano metálico arribó escupiendo chirridos y abrió sus puertas al desastre. Empujado por manos y cuerpos de extraños que se veían dóciles segundos atrás, Ignacio abordó su nueva área laboral. Estuvo varias horas de vagón en vagón entregando tarjetas que la mayoría leía con incredulidad. Algunas almas se compadecían y lo ayudaban; otras lo tomaban por mentiroso y estafador.

El reloj digital de la estación marcaba las dos menos cuarto de la tarde cuando Ignacio decidió no caminar más entre los vagones. Estaba exhausto. El hambre se había transformado en un demonio que le sugería dejar atrás sus principios, y dio gracias al cielo porque no tenía un arma en sus manos.

Tomó asiento en uno de los bancos de la estación, ignorando las manchas azules que veía por doquier, y cerró los ojos anhelando desaparecer, aunque fuera por unos minutos.

Soñó que llegaba a una casa hecha de bloques, frisada y pintada de verde. Olga lo esperaba en la puerta de entrada con Sofía en brazos. La niña al verlo comenzó a decir: «¡Paaapá! ¡Paapá!». Ignacio se estremeció de alegría; su mayor temor era que la pequeña heredara su mutismo. Besó a la niña en la frente y luego a Olga en los labios con una pasión correspondida que no había experimentado jamás. Mostró la bolsa atiborrada de comida que colgaba en una de sus manos y se la tendió a su querida concubina, sin dejar de sonreír por la felicidad que sentía.

Pero aquella visión duró poco.

De repente, un huracán apareció arrastrando todo a su paso, en dirección hacia la vivienda. Ignacio trató de hacerle entender a Olga que sus vidas corrían peligro, que debían marcharse cuanto antes; pero ella parecía absorta en la bolsa de comida, como si él no estuviera allí.

El huracán se acercó cada vez más. Los techos de las casas vecinas salieron volando por los alrededores y los bloques fueron arrancados de un tajo. La voz de su madre resonó por el lugar recordándole su inutilidad, mientras él abrazaba a su familia con los ojos cerrados, decidido a morir con su mujer y su hija si no había más opción. Sintió que una ráfaga de viento lo golpeaba por los costados y lo zarandeaba violentamente. En ese instante, el llanto ensordecedor de Sofía penetró en su cabeza haciéndolo gritar de dolor.

Despertó sudando en medio de la estridencia que producía el metro cuando mordía los rieles al frenar. Se levantó del banco, sobrevivió a un pequeño mareo por la fatiga y abandonó el subterráneo.

Entre billetes arrugados y algunos que ya no aceptaban en abastecimientos por su baja denominación, notó que la cantidad obtenida no alcanzaba para saldar cuentas con el bodeguero, a pesar de su mala relación con los números.

Camino a la parada Santa rosa, la idea de robar se le antojaba cada vez menos descabellada.

Sin embargo, la imagen del hombre que había sido encontrado en una de las esquinas del barrio el fin de semana pasado, agujereado por las balas y bañado en sangre, bastó para hacerlo reflexionar. Aquel hombre, trastornado por las drogas, había optado por el camino fácil y cometió el error de robar a sus propios vecinos.

Minutos después, apoyado en los pasamanos del transporte público, permaneció absorto en los arcaicos reproches de su progenitora que, como fantasmas de un pasado maldito, retornaban haciendo mella en su consciencia.

El dolor de espalda se intensificó, las punzadas del estómago eran terribles y su cabeza parecía a punto de estallar. Las manchas azules volvieron y se sintió mareado por unos segundos. Al final, las luces se apagaron.

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Ignacio cayó desmayado sobre las piernas de los pasajeros que ocupaban los puestos que tenía delante. Cuando abrió los ojos estaba siendo atendido por extraños que le ofrecieron pan y agua. Hambriento y avergonzado, probó lo que le ofrecían y recordó que no había tomado agua en todo el día.

Su aspecto cadavérico dio pie a conversaciones entre los demás pasajeros que terminaron en temas políticos y humanitarios. Agradeció con señas y gestos dando a entender que ya estaba mejor, y decidió bajarse en la siguiente parada a esperar otro autobús.

Llegó al mercado mayorista alrededor de las cinco de la tarde. La faena del día había llenado las calles de desperdicios, envolturas, colillas de cigarros y otros rastros de actividad humana.

La mayoría de las cestas estaban vacías y algunos locales tenían la santa maría abajo. Visitó los puestos que tenía en la mira desde el amanecer y sacó partido de ellos: en una bolsa introdujo lo mejor de las cestas que los vendedores usan de basurero, luego abrió el morral y guardó lo que sería parte de la cena.

Camino a la parada de autobuses, disfrutaba de la placidez con cual su estómago lo recompensó por haber ingerido los trozos de pan. Exhausto como estaba, esperó un autobús con asientos disponibles para descansar. En sus bolsillos guardaba el dinero recolectado en la estación del metro; en su cabeza las preocupaciones respecto a qué sería de Sofía si no mejoraba la situación.

—¿Qué trajiste pa’ come’? —le preguntó Olga cuando lo recibió en la puerta de entrada.

Ignacio deseó con todas sus fuerzas poder hablar en aquel momento, solo para discutir con ella hasta que no le quedara nada por dentro. Estaba harto de la maldita pregunta y del tono despectivo de Olga cada vez que la hacía. Pero no había mucho que hacer al respecto.

Con esperanzas de que al día siguiente le iría mejor y entonces podría pagarle al bodeguero, mostró las míseras ganancias y se las dio a ella para que se hiciera cargo de comprar lo que fuera. Entró en la casa, abrió la puerta de la nevera para confirmar que aún quedaba mortadela, sacó la bolsa del morral y la colocó al lado del embutido. Cerró la puerta de la nevera y fue hasta la habitación donde la niña dormía. La observó por unos segundos y después regresó a la calle, sin prestar atención a lo que Olga decía sobre el poco dinero que le había dado.

Luego de lo vivido en la estación del metro y el autobús, pensó que ya no le quedaba nada de orgullo y que podía hacer lo que fuera por su hija. Recorrió varias cuadras hasta la casa de un amigo de la infancia. No solía molestarlo, pero dada la situación, solicitó su ayuda.

Rubén, el muchacho con el que había cometido tantas travesuras de pequeño, trabajaba ahora como contratista en un conjunto residencial y casualmente estaba en busca de un jardinero de confianza. Ante el deplorable aspecto de Ignacio, no dudó en ofrecerle trabajo y lo ayudó con varios artículos de comida para que aguantara mientras cobraba su primera quincena. La paga era modesta, pero Ignacio aceptó sin pensarlo dos veces, a pesar de no saber nada sobre jardinería.

De regreso sonreía, invadido por el júbilo y saboreando un eminente mañana distinto a los anteriores. Por primera vez en muchos meses tenía la seguridad de una paga fija y, por si fuera poco, su viejo amigo y nuevo jefe le había dado comida suficiente para una semana.

Perdido en sus pensamientos, agradecido con aquel giro del destino, ansiaba llegar a casa para dar la nueva noticia a Olga.

Cuando estaba a pocos metros de su morada, dos jóvenes armados que huían de la policía en aquel momento pasaron corriendo frente a él. Uno de ellos se detuvo y disparó a la patrulla que lo perseguía. Las detonaciones hicieron que Ignacio soltará la bolsa de comida y se llevará las manos a los oídos, sin saber qué hacer, paralizado por el miedo.

La lluvia de balas vino después, cuando los oficiales que iban en la patrulla descargaron sus rifles contra el joven que se había detenido para enfrentarlos.

Tras escuchar los primeros disparos, Olga cerró la puerta de entrada y esperó hasta que todo estuvo en silencio para ver qué pasaba; pero la patrulla de policía, que se había detenido cerca de su casa, luego de abatir a los presuntos delincuentes, le impidió ver los cuerpos que había tirados sobre la calle sin asfalto.

Mientras tanto, Sofía lloraba desconsoladamente en la cama de la habitación, asustada por aquel repentino estruendo que le había cambiado la vida, aunque todavía era muy pequeña para saberlo.

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Gracias por leer.

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Sentí un escalofrío... Ya se que voy a llorar en la próxima entrega

Lo siento, se me olvidó colocar «Fin».

Yo sentí rabía e impotencia mientras reescribía esta historia, pues la escribí hace un par de años, porque es una realidad que muchos viven. Es triste que estas cosas sigan pasando.

Gracias por la lectura. Un abrazo!

Siempre he amado tus historias por eso, relatas la realidad que muchos viven.

Dura historia, muy bien contada. La tragedia anónima de nuestra gente. Saludos, @juniorgomez.

Gracias, @josemalavem. Así es, lamentablemente. Saludos.

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