Buenas tardes comunidad, aunque la fecha de admisión haya finalizado para la participación en este concurso tan divertido igualmente he realizado mi publicación con el fin de apoyar a las iniciativas de esta comunidad tan querida. Saludos desde Cuba.
Mudarse de casa ya es un dolor de cabeza, pero en mi familia lo convertimos en una comedia de enredos gracias a un sillón viejo que parecía tener vida propia. Era un sábado cualquiera cuando mis papás decidieron que el monstruo de terciopelo verde, reliquia de los setenta, tenía que mudarse con nosotros a la nueva casa. "Es parte de la familia", dijo mi papá, como si fuera un trono real y no un mueble que olía a humedad y nostalgia, entre otras cosas indescriptibles. Lo cierto es que ese sillón llevaba más años en la familia que yo, y según mi abuela, había sobrevivido a tres mudanzas, dos inundaciones y una pelea familiar que casi termina en los tribunales.
El plan era simple: mi hermano Paco y yo lo bajaríamos por las escaleras del edificio. Pero el sillón, con sus patas torcidas y su tamaño de elefante, tenía otros planes. Apenas lo levantamos, se atascó en la puerta como si dijera "de aquí no me muevo". Paco empujaba, yo jalaba, y mi papá gritaba instrucciones desde abajo como si fuera un general en guerra: "¡A la izquierda, no, a la derecha, cuidado con la pared, cuidado con la cabeza, no lo tienen por ahí!". Entre el jaleo, el perro de don Ramón, nuestro vecino, empezó a ladrar como si estuviéramos cometiendo un crimen, lo que solo añadió más caos al asunto. Mi mamá, que era más práctica y moderna, solo decía: "Tírenlo por la ventana y acaben con esto de una vez", aunque vivíamos en un cuarto piso y eso habría sido un desastre peor.
Después de media hora de sudar y maldecir, logramos sacarlo al pasillo, pero entonces vino la escalera. El sillón, como si tuviera un pacto con el diablo, se trabó en el primer escalón y empezó a crujir de una manera sospechosa, como si estuviera riéndose de nosotros. Paco, en un arranque de genio, decidió "darle un empellón", y el resultado fue un estruendo que hizo temblar el edificio y la cara de mi querido hermano al explotar. El sillón rodó tres escalones, rebotó como pelota, golpeó el pasamanos con un ruido metálico y aterrizó de cabeza, con una pata rota y un cojín volando libre. Los vecinos salieron a asomarse, y doña Lucha, la chismosa del segundo piso, gritó: "¡Ya dejen de torturar a ese pobre mueble que ya no está para tanto ajetreo!" A lo que mi papá, sudoroso y rojo de furia, respondió: "¡Doña Lucha, si quiere ayudarnos, aquí tiene un martillo!"
Al final, llegamos al camión de mudanza con el sillón hecho un desastre y nosotros jadeando como si hubiéramos corrido un maratón. El conductor nos miró con cara de "¿en serio van a llevar eso?" pero no dijo nada, aunque se aseguró de cobrarnos un extra por "carga frágil". Mi papá, con su orgullo herido, murmuró: "Bueno, ya lo arreglamos después", aunque todos sabíamos que ese sillón nunca volvería a ser el mismo. Pero cuando llegamos al nuevo lugar, descubrimos que no cabía por la puerta. Ahora está en el patio, bajo una lona, acumulando polvo y convertido en el refugio favorito del gato del vecindario. Mi mamá jura que lo va a vender en la próxima kermés, pero creo que su plan va más allá de eso: estoy segura de que se deshará de él en cuanto aparezca el camión de la basura, aunque eso implique el divorcio con mi querido padre. Yo solo sé que si ese sillón habla, tiene historias para avergonzarnos a todos. Y lo peor es que, después de todo este drama, me da un poco de pena dejarlo ir.
Imagen de portada de Pixabay
Esta es mi participación en el concurso "El humor nuestro de cada día" de la comunidad @es-literatos . Te invito a participar! Revisa las bases aquí https://ecency.com/hive-179291/@es-literatos/concurso-de-relatos-el-humor-nuestro-de-cada-dia?referral=lisandrafc
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