Continúo con el segundo fragmento del capítulo 2.
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En este tramo, la calma del pueblo se empieza a resquebrajar. Lo cotidiano se tiñe de algo más oscuro, algo que todavía no tiene forma… pero ya se siente.
Gracias a todos los amigos que están siguiendo esta historia #literatos #cervantes #curie #ocd #freewriters #la-colmena #mundo-hispano. Cada lectura y comentario me impulsa a seguir escribiendo.
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El día me encontró envuelta en calor.
No el calor del verano, ni el de una fiebre, sino ese otro, más pequeño, más tibio, que se acumula entre sábanas después de dormir profundamente. El tipo de calor que uno no quiere dejar, aunque sepa que ya es hora de levantarse.
Por alguna extraña razón, aquella mañana me dejaron dormir. No sabía si era compasión, descuido o un gesto silencioso que no alcanzaba a comprender, pero lo agradecí en lo profundo, como quien recibe un respiro cuando el mundo pesa demasiado.
Estaba de lado, con el brazo izquierdo dormido bajo la almohada y el cabello hecho un nudo entre el cuello y la boca. La luz entraba apenas por la rendija del postigo, filtrada por los hilos flojos de la cortina. Un dorado tímido, del color del pan recién hecho.
Me estiré despacio, con ese gesto que es más respiración que movimiento. Escuché el rechinar de las tablas cuando bajé los pies, el crujido sordo de las rodillas, y luego el leve chasquido de mis tobillos al caminar descalza.
Me lavé la cara en el cuenco de cerámica que usaba para todo. El agua estaba helada. Me hizo bien.
Me puse el vestido de lino claro, ese que aún guardaba un leve olor a sol y a tardes lentas entre los campos. Me até el cordón a la cintura y alisé con la palma una arruga terca cerca del dobladillo, justo donde la costura se torcía apenas. Nadie más lo notaba. Pero yo sí.
No me apuré. Nunca lo hago en las mañanas tranquilas. Las prisas son para la gente que llega tarde a algo. Yo nunca llego tarde. A nada que importe, al menos.
Cuando salí al patio, el día ya estaba bien despierto. El cielo era de un azul lavado, como si lo hubieran dejado toda la noche en remojo,
Me dirigí al pozo a buscar agua. Fue allí donde vi a Lyara.
Llevaba el cabello trenzado a medias y un trozo de pan envuelto en tela bajo el brazo. Venía masticando ya, como si el desayuno pudiera empezar en cualquier parte.
—Tienes cara de haberte peleado con las sábanas —dijo al llegar, sin saludar del todo.
—Me ganaron por puntos.
Se sentó a mi lado y me ofreció un mordisco de su pan. Era de centeno, aún tibio. Le faltaba sal, pero sobraba cariño. Su madre siempre horneaba con más ternura que precisión.
—¿No fuiste a ayudar a los de la quesería esta mañana? —pregunté.
—Nah. Mamá me dejó quedarme. Dijo que tengo derecho a un día de holgazanear, aunque sea uno por estación.
—¿Y no le dio urticaria al decirlo?
—No te creas, le tembló un ojo.
—Entonces esto es histórico. Deberíamos marcar el día en el calendario.
Las dos nos reímos, y por un instante, el día se sintió más liviano.
——Mi hermano volvió a tener fiebre anoche —dijo sin mirarme, mientras arrancaba un pétalo de la flor que colgaba del borde del pozo.
—¿Otra vez?
—Sí... pero esta vez fue distinto. Empezó a hablar mientras dormía. No se le entendía nada. Como si estuviera discutiendo con alguien que no estaba ahí.
Hizo una pausa.
—Mamá intentó despertarlo, pero no reaccionaba. Estaba como... atrapado.
—¿Y Auren lo ha visto?
—No todavía. Dice que seguro se le pasa. Que los chicos a veces sueñan raro cuando tienen fiebre.
Asentí. En el pueblo, los niños se enfermaban con la misma naturalidad con que cambiaba el viento. Era parte del crecer, como rasparse las rodillas o perder dientes.
—Igual seguro se le pasa solo.
El resto del día transcurrió sin sobresaltos. Las horas se deslizaron como se deslizan los días que no tienen apuro, entre tareas pequeñas, saludos a medias y conversaciones que no buscan ir a ninguna parte.
Fui a dejar las hierbas que Auren me había pedido al cobertizo, revisé los frascos del estante —uno por uno, como él me había enseñado— y molí raíces secas hasta que el polvo me dejó los dedos ásperos. Más tarde, pasé un rato con la señora Kalda, ayudándola a recoger hojas de menta antes de que se pusieran mustias.
Mientras enrollábamos las hojas de menta, la señora Kalda se detuvo de golpe.
—¿Supiste lo de Derisel? —preguntó, sin mirarme—. No, claro que no. Nadie habla de eso.
Me enderecé un poco.
—¿Qué pasó?
—Desapareció —dijo en voz baja, casi como un secreto contado por los huesos—. Una aldea entera. Casas con las puertas abiertas, comida servida en la mesa, ropa colgada al sol... pero ni un alma. Ni rastro de lucha. Ni sangre. Nada. Como si el mundo se los tragara.
Me quedé en silencio.
—Dicen que el Imperio mandó a cerrar el paso y enviaron soldados. Pero los que fueron… no volvieron a escribir. Ni una carta. Ni un testigo. Como si al nombrarlo, uno también se acercara a ese hueco.
Volvió a mirar las hojas de menta, pero sus dedos no se movieron.
—Yo he vivido bastante, niña —susurró—. He visto pestes, incendios, hasta una revuelta. Pero esto huele raro.
Se calló. El silencio se instaló entre nosotras con una densidad nueva. Y por un instante, incluso el canto de los pájaros pareció dudar.
Seguí doblando hojas, pero no podía dejar de pensar en lo que dijo. Como si no fuera un simple cuento de viejas, sino una advertencia dejada caer con el peso de los años.
Mas tarde acompañé a Lyara a llenar un cántaro de leche. Su hermano no salió en todo el día. Según dijo su madre, había dormido casi sin interrupciones.
No le di demasiadas vueltas. Los niños enferman, mejoran, y vuelven a correr como si nada. Así es como va la vida aquí.
Y ese día, todo parecía seguir su curso.
Hasta que cayó la noche.
Yo estaba pelando raíces en la mesa del patio, bajo la lámpara de aceite, cuando escuché pasos acelerados cruzar el umbral. Me giré justo a tiempo para ver a Lyara entrar con su padre detrás. Venían juntos, pero no hablaban.
Ella traía los ojos muy abiertos y apretaba los labios con fuerza. Él tenía la cara delgada, más pálida de lo normal, y un surco tenso entre las cejas.
—¿Está Auren? —preguntó el hombre, sin rodeos.
—Sí, adentro. ¿Qué pasó?
Lyara me miró, pero no respondió de inmediato. Fue su padre quien se acercó un paso más, con ese gesto que uno usa cuando no quiere asustar, pero tampoco puede fingir que no pasa nada.
—El niño sigue con fiebre. Alta. No baja con nada. Y… está diciendo cosas. Cosas que no entiende nadie. No para. Ni siquiera cuando duerme. Como si hablara con alguien que no está ahí.
Me miró entonces, como se mira a alguien de confianza en momentos donde la confianza es todo lo que queda.
—No hemos querido hablar mucho de esto. Ya sabes cómo son en el pueblo, cualquiera que dice cosas raras de noche y no despierta bien, ya empiezan a murmurar.
—Hoy en la tarde parecía tranquilo, pero hace un rato empezó a delirar de nuevo. No hay modo de calmarlo. Ni su madre pudo tocarlo sin que se echara hacia atrás gritando.
Auren ya había salido. No hizo falta que lo llamáramos. Se puso la capa sin decir palabra y tomó su zurrón con la calma de quien ha hecho esto mil veces.
—¿Vienes? —me preguntó.
Asentí, y sin más, salimos hacia la casa de Lyara.
La noche nos envolvía con ese silencio espeso que solo rompe el crujido de la grava bajo los pies. Nadie más caminaba a esa hora. Solo nosotros, y en el aire espeso de esa noche, juraría que el pueblo contuvo el aliento.
¿Cuánto tarda una aldea en volverse un recuerdo?
¿Cuántas señales ignoramos antes de que sea tarde?
Gracias por leer. Se vienen días más oscuros...
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